jueves, 26 de marzo de 2020

El secreto del Coronel, de Montaña Campón. Capítulos finales



¡VISTA AL FRENTE!

Paula se recupera en urgencias, tras el desmayo sufrido la mantienen en observación. Gonzalo permanece a su lado, no han conseguido contactar con Rita. Apenas intercambian palabra, el vacío entre ellos es impracticable. Un doctor pasa la visita y le estrecha afectuosamente la mano:
–¡Enhorabuena, hombre! Van ustedes a convertirse en papás. El desmayo es producto del caos hormonal de las primeras semanas, pero descuide, Paula ¿se llama Paula?, le daré algo flojito para que el malestar desaparezca. Dentro de nueve meses tendrá un malestar con nombre y apellidos, un malestar persistente en su casa al menos hasta los treinta, si no, que se lo digan a mis hijos, que no hay manera de que se independicen. Se han aferrado al cuarto juvenil y ya rozan los cuarenta, imaginen, ¡qué espíritu! ¡qué país! ¡qué vida ésta!
Al quedarse solos, Gonzalo felicita a Paula con un beso espontáneo en la frente. Ella está encantada, quiere telefonear a Martín, contarle lo del embarazo, y lo de los próximos treinta años de malestar que les ha vaticinado el facultativo. Solicita a Gonzalo que le alcance el móvil y él sale de la habitación para que disfrute la privacidad de un acontecimiento que, se figura mágico, al tiempo que inalcanzable. Visita la máquina del café para ahogar su melancolía en leche en polvo con sacarina líquida. Una joven monísima, con un busto monísimo, la emprende a patadas con el aparato, exigiendo a golpes la devolución del cambio.
–Siempre igual... –asegura. ¡Esta máquina no es más que un fraude!
Gonzalo titubea antes de insertar su calderilla. Se dirige a la energúmena cañón:
–¿Seguro que no funciona?
–¡Nunca funciona! Ya te digo yo que es un timo.
–Hay bar en la planta baja ¿no? ¿Me acompañas a comprar café?
La chica acepta la convidada. Viene a menudo, comenta, en su negocio siempre hay clientes con percances. Una brecha, un ojo morado, un coma etílico… Ella siempre los traslada al hospital: lo considera gajes de su profesión. ¡Ah, esa… profesión! Por cierto, ¿cómo te llamas, preciosa? Yo, Mariola. Hola, Mariola, eres muy guapa. Mi nombre es Gonzalo, y desde hoy, no tengo en cuenta las profesiones. ¿Te apetece cenar conmigo?
            Gonzalo regresa a la habitación de Paula. Mariola y él han optado por cenar en el apartamento. Es super tarde y su frigorífico está semivacío, pero comprarán unas pizzas en cualquier local que les caiga de paso. Mariola es sexy, es divertida, sabe escuchar y cobra quinientos la noche. Gonzalo se sorprende contento. Mañana, con toda probabilidad, no tendrá tiempo para arrepentirse. Paula duerme plácidamente en su cama reclinable. Le entristece no poder despedirse, pero se alegra de corazón por ella y su consorte. Al salir, echa un último vistazo de control, el teléfono parpadea presa de una llamada, puede que sea Rita, y Gonzalo no se resiste a contestar:
            –Sí, dígame –susurra por respeto a la durmiente.
            –¿Paula? –la voz masculina denota extrañeza.
            –Sí. Bueno no, en estos momentos no puede ponerse. Está dormida.
            –Dormida, claro... ¿y tú quién coño eres? –la voz masculina denota un mosqueo de narices.
            –Gonzalo, Gonzalo Garrigues al aparato.
            –¿El que se tiraba a una tal Úrsula mientras seguía comprometido con Paula? –la voz masculina denota incredulidad. 
            –El mismo. Entiéndame, no me siento orgulloso de todos y cada uno de mis actos...
            Martín suspendió cualquier comunicación con Paula desde ese preciso instante.




¡ROMPAN FILAS!

            Todavía hace frío en la capital, marzo es un mes indeciso. Martín ha pedido autorización para llegar tarde al trabajo, tiene un evento importante al que asistir. Sabe que apenas podrá acercarse, los buitres revolotearán cerca para proteger su hacienda.  Pesa sobre él una orden de alejamiento injusta, una orden que ha incumplido en numerosas ocasiones, pero que hoy, en el funeral de doña María Elena, no tendrá más remedio que acatar. Se pertrecha en una bajada del camposanto, tras los arbustos secos de un parterre, desde allí podrá presentar sus respetos a la difunta sin que nadie se percate. Durante los meses que ha durado su confinamiento en una institución psiquiátrica, él ha constituido su única compañía. Tras aclarar el suceso del cadáver, Martín quedó exonerado de cargos, pero la familia no fue tan benevolente con él. Encerró a la vieja y expulsó al matrimonio a la calle. Martín no había vuelto a ver a Paula. La noche de su conversación telefónica con Gonzalo, tomó la determinación de separarse de ella. No quiso saber de explicaciones, no imaginaba disculpa posible. Él se ausenta de Madrid y Paula se acuesta con su ex. Gonzalo se lo había dejado clarito: "Ella no puede ponerse, está dormida". Solo y en la calle, halló refugio en doña María Elena. La visitaba domingo sí, domingo también, y pasaban la tarde al sol, observando los peces del estanque, rumiando las pérdidas y las ausencias. El coronel, tras la exhumación de su hermano, no volvió a manifestarse. Todos quedaron convencidos de que él lo había asesinado, que no podía descansar en paz con un crimen tan atroz a sus espaldas. Pero doña María Elena le confesó, en una de sus visitas domingueras, que había sido ella la que se había cargado a su cuñado. "Tuvimos una aventura, Martín, un error terrorífico. Mi esposo, el coronel, me dedicaba escasas atenciones, siempre ausente, haciendo la guerra, aunque fuera consigo mismo. Sucumbí a los juegos seductores de su hermano y mantuvimos una relación complaciente y discreta. Pero él pretendía más, quería que me separase. ¡Separarme yo! ¡En mi época! ¡Qué desfachatez! Entonces se volvió loco. Me amenazó con contarlo todo, con revelarle al coronel nuestra aventura, con darle detalles de nuestras 'prácticas de alcoba'. Como no atendía sus razones, quiso asesinarme. Me citó en aquel apartado del bosque, yo acudí con el pánico instalado en las rodillas. Cuando me apuntó con la escopeta pensé que se trataba de una broma macabra. Pronto comprendí la gravedad de su plan. Le supliqué que desistiera de sus intenciones, que me permitiera vivir, que pensara en sus sobrinos. Pero él no estaba dispuesto a dejar que marchara.  Hundió el arma sobre mi pecho, y yo aproveché un instante de descuido para zafarme de él. El coronel me había enseñado a defenderme, ya sabe, cuando jóvenes. En el forcejeo por la supervivencia mis dedos apretaron el percutor. Cayó fulminado junto a mí. Era temporada de caza, a nadie le salió de ojo un tiro. Lo enterré con gran esfuerzo, Martín, en la bolsa y en la zanja destinadas a contener mi propio cadáver y la época de nieves consumó la ocultación. Pronto surgieron en el pueblo los rumores de que habían sido los republicanos, y mi marido perdió el norte. No asimiló jamás la desaparición de su hermano. Tomó represalias contra sus vecinos, permitió que el yugo de la represión oprimiera sus gargantas. Cuando el dedo acusador se volvió hacia la hipótesis del fratricidio, nos trasladamos a Madrid. Cuantas veces, Martín, cuantas veces, estuve a punto de contarle lo que sucedió en realidad. Pero la angustia de mi corazón impedía la confesión de mis labios. Cuando cayó enfermo me figuré que se daba por vencido. En fin, la experiencia vivida nos enseña que nunca dejó de buscar. ¿No lo cree usted así?" Él enjugaba su desesperanza y le tomaba la mano con respeto pues, a pesar de todo, no veía a la vieja como una homicida. Doña María Elena le evocó siempre al café con galletas, y así quiso mantenerla en su memoria.
            El ceremonial, con escasos asistentes, ha terminado. Martín está dispuesto a irse, pero una mujer voluminosa le interrumpe la salida:
            –Paula... Estás... embarazadísima.
            –Pues casi de nueve meses, Martín –dijo ella, más atractiva que nunca.
            –Me alegro muchísimo por vosotros –mintió–. ¿Te has enterado de lo de la vieja?
            –Claro... He acudido por ella, y sobretodo, para verte a ti. Supuse que vendrías, y nunca permitiste que te explicara...
            –Puedes hablar con mis abogados –interrumpe, a la defensiva. Sé que el acuerdo es una mierda, pero acabo de encontrar trabajo, repongo botes de gel en una gran superficie, el sueldo es infame, habito una caravana, ¿qué más puedo ofrecerte?
            –No he venido por dinero, Martín, de hecho, he recuperado mi antiguo empleo y mi antiguo salario –alega ella alegremente.
            –¡Qué fortuna! –ironiza. Tu antiguo novio, tu antiguo empleo, tu antiguo salario... Y dime, chica con estrella ¿para qué quieres ver a tu antiguo marido?
            Ella le propina una bofetada por respuesta. Martín la recibe sin inmutarse.
            –¡Pues para que te enteres de una vez de que nunca estuve con Gonzalo! ¡Ni aquella noche, ni ninguna otra noche, ni estaré jamás! –resopla por el esfuerzo–. Cuando Gonzalo contestó tu llamada yo permanecía grogui en una cama de urgencias. Minutos antes había intentado sin éxito ponerme en contacto contigo. Tuve un encuentro con él a tus espaldas, lo admito, pero ¡no sucedió nada! ¡Lo juro! Martín, yo te quiero, siempre te he querido, y no puedo soportar la idea de que nuestra hija crezca sin su padre...
            –¿Nuestra hija? ¿La que está dentro del bombo? –señala el barrigón ovalado.
            –La misma… Es tuya… Es nuestra hija, Martín.
            –¿Y lo del niño Javier que estudiará para abogado?
            –Haberte esmerado más, las quejas al gobierno.
            –La podemos llamar Elena, en memoria de… ya sabes –hace señas con la cabeza.
            –Elena es precioso, pero mi madre insiste en ponerle Rita, y a mí me molaría llamarla Silvina, como mi abuela.
            –¿La de la querencia al vitriolo?
            –La misma, una adelantada a su tiempo. ¿No te parece?
            Martín arruga el ceño en señal de protesta. Ella sonríe y abandonan el cementerio cogidos del brazo:
            –Y por cierto... ¿Tú no tienes nada que declarar sobre una tal Mariola? ¿Cómo era aquella otra? ¿Tana?
            Martín esquiva el estoque:
            –¿Te he dicho ya que tengo trabajo? Sí, de reponedor, es complicado, no creas –recita como de corrido: los botes grandes al fondo, y los pequeños al frente. Los geles femeninos por precio, los masculinos por colores. El gel de lavanda, un clásico, no soporta al otro clásico, el de los limones del Caribe.  Las promociones del dos por uno trastornan a los clientes, y si con el gel regalas el desodorante… Es un no parar. Siempre hay algún espabilado que retira el precinto y los olisquea, y he llegado a pillar a varios estudiantes esponja en mano. Lo mejor de todo son los desayunos, tenemos autoservicio, y mi turno, que acaba a las doce del mediodía.
            Paula disfruta de sus ocurrencias y le agarra aún más fuerte. Están a punto de subir al coche, una berlina de la empresa de ella, en pos de la caravana, cuando un par de hombres, chaqueta al hombro y corbata al cuello interceptan su partida:
            –¿El señor Martín Sarmiento Peñote?
            –Según quién lo pregunte… ¿Quién lo pregunta?
            –Notarios reunidos del Oeste –le tienden una tarjeta. Lamentamos interrumpirle, señor Sarmiento, pero debe acompañarnos.
            Paula dice: “Ve, cariño, luego almorzaremos juntos”, pero Martín no cede a soltarse de su brazo: “Tengo miedo de perderos otra vez…” cuchichea, para desesperación de los empleados de la notaría. Paula le despacha con un beso en los labios, como aquél que le regaló cuando él era un cobrador de seguros y ella una clienta explosiva. Martín consiente entonces y se pone a disposición de los dos desconocidos.
           
Serpentean por las calles de la ciudad hasta llegar a las oficinas. Entra con determinación en el despacho que le indican. En torno a una mesa kilométrica, presidida por un caballero orondo que supone que es el notario, se encuentran los cinco hijos de la difunta, el señor cura del pueblo y el conserje al que extorsionó para que se aviniese a razones. “¿Éste qué hace aquí?” –protesta al verlo el hijo mayor de doña María Elena. “Ha sido llamado a esta reunión por voluntad de su madre, señor Bonilla” –replica el notario con acento repipi. “En vista de que estamos todos los convocados, voy a proceder a abrir el testamento de la difunta…” Dicho esto, un secretario con librea se hace visible en la sala, y le acerca una carpeta a rebosar de manuscritos. Se los muestra al señor cura y al conserje, que están de acuerdo en reconocerlos como aportados por ellos.
            –Pues bien, –reanuda el notario–. Aunque doña María Elena, al parecer, había otorgado testamento hace muchos años, estos señores han presentado un testamento posterior y ológrafo, visado por el juez de primera instancia, que yo, notario colegiado de Madrid, doy por válido, pues cumple los requisitos de tiempo y forma necesarios para superponerse a cualquier documento testamentario anterior.
            Un murmullo de protesta entre la prole hace callar al notario. Exige silencio y retoma la lectura del manuscrito con total solemnidad.
            “Yo María Elena de Garmendia y Soler, viuda del coronel Leopoldo Bonilla Bonilla, en pleno uso de mis facultades mentales y físicas, tal y como disponen por unanimidad los tres forenses a cuyos exámenes me he sometido por deseo expreso de mis hijos, por la simple circunstancia de querer poner en manos del mayor el usufructo de un automóvil marca volvo por falta de uso, y con número de bastidor YV1VW708022F857362, dispongo que, la totalidad de mis bienes aquí inventariados, pasen a manos de los habitantes de mi pueblo, como muestra de la voluntad de la familia Bonilla–Garmendia de resarcirlos, en la medida de lo posible, de cualesquier injusticia que hayamos podido inferir en el pasado. No es éste un tiempo para lamentaciones, es tiempo de reparación y perdón. Sólo así podremos mirar al futuro con energía y esperanza.
En otro orden de cosas, quiero aclarar mediante estas pocas letras, que mi esposo, el coronel Bonilla, jamás atentó contra la vida de su hermano. Es más, falleció sin conocer ni su paradero ni su triste final. Al verdadero responsable, me lo llevo conmigo a la tumba, con la certeza de que la persona a la que he confiado la verdad de lo ocurrido, sabrá guardarla para siempre, pues recae sobre sus hombros el secreto de confesión.
A Martín Sarmiento Peñote, que ha cuidado de mí como un hijo carnal, según sus propias palabras, le corresponde en herencia la casa donde convivimos junto a su esposa, y todos los enseres que contiene, para que algún día puedan compartirla con esa criatura que tanto desean, y que seguro alumbrarán a este mundo, de eso no me cabe duda.
Y en cuanto a mis hijos, no les dejo más herencia que el volvo arriba indicado. Espero que sepan compartirlo, y no se maten por él.
Es voluntad que firmo, en presencia de don Leandro Román Cifuentes, el párroco del pueblo, y don Alberto García Correosa, conserje interino del Centro de Educación Infantil.  En la provincia de Cuenca, a cinco de agosto del año corriente.”
El notario carraspea al concluir la lectura. Acompañaban al manuscrito en cuestión, los informes de los forenses y el inventario de bienes. Los hijos se escupen acusaciones entre sí. Martín no da crédito a lo sucedido. El notario ofrece a los presentes la mano, aclara interrogantes sobre la legítima y abandona la sala. El cura y el conserje se despiden de Martín y le dan la enhorabuena. Los hijos aseguran a voces que “¡Se verán las caras en los tribunales!” Martín hace oídos sordos a las palabras intimidatorias, les dedica una sonrisa y sale a la calle.

Madrid se agita de actividad. Con las manos en los bolsillos y encogido el corazón, se encamina hacia la boca de metro más próxima: Paula le aguarda para comer. Al bajar las escaleras, un desconocido le tiende un periódico gratuito. Varios ancianos en perfecto estado de revista aparecen en la fotografía de portada. A pie de foto esta reseña:
“Conflicto diplomático en el peñón. Decenas de militares retirados han tomado la frontera en nombre del ejército español, y han exigido la rendición de los guiris y la devolución inmediata del territorio usurpado. La reina se ha puesto en contacto con las autoridades de la roca para estudiar el alcance del problema (…)”
Martín se debate entre la risa y el llanto. Sin poder resistirse, embarca en el suburbano riendo a moco tendido y llorando a carcajadas.
                                                                                             


Montaña Campón

miércoles, 25 de marzo de 2020

El secreto del Coronel de Montaña Campón. Capítulos 22 y 23



UN

Martín apura su cigarrillo y vuelve al interior de la casa. Doña María Elena ya no dormita en el salón. Alarmado, rebusca por todas partes, y la halla en la cocina, al pie de lo que parece una ser despensa sin avituallamiento disponible. Martín reincide en postularse como voluntario para comprar la cena. La vieja se recompone, toma un rifle oculto en fondo de la despensa y ordena:
            –No es momento de pensar en víveres, capullo. Nuestra última misión aguarda, y no debemos demorarnos ni un minuto más. Agarre esa azada y ¡cúbrase, soldado!  Si no quiere que lo empapele…
            Martin obedece trastocado por el peligro y se calza un puchero en la cabeza. El coronel sale disparado patio a través, con el arma prendida del hombro. Martín lo sigue de cerca, y toma un machete por si las moscas. El coronel escala la empalizada trasera, y sale al bosque con paso firme. Un, dos, un, dos, Martín salta detrás. Un dos, un, dos, un, dos, un, dos. A unos quinientos metros, bajo la protección de un cielo ramoso, el coronel frena su avance.
            –¡Aquí, Sarmiento! ¡Cave aquí! –enciende una bujía.
            Martín acata las indicaciones del sujeto armado. Ahonda trabajosamente la tierra dura, la sequía estival ha compactado el terreno. El coronel lo exhorta desde su posición de supremacía. De repente, a Martín se le pasa un mal pensamiento por la cabeza: “¿Qué hago yo cavando en medio de la noche, en un paraje apartado, a solas con una vieja perturbada, pertrechada como un coronel retirado del ejército?”
            –Mi coronel, ¿podría un soldado raso conocer la magnitud de la tarea encomendada? ¿Qué buscamos exactamente? ¿Por qué únicamente cavo yo?
            –¡Usted a lo suyo! Y no pregunte, soldado, no quiera saber tanto como su superior.
            –Pero…
            –¡No hay peros que valgan! Siga cavando y… ¡chitón!
Martín comprueba con espanto que le retira el seguro al rifle. Baja la cabeza y sigue sacando tierra con ahínco. Teme no regresar a casa nunca, no ver a Paula jamás, no poder hincar el diente a ese cochinillo rico…
–¡Un jabalí, mi coronel! ¡Cuerpo a tierra!
El mando se arroja al hoyo. El jabalí olisquea su presa desde el borde. Martín agarra el arma y apunta al animal. Los humanos apenas se mueven. El jabalí mide sus fuerzas, emite un gruñido desaprobador, y se marcha. Martín levanta el rifle jadeante, presiente que el bicho les ha perdonado la vida.
–Muy bien, Sarmiento –celebra el coronel–. Por fin mi labor de adiestramiento obtiene resultados. Ha estado cabal en este lance, recluta.  Siga así, y es posible que le recomiende para ascensos venideros.
Martín no suelta el arma. Dirige tembloroso su cañón contra el coronel. "Puedo matarle, matarla, matarles..." –cavila. El coronel no parece perturbado, diríase que no experimenta sensación de riesgo. Martín lo saca de la zanja a culatazos. Después, toma impulso contra el suelo para auto–izarse, y al pisar con fuerza la tierra, siente que algo cede bajo sus zapatos. Un rumiar de plástico podrido paraliza su ascenso. “¿Qué diablos?” –se pregunta, mientras trata de destapar el objeto con el tacón.  Recurre a las manos para ayudarse, y descubre, con horror, un saco enorme de basura con una sospechosa silueta humana en su interior. Martín se cuartea las uñas por escabullirse del agujero. El coronel grita:
–¡Hermano! ¡Queridísimo hermano!
Y se lanza de cabeza al hoyo. Eufórico perdido se abraza a la bolsa semienterrada. La besa y la estruja a partes iguales. Martín, en estado de shock por el hallazgo, se sienta junto a la bujía. No habla, casi no respira, y tiene unas ganas irrefrenables de llorar. Ganas que se acrecientan cuando escucha a sus espaldas esta temible expresión:
–¡Alto a la guardia civil!
Entonces, para Martín, el mundo se para en seco.


¡ATENCIÓN... FIRMES!

Rita se apea del taxi y paga al conductor. Está contenta, pero no tanto como para dejar propina. Su plan ha sido perfecto: ha reunido a Paula con Gonzalo, ha dado esquinazo a su marido, y dispone de unas horas libres para dedicarse a su nueva conquista. Simon360, es decir, Roberto, la aguarda en la cafetería de ese centro comercial, junto a los cines clausurados y la bolera infantil. Rita está emocionada, esta vez no hay posibilidad de error. Todavía conserva en la retina el bochorno que sufrió cuando maduritodespechado6 se dio a conocer. Pagar la terapia era lo mínimo que podían hacer por ella. Su marido insistió en aquellos términos, y no tuvo valor para negarse. Ahora sería diferente. Se había asegurado, le había enviado fotos, las había recibido también. Por esta razón había planificado el viaje, por hacer posible el encuentro material con su amante virtual. Busca una mesa en la cafetería y elige el helado convenido: tres bolas de chocolate con sirope de pera. Junto al copazo de glucosa y la cucharilla de plástico, concurren una pareja de mediana edad y un adolescente con las orejas rojas de rubor. Todos toman asiento en torno a Rita:
–Así que… ¿es usted? ¿Es que no tiene vergüenza? –espeta la que parece ser la madre del muchacho.
–¿Cómo dice? Creo que se han confundido de persona… 
–¡Y una porra, confundidos!
–Tranquila, Leonor, permite a la señora que se explique… ¿Chatea usted?
–¡Y a usted que le importa! –contesta Rita, sin poder quitar la mirada del adolescente colorado.
–¡Yo le arreo, Roberto, yo le arreo! –berrea la madre cada vez más excitada.
–¿Roberto? –Rita comienza a atar cabos…
El adolescente y su presunto progenitor levantan la mano a la vez.
–Roberto Campurriano, padre e hijo aquí presente. Mire señora, la hemos pillado. Usted ha sido identificada como tetiwoman63, y ha contactado a través de chat con simon360, que no es otro que este crío de dieciséis años, hijo de esta señora y de un servidor. No la hemos denunciado a menores porque él nos ha jurado y perjurado que jamás le dio pista de su edad verdadera, o de su aspecto físico, es más, le enviaba fotos tomadas a un vecino, al que también habremos de ofrecerle una explicación.
Los tres se incorporan y la madre aprovecha y suelta un sopapo al chico. Rita desea que la tierra se la trague.
–Un consejo señora, antes de enviar por internet retratos en liguero, asegúrese de que el receptor ha cumplido al menos dieciocho años.
Rita inclina la cabeza reconociendo sus pecados. Con este acto de contrición se dan por satisfechos, y los ve descender en familia acarreados por una escalera mecánica. El chico se queda atrás, fuera de la vista de sus padres y le lanza un último beso. Ella lo rechaza con desdén.
–¿Se va a zampar todo el helado, Tetiwoman?
Su marido se acomoda frente a ella. Rita está a punto de derrumbarse, pero él le tiende la mano y reitera su amor eterno. Como dos adolescentes comparten helado y confidencias.
            –Pero... ¿qué hora es? –se sorprende ella, al comprobar que se han quedados solos y les apagan las luces.
            –La hora de regresar a casa, cariño. La hora de regresar...



martes, 24 de marzo de 2020

El secreto del Coronel de Montaña Campón. Capítulos 20 y 21




UN

Martín se vuelve al escuchar abrirse la puerta. El conserje, extenuado, y con un montón de folios bajo el brazo le impele a regresar a la casa: "Prácticamente hemos terminado, señor. Doña María Elena ha pedido confesión…"  Martín abandona el taburete con serias dificultades, y con serias dificultades se encamina a casa de la vieja. Tras dos intentos fallidos de penetrar en hogares ajenos, en los cuales le reciben con sendos escobazos, da con el adecuado justo a tiempo de despedir al señor cura:
            –¡Vaya cogorza luce! –espeta el clérigo tapándose la nariz para defenderse del olor a bebida de alta graduación y baja calidad.
            –¡Y usted que me la bendiga! –contesta el laico cerrándole la puerta sin más explicaciones.
            Doña María Elena reposa despatarrada sobre un orejón. La vitalidad de la mañana se ha esfumado de su rostro y de sus extremidades. Martín se aproxima prudente y le toma la mano con afecto:
            –¿Puedo ayudarla en alguna cosa? ¿Encargo cena? ¿Prefiere una cervecita?
            La vieja emite un ronquido por pura contestación. Martín la arropa con la sábana amarillenta del ejército: “Seguro que ambos conocieron tiempos mejores...” –se dice, y sale a fumar un pitillo al patio. Varios limoneros atestiguan su repentina melancolía. Al fondo, el sol puja por quedarse, y la luna, y alguna que otra estrella madrugadora, le apremian a seguir su camino. Martín piensa en su esposa. Sabe que las cosas no están como deberían. En las últimas cuarenta horas, Paula le ha pillado en un burdel, con Mariola indiscreta al aparato, y le ha sorprendido rodeado de señoritas en bolas, léase Tana y compañía.  En el platillo de la balanza a su favor pesa el haber recuperado a la vieja, pero por más que visiona la balanza, de un lado doña María Elena roncando, y del otro, Mariola, Tana y la compañía, la balanza se precipita de todas todas hacia el lado de las pelanduscas. Poco a poco la noche se materializa en oscuridad, y Martín empieza a verlo todo muy negro.

           
DOS

Paula baja del taxi muy alterada. Le tiemblan cada una de las terminaciones nerviosas de su cuerpo. Su madre la ha abofeteado con la excusa de calmarla, pero solo ha conseguido colorearle las mejillas con unas ridículas rojeces con forma inequívoca de dedos.  Al entrar en el restaurante se observa en un espejo: la imagen, fantástica, pese a las huellas dactilares de su progenitora; el interior, un desastre verdadero. Gonzalo irrumpe en la escena para recibirlos: “No se preocupe, son mis invitados” –despacha al maître. Rita se deshace en besos en el aire, y el padre le aprieta la mano con visible antipatía. Paula recibe azorada los dos besos que acarician sus mejillas aún doloridas:
            –Estás preciosa, como siempre. Pero, ¿qué te has hecho en la cara?
            –Se ha golpeado torpemente al salir del taxi –se apresura a replicar la mamá.
            Gonzalo, más servicial que nunca, las despoja de los echarpes. Regresa con los tickets del guardarropa y les conduce hacia la mesa. “Una de las mejores del local, junto a una ventana con vistas a la avenida” –corrobora Paula para sus adentros, conocedora de los gustos sibaritas de su ex. A punto de ocupar el asiento, vibra el móvil de Rita. Lee con avidez el mensaje entrante y refiere en tono de disculpa:
            –Me ha surgido un imprevisto y no puedo acompañaros en esta velada tan maravillosa...
            Paula le dirige una mirada homicida preguntándose y preguntándole “¿Un imprevisto? ¿En Madrid? ¿Estás de coña?”  Pero Rita no se da por aludida, propina besos acá y acullá, incluso amaga con besar al maître, y abandona el local con rapidez. Su padre, un tanto avergonzado, se despide de su hija: “Voy a sacar a tu madre de un aprieto” –susurra, y sacude una colleja a Gonzalo: “Gonzalín, ándate con pies de plomo que ya no te paso ni una...” –intimida. “Vaya sin cuidado, suegro, vaya sin...” Gonzalo no se atreve a terminar la frase, la cara de desaprobación del susodicho le incita a callar la boca. 
            Instantes después y a solas frente a frente, Paula es incapaz de articular palabra. Gonzalo parlotea tratando de hacerse con el control, pero ella lo escucha lejos, lejos, como si le hablase desde el interior de la botella de vino espumoso que les han servido para empezar.  El camarero les presenta la carta y Paula la estudia de pe a pa. Pertrechada tras decenas de platos exquisitos se presume segura. Quiere huir de allí, marcharse, abandonar esta pantomima del pasado. Pero Gonzalo insiste en recomendarle entrantes para abrir el apetito:
            –¿Qué te parece la ensalada de foie con algas marinas y cardillos monteños? –interpela asomando la cara por encima del menú.
            –Demasiado verde... –contesta ella con apatía.
            –¿Y el carpaccio de jabalí regado con aceite puro de olivilla cacereña?
            –Demasiado crudo…
            –¿Y el revuelto de bacalao de estanque con setas de río?
            –Demasiado dulce… Mira, Gonzalo –reacciona–. Esta reunión no tiene sentido alguno. Tú y yo, solos, cenando, después de tanto tiempo, después de tanto sufrimiento, ¿pero qué sinrazón es ésta? –dice, poniéndose en pie y alzando la voz.
De repente, la cena de los presentes se convierte en cena con espectáculo. El maître dispone encarecer cuatro euros por cabeza. Gonzalo intenta tranquilizarla, pero Paula está fuera de sí:
            –¿Que me tranquilice? ¿Que me tranquilice? ¡Y una mierda!  Me dejaste tirada en el altar y te largaste ¡con mi mejor amiga!
            El público exclama: ¡aaaala!
            Gonzalo intenta explicar lo inexplicable. Algún oyente grita: ¡fuera! Y Gonzalo se sienta abochornado. Paula se compadece de él y ocupa su silla, dando por finalizado el folletín. Los comensales retornan a sus filetes, fríos en su mayor parte. Paula recapacita y resuelve:
            –Gonzalo, yo no deseo tener nada contigo. Hubo una vez que sí que te quería, que lo hubiera dado todo por ti. De hecho, lo hice: renuncié a todo tras tu abandono miserable. Estos días atrás, desde que mi madre me habló de tu regreso, reconozco que he estado confundida, pero al verte, al rozarte, he caído en la cuenta de que lo nuestro se acabó, quizá cuando te marchaste con Úrsula, segura estoy de que mucho antes.
            –¿Tanto me odias que no puedes compartir una cena conmigo? –suplica Gonzalo.
            –El caso es que ni siquiera te odio. Simplemente, tengo un candidato muchísimo mejor para cenar todos los días.
            Y dicho esto se dirige a la salida dispuesta a marcharse, entre los aplausos de los más allegados a su mesa, que no habían desconectado del todo la parabólica. El guardarropa le tiende su chal. Ella se desmaya antes de alcanzar la calle.


domingo, 22 de marzo de 2020

El secreto del Coronel de Montaña Campón. Capítulos 18 y 19




UN

Martín duda de que tanto el señor cura como el maestro quieran acompañarle, pero sale a la calle con el mandado, y a ver si de corrido encuentra un bar donde tomar un desayuno digno y por fin, a solas. Topa, junto la iglesia y la fuente, con el único bar del pueblo. El propietario, hombre pequeño donde los haya, levanta el cierre en el mismo momento en el que Martín dobla la esquina. El paisano le mira como si de un gigante se tratara y le interroga a modo de saludo:
            –¿Qué se le ofrece, compañero?
            –Pues la necesidad fisiológica de un café con porras.
            –Churros no hacemos, pero le puedo servir tostadas a la catalana, hechas aquí, en la provincia de Cuenca.
            –¡Viva la globalización! –no puede reprimir Martín.
            –¡Y viva el jamón serrano! –contesta el tabernero dando luces por doquier.
          Martín mastica la tostada despacio, degustando la exquisitez del curado que le ha proporcionado el patrón. Éste, tras ingerir un aguardiente, retoma la entrevista:
            –¿Es usted de por aquí?
            –No, qué va, soy de Madrid, metro cuatro caminos.
            –¿Y qué le trae por el pueblo? ¿Negocios...? ¿No irá a montar otro bar?
            –Descuide, hombre. Acompaño a… No creo que usted la conozca, tal vez de oídas, traigo a la viuda del coronel Bonilla. Se ha empeñado en pasar unos días aquí, y no hemos podido negarnos.
            El interlocutor se sirve otro aguardiente. Martín declina la oferta.
            –Sepa usted que no suelo meterme en cuestiones que no son de mi incumbencia, pero esa familia que nombra, los Bonilla, no son bien recibidos en este pueblo. Cuando vivía el coronel se cometieron ciertos atropellos, entiéndame, con los mejores auspicios del  régimen.  Fue a raíz de la desaparición de un hermano del difunto, según cuentan de mano de los derrotados, cuando el coronel permitió que se tomaran represalias contra sus vecinos. Sin embargo, las malas lenguas aseguran que el mismo coronel se encargó de ajusticiar a su hermano, por una cuestión tan doméstica como los celos, ¡vaya usted a saber!
            Martín no da crédito a las palabras de su confidente. El coronel, ¿un opresor? ¿un fratricida? Y en ese caso... ¿cuál era el papel de doña María Elena? Y él, ¿había estado las últimas veinticuatro horas a las órdenes de un psicópata? Toma el vaso ajeno de aguardiente y se lo bebe de un trago. Paga y sale a toda prisa, ante la mirada atónita del hostelero, que se guarda ladinamente las vueltas.
            Conviene en cumplir al dedillo las exigencias de la vieja por temor a hostilidades. Acude a la iglesia y pide al señor cura que le acompañe. Éste accede no de muy buena gana, pero el maestro se niega en rotundo, escudándose en que es día no lectivo. En vista de su fracaso, Martín pseudosecuestra al único habitante del colegio, el conserje, bajo amenaza firme de opositar a su número de plaza, que presume que ocupa de forma interina. La arriesgada argucia resulta eficaz y el susodicho se somete a sus órdenes, a sus pies, y a lo que haga falta. Penetra en el despacho jactancioso, escoltado de cerca por sus dos nuevos adeptos. La vieja dormita sobre una mesa.
            –Doña María Elena, disculpe la tardanza, he aquí a los individuos que requirió –anuncia, como si de dos paquetes se tratara–. El señor maestro no estaba disponible, pero he traído al conserje, que se ha ofrecido con la amabilidad y diligencia que caracteriza a nuestros queridos empleados públicos.
            La mujer se incorpora para recibirlos y despide a Martín. Los asuntos allí tratados no son de su interés.  Estando el señor cura y un escribiente, no precisa de su compañía, es más, le resulta un incordio. Con estas palabras lo pone en su conocimiento. Martín abandona la estancia afectado y se arrastra hasta el bar, no en vano se acerca la hora del almuerzo.

           

DOS

La mañana se pasa volando, la tarde promete la misma premura. Paula no encuentra actividad útil o inútil en la que dispersar su mente. Gonzalo volvía y lo hacía con fuerza. Martín, en cambio, empequeñece por momentos. Casi no escucha sus protestas desde el rincón dónde lo ha desterrado tras su conversación a tres y media. Entona un "nomeolvidesPaula" casi imperceptible. Y Paula olvida. Y mientras olvida desempolva fotos pretéritas: Gonzalo y ella en París, Gonzalo y ella en Cancún, Gonzalo y ella en Laponia. "¡Qué vida más bella aquélla!" –suspira, y mira en derredor a su persona. Ahora sólo dispone de un catre con dosel y decenas de facturas por abonar. Rebusca en la mesita de noche para rescatar las fotos más recientes con su marido, y hacer una comparativa objetiva. Martín y ella en las ferias del polígono, Martín y ella en el bocapizza, Martín y ella en el fotomatón de la esquina. De repente, experimenta odio por el polígono, por el bocapizza, por el fotomatón, y por el mismo Martín, que la ha abocado sin más a esta forma de vida cutre y sin sentido. En plena melopea de rencor, pierde la consciencia y abraza a Morfeo. Con las primeras tinieblas la despierta su madre, con su recién adquirida vocación de gallo kiriko. El tiempo justo para acicalarse, el tiempo justo para acudir a la cita. Rita cacarea lista para salir, el taxi viene de camino: la suerte está más que decidida.

           

sábado, 21 de marzo de 2020

El secreto del Coronel de Montaña Campón. Capítulos 15, 16 y 17




¡PASO SIN COMPÁS!

Paula, en cambio, tiene una pesadilla horrible. Su abuela regresa del más allá de la mano de Martín: “No he encontrado a doña María Elena, pero traigo a esta señora que se ha ofrecido a ayudarnos desinteresadamente.” La abuela demanda un anisado nada más entrar por la puerta. “¿Cómo se llaman mis retoños?” –inquiere, tratando de inocularse el papel en vena. “Martín, ¿cómo crees que vamos a colarle otra vieja a sus propios hijos?”. Él contesta desde el fondo del mueble bar: “No sé Paula, como se presentan tan de tarde en tarde…” “¡Pero si doña María Elena le saca dos cabezas en estatura, aparte de la chepa que luce la que te cuento! ¿Qué vamos a hacer con la chepa, qué vamos a hacer?” –lloriquea con histeria, zarandeando a la aludida, y echando a perder la copita de anís. La abuela se muestra contrariada por tal dispendio, y exige presurosa que le rellenen el vaso. “¡Y encima está su afición al alpiste…!” La abuela apura el trago. Martín le sirve otra copita, y se sirve una para él. Ambos se abrazan y entonan “Marcial tú eres el más grande...” Paula comienza a sentirse mareada, necesita tomar aire. Sale a la escalera, y la sorprenden varios hombres que, agarrándola de las vestiduras interrogan: “¿Dónde está nuestra madre? ¿Dónde la tenéis? ¿Dónde? ¿DÓNDE?.” Se incorpora sudorosa y angustiada. Se deja caer de nuevo sobre la almohada viscoelástica y se hunde físicamente en sus lamentaciones: “¿Dónde diablos andaría Martín?”. El teléfono suena para disipar sus dudas.





UN

Martín se entrega de lleno a sus anfitriones: bebe, fuma, baila, pierde varias partidas y cientos de euros, y besa a una chica. No es un beso apasionado, es siguiendo las reglas de un juego, pero se siente tan mal por ese pequeño descuido que se retira a serenarse en un cuarto oscuro. Él adora a Paula, y la echa muchísimo de menos. Su relación es casi idílica, no necesita liarse con nadie. Con las ideas claras en su cabeza busca el interruptor para arrojar luz sobre sus ojos. Dos camas gemelas le impelen a tumbarse un rato. La juerga bulle desde el otro lado del tabique. Un teléfono reposa olvidado en la mesita de noche. Duda si utilizarlo, duda si funcionará, duda incluso de la hora, pero, mientras duda marca, y al instante descuelga Paula. Su voz parece surgir de las profundidades.
            –Diga…
            –Hola, cariño, soy Martín.
            –¡Martín! ¿Qué horas son éstas? –Paula se deshace de su prisión de espuma viscosa. No sabe si atacar o escuchar. Al final, ataca: Espero que por lo menos tengas buenas noticias… ¿Estás con la vieja?
            –Sí, sí, Paula, la tengo controlada.
            –¡Bendito sea el santísimo! ¿Y las pilinguis?
            –Supongo que de vuelta al local de carretera de Valencia. Todo tiene una explicación. Paula, escucha, yo te quiero.
            –Martín, no habrás hecho algo de lo que te tengas que lamentar...
            –No cariño, lo prometo. No hay otra mujer en el mundo para mí, te lo aseguro–. Dicho esto invaden el cubículo dos parroquianas ligeras de ropa y con ganas de montar escándalo.
            –Martín, dijiste que te llamabas así ¿no? Verás, ésta es nuestra habitación y venimos a ponernos cómodas. ¿Sales o prefieres quedarte? ¿Con quién hablas? Dile a quién sea que se anime a venir, y que traiga toda la bebida que pueda… ¡Y hielo! Siempre escasea el hielo en las fiestas –se abalanzan sobre el teléfono– ¿Eres su esposa?  Está bueno el chaval, un poco fondón, pero nos gusta ¿verdad Tana? Tana dice que sí. Besitos guapa. Martín, tu chica no nos responde.
            Martín recupera el aparato, Paula ha cortado la comunicación. Lo deposita cuidadosamente en su sitio y pone en práctica un repliegue precipitado: las féminas libertinas han optado por desnudarse sin más.
Agradece el sosiego nocturno que le ofrece el exterior. Escoltado por los lobos, se sienta en una piedra a contemplar el vacío bajo sus pies. La luna confecciona el curso del río con un hilo de plata, distingue los barrancos, revela la serenidad de la piedra. Martín inspira hondo. Los fluidos de su cuerpo, desbordados por la ingestión de cubatas, pujan por salir. Perentorio, busca la intimidad tras de un árbol. Ensimismado con las dimensiones de su chorro vital, no se da cuenta de que alguien se le aproxima, hasta que asoma la cabeza por encima de su hombro:
            –¡Capullo! –Martín se gira de golpe y salpica al extraño.
            –¡Ay, mierda! Lo siento mi coronel, no sabía que estuviera... –se disculpa, intentando adecentarle el pantalón.
            –¡Deje, deje! A ver... Por abandonar la imaginaria... Por beber en horas de servicio... Por mear a un coronel del ejército... ¡Se me acaban las sanciones, soldado!  Esto es de paredón, o de arresto vitalicio y hereditario ¿qué prefiere, Sarmiento?
Martín duda, está a punto de gritar ¡paredón, por favor! para librarse de la vieja y el consorte, pero un sutil aroma a chocolate con churros le hace decidirse por el arresto vitalicio y hereditario, total, aún no tenía heredero en ciernes. Sin esperar respuesta, el coronel inspecciona el terreno junto al precipicio. A Martín le dan ganas de darle un ligero empujón, y con esas ganas se posiciona a su lado. Ambos mantienen la vista al frente, y las manos a la espalda.
            –Martín... –se balancea la vieja, puntera, talón, talón, puntera–. Hoy es un día grande para el ejército español. Mis tropas ya están en marcha, en breve, ese pedazo de tierra, arrebatada años ha por los británicos, volverá a ser nuestro, ¡téngalo por seguro! –con la emoción y el vaivén, casi se despeña. Martín consigue estabilizarlo:
            –Vaya con cuidado, mi coronel, vaya con cuidado...
            –Pero, mi estimado capullo, hoy también es un día grande para mi persona. Gracias a usted, he recordado viejos tiempos, me he codeado con viejos amigos, hemos cantado, bebido, maquinado, brindado por los que ya no están... Inolvidable, soldado, inolvidable.
Martín le pasa un pañuelo y el coronel se suena estrepitosamente. El cañón les devuelve el eco y los lobos aúllan para hacerse notar.
            –¡Oh! ¡Qué cachorritos tan tiernos! Mire, mire, Martín–. Los lobos olisquean las manchas de los pantalones.
            El soldado suspira. Doña María Elena ha vuelto a recuperar su envoltorio. Amanece sobre ellos y la vieja señala un pueblo encajonado en el desfiladero:
            –¿Ve allí? ¡Ése es mi pueblo! Espabile, hijo, ¡vayámonos de aquí!
            Martín quiere despedirse, quiere coger sus pertenencias, quiere chocolate con churros, pero la vieja le tira del brazo y le pellizca, para impelerle a caminar barranco abajo. Como el sendero es dificultoso, la anciana precisa que la traslade en volandas. Justo cuando dan con la carretera, uno de los asistentes, el más madrugador en marcharse, les ofrece su vehículo para acercarlos a la urbe. Los ancianos, que horas antes habían compartido mesa, propósitos y mantel, parecen no conocerse.
            –Mi padre padece una enfermedad degenerativa y tiene pocos momentos de lucidez –explica el conductor–. Sin embargo, cuando asiste a estas reuniones de excombatientes, algo en su cerebro hace clic y se parece bastante al hombre inquebrantable que un día fue, al hombre que todos queremos recordar. Por esa razón no faltamos ningún año ¿verdad padre?
            El hombre mantiene la mirada distraída en el paisaje agreste. El conductor regresa a la carretera, con la satisfacción del deber cumplido. Doña María Elena está animada, con cada curva descubre un rincón dónde, según expresa, hizo sus pinitos como labriega, cabrera o adolescente atolondrada. El campo absoluto deja paso a dos calles y media de casas, una plaza, una fuente, y la consabida iglesia, el pueblo y los pobladores. No sabe Martín si es por ser temprano, o por su llegada repentina, en cada ventana, un aldeano que observa, y en todos los casos, un aldeano que echa abajo la persiana. Doña María Elena no se inmuta. Una vez identificada su vivienda, penetra en ella con seguridad y prestancia. Martín despide al chófer y sigue a la vieja. La casa tiene techos infinitos, las paredes de piedra y el suelo de barro cocido. Los muebles están cubiertos por sábanas amarillentas en las que puede leerse “Ejército Español”. La anciana destapa sus enseres, sopla el polvo y abre las ventanas. Acomodada en un despacho, insta a Martín a atender sus instrucciones:
            –Hijo, llégate hasta la parroquia y avisa al cura. Y tráete al señor maestro, he de conversar con ambos.


DOS

A Paula no le viene en gana levantarse. Piensa que si no posa los pies en el suelo, el día pasará por encima de ella, y mañana despertará junto a Martín. "Todo es un mal sueño" –se miente. "Sólo preciso cerrar los ojos y escucharé a doña María Elena llamar desde su cuarto para que le ayude a vestirse. Martín retozará unos minutos más entre las sábanas, y luego se unirá a nosotras en la cocina, a la llamada del hambre, para iniciar una jornada pacífica de trabajo y convivencia…" Su madre penetra como un huracán en el dormitorio y echa por tierra sus elucubraciones:          
            –Paula, hija, ¡espabila! ¡Hemos quedado para cenar!
            –Que sí, madre, que sí… que son las ocho de la mañana...
            –¿Estás depilada?
Rita descorre las cortinas.
–¡Qué espanto! ¿Tú te has visto las ojeras? ¡Son de color índigo!
Paula se planta frente al espejo: horrorosa, como una aparición, y de las de serie b. Su madre la empuja hasta la ducha. Con el pelo chorreando, la cosa empeora. Rita decide entonces que le vendría mejor un baño de burbujas, y deja a su hija en remojo durante un par de horas. Con la piel renovada y algo revuelta, Paula baja a desayunar. Su padre la recibe con un humor excelente:
–¡Hola, pequeña! ¿Has descansado?
Paula responde con una nausea, y sale disparada hacia el aseo. Cuando regresa, su padre le sirve un poleo–menta.
–Creo que estoy nerviosa ¿sabes? Tengo la sensación horrible de que viajo encaramada en la rueda de un autobús.
–¿Tú estás segura de que quieres ver al Gonzalito ese? Mira que ya nos la jugó una vez…
Paula asiente removiendo la infusión. La menta dice sí, el poleo dice no.
–¿Y mamá?
–Enganchada al portátil. Hija mía, creo que deberías saberlo: tu madre me los pone virtuales…
–¡Papá! ¿Cómo puedes soportarlo? –Paula se recuesta en su hombro.
–Nada, hija. Mientras no pase de ahí… Ahora charla con un tal simon360, hace un mes con un tal maduritodespechado6, que resultó ser una yonqui a la que acabamos apadrinando: la terapia funciona, lleva sin probarla ¡dos semanas! Es lo que quería explicarte ayer, Paula, cada matrimonio tiene su propia maquinaria interior. Los humanos no somos relojes suizos, y los matrimonios que consentimos tienen adelantos y atrasos, a veces la pila falla, otras la cuerda se sale. Podemos cambiar de modelo, renovar la esfera, pero, permíteme que te diga, hija querida, que yo me quedo con el de siempre.
–¿Y si te cambia ella? –aventura Paula, un poco pez en cuestión de relojes.
–¡Anda ya! ¡Si tu padre es un clásico con prestaciones de última generación!
 Ambos celebran la broma, y Rita entra en la cocina con el portátil bajo el sobaco. Les mira sin interés, introduce el ordenador en el bolso y anuncia que sube a asearse. Raudo, el padre rescata el portátil, lo enciende y relee los últimos correos. Apaga enseguida y lo coloca escrupulosamente en idéntica posición. Luego besa a su hija en la coronilla y murmura:
–Vaya, la noche promete ser movidita…