jueves, 8 de febrero de 2018

Sombras de prosperidad

Para negarme a la mina un relato minero.



«El viejo minero agarró su carburo y se ató el pañuelo a la cabeza. Su esposa permanecía clavada junto al fogón. El olor a achicoria impregnaba de amargura los besos de despedida. Reconocía en su pelo blanco sus propias canas, en su figura enjuta su misma estampa vencida por la edad,  en su boca sin dientes la falta irremisible de los suyos. “Vaya con cuidado”, suplicó ella acercándole el pico. Las mismas palabras que pronunciaba cada mañana desde hacía cuarenta años. “Descuide, mujer” –le contestó él sin convicción. Entreabrió la puerta de la casa levantada con sus manos, las cuadrillas de obreros jóvenes recorrían con energía los últimos metros antes de adentrarse en el pozo. La sirena apremiaba, el cambio de turno era inminente. Un golpe, dos golpes, tres... El anciano aguardó el sacudir monótono de las mazas sobre la roca. Arrastró los pies hasta alcanzar la embocadura y se asomó a la caldera: la jaula subía vacía. Echó los cierres con determinación y encendió el carburo. Dos golpes metálicos, pero la jaula no se movió. Repitió la operación, y la jaula no respondió al código aprehendido. Entrevió aproximarse la silueta del encargado. Le llamó por su nombre. El anciano apagó el carburo y descorrió los cierres:
        -¿Qué diablos hace aquí? Ya sabe lo que ordenó el ingeniero tras el accidente de ayer: este obrero no sirve más. Debe retirarse, ceder el puesto a otro que valga.
        Algunos trabajadores rezagados se arremolinaron en torno al viejo y al capataz. Otros muchos asomaron sus cabezas desde las galerías. El soniquete de hierro y piedra cesó. El anciano se resistió a salir del montacargas:
        -Yo no puedo retirarme, ¡no tengo de qué otra labor comer! Sé que me he vuelto viejo, que cuando resbalé ahí abajo casi me rompo la crisma, que ningún otro peón quiere trabajar conmigo, que a mis años soy un peligro para todos, pero no puedo marcharme así, debo continuar hasta el final –se le deslizó el pañuelo y descubrió una grave contusión en la frente.
        -Señor Valentín, -el encargado se ablandó ante el que había sido su maestro-. Con esta actitud me pone usted en un aprieto con la empresa, y  tengo dos criaturas que alimentar y otra que viene de camino. No puede hacerme esto, hombre, debe avenirse a razones.
        Los mineros, expectantes, sostuvieron la respiración. Intuían que al final de sus días les aguardaría idéntica situación de desamparo. Tras unos segundos de reflexión, el viejo Valentín despejó del elevador. El capataz le palmeó compasivo la espalda. Los demás feligreses le cedieron el paso con respeto. La figura encorvada, el carburo y el pico, salieron a cielo abierto. La cuadrilla ocupó la jaula y descendió a su sección. El capataz ojeaba las indicaciones del ingeniero plasmadas en su libreta cuando observó que el viejo regresaba.
        -Vengo a entregar el pico, no es mío, es de la empresa –argumentó con fatiga.
        -No se hubiera preocupado, Valentín, hubiera mandado a uno de los chicos a su casa…
        -Mi obligación es devolverlo –los ojos le brillaban profundamente.
        -Está bien, lo puede poner ahí, con el resto de las herramientas. Luego lo entregaré en su nombre, para que no se lo reclamen.
        El hombre asintió con apariencia sumisa. Alguien reclamó al capataz en la sala de máquinas. El tiempo justo de descuido para que el viejo se asomase al brocal, arrojase el pico al vacío y se arrojase tras de él.»


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