domingo, 30 de julio de 2017

Por un tren del siglo XXI



La prosperidad. Por un tren del siglo XXI

«Los dos hombres apagaron al unísono las baterías que prendían las lámparas de sus cascos. No acostumbraban a cruzar palabra hasta que la jaula los liberaba a ras de suelo. La proximidad de la boca de la mina les incitaba a tirar de las suyas. El silencio entre humanos regentaba la mayor parte del día, habitaban las entrañas de la tierra como aquéllos que asisten a una ceremonia solemne, los labios apretados, los oídos alerta, cualquier crujido, cualquier arritmia no percibida podía significar un derrumbe, y un derrumbe les abriría las mismísimas puertas del infierno.
-Esto se acaba, Manuel, la mina no rinde, y lo que no rinde no interesa... –aseguró el más avezado, sacando su saquito de tabaco, su papel finísimo y su cajetilla de fósforos. Agradeció la calorina de finales de septiembre, aliviaba la sensación perpetua de humedad adherida a los poros de su piel.
Manuel le observó melancólico rellenar la hoja de papel transparente y enrollarla cuidadosamente entre los dedos, prender la cerilla y con la cerilla el pitillo, y expulsar la boqueada blanquecina que se elevó presurosa para disiparse al instante sobre sus cabezas brillantes de sudor. A lo lejos, las luces de la ciudad comenzaban a salpicar el filo del horizonte.
-Siempre podemos probar en el tren, ése no cerrará nunca –afirmó Manuel, mientras veía alejarse el último convoy de carga hacia el océano. Él sabía que nunca conocería el mar, pero sus tres hijos, sus tres hijos podrían viajar cuanto quisiesen. Si la mina acababa por cerrarse, el material traído del sur aseguraría el jornal para los obreros.
-No te engañes, muchacho: el tren es solo para señoritos. Que tu padre minero, pues tú minero. Que tu padre guardabarrera, pues tú guardabarrera también. Yo lo tengo decidido, si me echan del pozo, con lo que le saque a la empresa, me marcho para el norte, que allí hay corte seguro –apuró el cigarrillo, tosió y se encaramó a la bicicleta-. Voy para la cantina, ¿me acompañas?
Manuel declinó la oferta. Prefería llegar pronto a casa. Su mujer y sus hijos le aguardaban, deseosos de meter mano a la olla. “En la cantina solo hay malditos agoreros” –pensó. Luego se calzó la visera, se metió las manos en los bolsillos y tomó la calle abajo. Distinguió una camada de chiquillos correteando entre las vías: “Como alguno de ellos fuera su Antoñito, aquella noche recibiría una buena tunda…” »
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