Texto
preseleccionado en el certamen Jara Carrillo de Alcantarilla, Murcia 2009
Texto
seleccionado entre los 200 finalistas premio cosecha eñe 2010
PICATOSTES
Un día llovió tanto, que a mi casa le salieron ancas, y se fue
pegando brincos hasta el río. Mis convecinos se llevaron las manos a la cabeza,
incrédulos y acobardados, pero yo, que tenía la mitad de la hipoteca pagada, no
lo dudé un segundo, y sin necesidad de ancas y sin previo aviso en el trabajo,
me fui tras ella. Me aproximé a nado demostrando mi pericia en el estilo “perrocallejero”,
es decir, braceando de lado como tantas veces vi hacerlo a mi padre, antes de
aquel fatídico día en que se ahogó en una piscina de plástico. Mas mentiría si
dijera que fue fácil alcanzar la puerta de entrada: hasta en tres ocasiones
estuve a punto de darme por vencido, pero jaleado desde la orilla por los
aldeanos, y sabiendo que tenía puesta una lavadora con mis leotardos de la
suerte, me vine arriba, y sin escalones, ni umbral, ni rastro de su existencia,
atiné a tocar el timbre. Esperé pacientemente chapoteando boca arriba, y
saludando con la mano a quienes aguardaban el fatal desenlace de mi aventura, o
sea, que pereciese en el intento de entrar en casa, supongo que para hacerse
con ella a un precio razonable. Como nadie abrió, caí en la cuenta de que vivía
solo. Registré mis bolsillos y advertí que había vuelto a perder las llaves,
cuarenta copias en dos meses, una pasta en acero lleno de muescas y aritos de
goma de colores para distinguir unas de otras.
En fin, que allí me hallaba yo, intentando mantenerme a flote asido al
pomo labrado de la puerta principal, observado por unos extraños individuos que
menguaban a medida que me alejaba de la orilla, y que coreaban mi nombre en un
idioma casi ininteligible para mí, porque tenía los oídos llenos de agua, y el
agua en los oídos ya se sabe que tapona. Así pues, sordo, mojado de los pies a
la cabeza, exhausto por el esfuerzo de la natación-flote, y preocupado por las
horas de ausencia en el trabajo, recordé que había dejado una ventana abierta en
el primer piso, justo la del baño, para airear ciertas emanaciones matutinas.
Como una lagartija acuática, me deslicé hasta la columna del porche, y como una
lagartija común trepé columna arriba hasta dar con la ventana providencialmente
abierta. Entré en mi casa cual lagartija común empapada cual lagartija
acuática, y cuando fui a celebrarlo, dirigiendo el dedo corazón a los que con
tanto desasosiego habían seguido mis peripecias, y allí no quedaba ya bicho
viviente, comprendí que navegaba solo río abajo. Al menos estaba en casa. Mi
soledad duró veinte segundos, pues nada más salir al pasillo, mi perro Tobi, y
que conste que nunca he tenido perro, se abalanzó sobre mí para morderme las
deportivas. Tobi fue el nombre que se me ocurrió ponerle a aquella rata agresiva
de kilo y medio, que probablemente había salido de mi sótano, probablemente
anegado. No hubiera podido soportar su presencia de no haberla imaginado perro,
así que después de darle un baño con sales marinas, rociarla con mi mejor
perfume, y hacerle un tupé que apuntalé con laca, empecé a llamarla Tobi, le
enseñé un par de trucos, le cedí mis deportivas, y me alegré de tener perro.
Después de secarme, perfumado y sin tupé, en albornoz y zapatillas
de rizo, quise enfrentarme a la trágica inundación de la planta baja. Desde lo
alto de la escalera pude distinguir la tele de plasma, y ya no distinguí más,
porque mis ojos se deshicieron en lágrimas y lloré abrazado a Tobi el resto del
día. A la mañana siguiente visualicé el aparador que tantos desvelos me había
costado montar, (perdí un par de dedos, y me sobraron piezas, pocas, con las que armé un sofá algo
incómodo, un revistero y un marco para fotos), y continué llorando hasta el
ángelus, esta vez sin abrazo alguno, pues Tobi observaba receloso a dos metros
de distancia. Cuando conseguí serenarme, alcancé a ver los azulejos de la
cocina, con su cenefa de zanahorias y puerros, y me entró un hambre voraz. Me
lancé nadando escaleras abajo y me arrojé a la nevera, y a punto estaba de
hacer mía la única longaniza que flotaba en su interior, cuando mi perro, con
traición alevosa, se apoderó de ella, me propinó un mordisco y se alejó nadando
escaleras arriba. En mi desesperación le maldije a puño alzado, pero no sirvió
de mucho. Abatido, y sin nada que llevarme a la boca, rescaté del congelador
una bolsa de palitos de merluza caducados, y regresé al primer piso, para ver
devorar a Tobi mi longaniza y mis esperanzas, mientras yo chupaba el rebozado
mohoso de los palitos. Este episodio de deslealtad inusitada por parte del
chucho, me causó unas horas de desconfianza y rabia. Pensé no dirigirle jamás
la palabra, pero como mi casa seguía a la deriva, la planta inferior se había
convertido en una bañera sin patitos, y me había quedado sin tele, hice las
paces con el animal y retozamos para entretener el rato.
Había que conseguir urgentemente comida. Pescarla era impensable,
tengo pánico a las cañas. Me dediqué entonces a cazar peces con la escopeta
recortada que me regaló mi madre, experta amazona, antes de fallecer de un tiro
accidental en la nuca con un pan de pistola. El plan era perfecto: yo
dispararía al primer pez que localizara desde el tejado y Tobi, esta vez bajo
solemne juramento, sazonado con ciertas amenazas relativas a su integridad
física, se zambulliría a por el pescado para traerlo y compartirlo. Aunque las
diez primeras capturas las engulló él, eso sí, no muy lejos de donde yo
respiraba, enseñándome los dientes para mostrar quién era el amo, la undécima
fue toda para mí, y la degusté con alegría y agradecimiento, seguido de una
llantina salada y un hipo molesto que me acompañó el resto de la tarde.
Resignados a continuar nuestro crucero por el río, y añorantes de
la tierra que dejábamos atrás, confeccionamos una bandera y la atamos a la
antena del satélite. Al poco nos llegó una carta certificada advirtiéndonos de
que si íbamos a constituirnos en comunidad autónoma, tendríamos que aprobar unos estatutos, elegir
un representante, adoptar un modelo de financiación, y lo más importante, que
junto a la bandera que ondeaba en nuestro tejado debía colocarse la nacional y
la del euro. Espantados, nos desprendimos de la autonómica y en su lugar
colgamos una pirata. En pleno éxtasis de rebeldía gritamos “alabordaje” y
bebimos ron casero, hecho a base de alcohol de quemar aderezado con unas
gotitas de colirio, que debía ser colirio de garrafón por los días que nos duró
la resaca. Despertando de la nebulosa de aquellas jornadas, advertimos que nos
habíamos quedado estancados, no ya tanto en la cogorza adolescente, sino más
bien a orillas de un remanso helado. Tierra firme fría, sí, pero tierra al fin
y al cabo. Dejamos de ser dos en el instante en que de una patada eché de casa
a mi perro, antes rata asquerosa, conocida como Tobi. Achiqué el agua que
quedaba en la planta baja, repinté la fachada y vistiendo mis mejores
calzoncillos, enfundado en un cobertor, me dirigí a un poblado próximo que
resultó ser Zaragoza, con la sana intención de reintegrarme en la sociedad
maña. No pudo ser, y tras pagar una multa por escándalo público, volví a casa
cabizbajo y algo depre. Tobi reapareció para roerme la tibia en protesta por mi
traición, y nos dispusimos a pasar el invierno marginal de los desterrados. Una
anciana de noventa y dos años se convirtió en nuestra hadamadrina particular,
pues cada tarde nos traía sopa caliente con picatostes. Aprovechaba la vieja
tales merendolas para hacer ganchillo y narrar batallitas soporíferas, que yo
dormía tan a gusto, con los picatostes metidos en las orejas hasta la hora de
la cena. Tobi también contribuía a mi pacífico sorongo, liberando mi tibia
mientras sorbía la sopa y la “digestía” en el regazo de la cuentista. Justo
cuando estábamos cogiéndole el gustillo a esta vida suntuosa, y nos habíamos
avenido la vieja y yo en pareja de patinaje artístico sobre hielo, nos
sorprendió la primavera, y mi casa emprendió de nuevo su viaje. Aún recuerdo a
la veterana patinadora con los ojos llenos de lágrimas y el pañuelo lleno de
mocos agitándolo en ferviente despedida. Tanto lo agitó, que un transeúnte algo
ebrio y muy madrugador, mano en alto, y en su mano, un cartón de vino tinto,
nos brindó un eufórico: “que les den la oreja, que les den la oreja”. Eso
hubiera querido yo, una oreja de toro guisada y unos picatostes para pasar el
trago.
Inexplicablemente fuimos a parar al
mar. Bordeamos la costa plagada de giris bronceados y lugareños negros de
arrimar el hombro, hasta dar con un pequeño pueblo pesquero, o sea, Marbella. Atracamos la casa en el puerto
deportivo. Y allí, rodeados de yates kilométricos, chalés en la playa, casinos
y salas de fiesta, nos frotamos las manos dispuestos a vivir la vida loca. Nos
duró poco el momento alta sociedad, porque se nos embarcó por el morro un
político corrupto, que después de darnos un mitin sin globos ni nada, nos
obligó a salir pitando del puerto y del pueblecito, alegando un golpe de estado
de la mar que nos tuvo tres días pegados a la radio, por temor al exilio. Tobi
y yo nos desposeímos de cualquier documentación comprometedora con los
sindicatos, los partidos políticos, el realmadrid o el carrefour. Desprovistos
de toda identidad y compromisarios de la nueva causa que nos ocupaba, la
libertad, compusimos canciones y leímos manifiestos. El político se limitó a
visionar fútbol americano, y a llamar a sus amigotes para asegurarse las
espaldas y un recibimiento digno cuando arribásemos las costas de Melilla. Fue
visto y no visto: nada más llegar, agarró sus bártulos, se subió a un coche
oficial, y desapareció echando humo por el muelle. Solos y atontados por el
desgaste intelectual que había supuesto nuestra breve pero intensa
proscripción, nos felicitamos por encontrarnos otra vez en tierra patria. En
esta ocasión, aunque encallados, no me desprendí de Tobi: no en vano le
profesaba cierta querencia, sobre todo por el engorde de sus cuartos traseros,
que auguraban un asado sabroso y crujiente. Desembarqué de la casa en pos de
unas patatas que adornaran mi pitanza, y cuando regresé con las provisiones
bajo el brazo, hallé mi hogar a reventar de okupas. Primero fue una fiesta
botellón, luego una redada de la guardiacivil, y por último fue refugio de dos
hebreos, cuatro jesuitas y un indoasiático, que no dejaba de llamar a Tobi
“manjal” y de rociarlo de salsa agridulce. La convivencia de culturas fue un
desastre en sus empieces, pasando de la intolerancia religiosa a recitar el
catecismo, continuando con una crisis de fe compartida, y concluyendo con unas
jornadas de reflexión sobre el tute. Hermanados todos en torno a este juego de
cartas ancestral, vivimos unas jornadas de regocijo placentero. Mi casa se
transformó entonces en casino espontáneo, y para asegurarnos el negocio
hurtamos un ancla y la fijamos al fondo portuario. Henchidos de éxito, clientes
y dinero, y cientos de sanciones por abonar, hete aquí que llegó el verano y
con el bochorno del desierto mi casa comenzó a evaporarse. Asustado, pero con
el recuerdo de la hipoteca a medio pagar, me negué rotundamente a abandonarla,
mientras que mis parientes, maldiciendo en diferentes idiomas, empujándose unos
a otros y aferrándose a sus ganancias, se arrojaron sin dudarlo a la mar
salada. Literalmente en una nube viajamos mi perro y yo de vuelta a la
península y, tarareando “volverconlafrentemarchita”, llovimos sobre nuestro pueblo causando suma
algarabía, no ya por el agua que prometíamos, sino porque nuestra odisea había
sido acrecentada por boca de juglares y fabulistas. Dos semanas después,
reinsertados como héroes en la vida rural y aburridos como almejas, nos dejamos
arrastrar por un golpe de viento hacia el océano, proyectando eso sí, una
escala en Zaragoza para hacernos con la vieja, la sopa y los picatostes.
Genial, hermosa, genial.
ResponderEliminarUnos abrazos
Elena, muchisimas gracias. Un besazo
ResponderEliminarImaginación y colorido a raudales aderezado con humor e ironía. Enhorabuena, Montaña. Un saludo.
ResponderEliminarGracias, Manoli.
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