Montaña Campón
Relatos y microrrelatos
miércoles, 18 de mayo de 2022
jueves, 26 de marzo de 2020
El secreto del Coronel, de Montaña Campón. Capítulos finales
¡VISTA AL FRENTE!
Paula se recupera en urgencias, tras el
desmayo sufrido la mantienen en observación. Gonzalo permanece a su lado, no
han conseguido contactar con Rita. Apenas intercambian palabra, el vacío entre
ellos es impracticable. Un doctor pasa la visita y le estrecha afectuosamente
la mano:
–¡Enhorabuena, hombre! Van ustedes a
convertirse en papás. El desmayo es producto del caos hormonal de las primeras
semanas, pero descuide, Paula ¿se llama Paula?, le daré algo flojito para que
el malestar desaparezca. Dentro de nueve meses tendrá un malestar con nombre y
apellidos, un malestar persistente en su casa al menos hasta los treinta, si
no, que se lo digan a mis hijos, que no hay manera de que se independicen. Se
han aferrado al cuarto juvenil y ya rozan los cuarenta, imaginen, ¡qué
espíritu! ¡qué país! ¡qué vida ésta!
Al quedarse solos, Gonzalo felicita a
Paula con un beso espontáneo en la frente. Ella está encantada, quiere
telefonear a Martín, contarle lo del embarazo, y lo de los próximos treinta
años de malestar que les ha vaticinado el facultativo. Solicita a Gonzalo que le
alcance el móvil y él sale de la habitación para que disfrute la privacidad de
un acontecimiento que, se figura mágico, al tiempo que inalcanzable. Visita la
máquina del café para ahogar su melancolía en leche en polvo con sacarina
líquida. Una joven monísima, con un busto monísimo, la emprende a patadas con
el aparato, exigiendo a golpes la devolución del cambio.
–Siempre igual... –asegura. ¡Esta máquina
no es más que un fraude!
Gonzalo titubea antes de insertar su
calderilla. Se dirige a la energúmena cañón:
–¿Seguro que no funciona?
–¡Nunca funciona! Ya te digo yo que es un
timo.
–Hay bar en la planta baja ¿no? ¿Me
acompañas a comprar café?
La chica acepta la convidada. Viene a
menudo, comenta, en su negocio siempre hay clientes con percances. Una brecha,
un ojo morado, un coma etílico… Ella siempre los traslada al hospital: lo
considera gajes de su profesión. ¡Ah, esa… profesión! Por cierto, ¿cómo te
llamas, preciosa? Yo, Mariola. Hola, Mariola, eres muy guapa. Mi nombre es
Gonzalo, y desde hoy, no tengo en cuenta las profesiones. ¿Te apetece cenar
conmigo?
Gonzalo
regresa a la habitación de Paula. Mariola y él han optado por cenar en el
apartamento. Es super tarde y su frigorífico está semivacío, pero comprarán
unas pizzas en cualquier local que les caiga de paso. Mariola es sexy, es
divertida, sabe escuchar y cobra quinientos la noche. Gonzalo se sorprende
contento. Mañana, con toda probabilidad, no tendrá tiempo para arrepentirse.
Paula duerme plácidamente en su cama reclinable. Le entristece no poder despedirse,
pero se alegra de corazón por ella y su consorte. Al salir, echa un último
vistazo de control, el teléfono parpadea presa de una llamada, puede que sea
Rita, y Gonzalo no se resiste a contestar:
–Sí,
dígame –susurra por respeto a la durmiente.
–¿Paula?
–la voz masculina denota extrañeza.
–Sí.
Bueno no, en estos momentos no puede ponerse. Está dormida.
–Dormida,
claro... ¿y tú quién coño eres? –la voz masculina denota un mosqueo de narices.
–Gonzalo,
Gonzalo Garrigues al aparato.
–¿El
que se tiraba a una tal Úrsula mientras seguía comprometido con Paula? –la voz
masculina denota incredulidad.
–El
mismo. Entiéndame, no me siento orgulloso de todos y cada uno de mis actos...
Martín
suspendió cualquier comunicación con Paula desde ese preciso instante.
¡ROMPAN FILAS!
Todavía
hace frío en la capital, marzo es un mes indeciso. Martín ha pedido
autorización para llegar tarde al trabajo, tiene un evento importante al que
asistir. Sabe que apenas podrá acercarse, los buitres revolotearán cerca para
proteger su hacienda. Pesa sobre él una
orden de alejamiento injusta, una orden que ha incumplido en numerosas
ocasiones, pero que hoy, en el funeral de doña María Elena, no tendrá más
remedio que acatar. Se pertrecha en una bajada del camposanto, tras los
arbustos secos de un parterre, desde allí podrá presentar sus respetos a la
difunta sin que nadie se percate. Durante los meses que ha durado su
confinamiento en una institución psiquiátrica, él ha constituido su única
compañía. Tras aclarar el suceso del cadáver, Martín quedó exonerado de cargos,
pero la familia no fue tan benevolente con él. Encerró a la vieja y expulsó al
matrimonio a la calle. Martín no había vuelto a ver a Paula. La noche de su
conversación telefónica con Gonzalo, tomó la determinación de separarse de
ella. No quiso saber de explicaciones, no imaginaba disculpa posible. Él se
ausenta de Madrid y Paula se acuesta con su ex. Gonzalo se lo había dejado
clarito: "Ella no puede ponerse, está dormida". Solo y en la calle,
halló refugio en doña María Elena. La visitaba domingo sí, domingo también, y
pasaban la tarde al sol, observando los peces del estanque, rumiando las
pérdidas y las ausencias. El coronel, tras la exhumación de su hermano, no
volvió a manifestarse. Todos quedaron convencidos de que él lo había asesinado,
que no podía descansar en paz con un crimen tan atroz a sus espaldas. Pero doña
María Elena le confesó, en una de sus visitas domingueras, que había sido ella
la que se había cargado a su cuñado. "Tuvimos una aventura, Martín, un
error terrorífico. Mi esposo, el coronel, me dedicaba escasas atenciones,
siempre ausente, haciendo la guerra, aunque fuera consigo mismo. Sucumbí a los
juegos seductores de su hermano y mantuvimos una relación complaciente y
discreta. Pero él pretendía más, quería que me separase. ¡Separarme yo! ¡En mi
época! ¡Qué desfachatez! Entonces se volvió loco. Me amenazó con contarlo todo,
con revelarle al coronel nuestra aventura, con darle detalles de nuestras
'prácticas de alcoba'. Como no atendía sus razones, quiso asesinarme. Me citó
en aquel apartado del bosque, yo acudí con el pánico instalado en las rodillas.
Cuando me apuntó con la escopeta pensé que se trataba de una broma macabra.
Pronto comprendí la gravedad de su plan. Le supliqué que desistiera de sus
intenciones, que me permitiera vivir, que pensara en sus sobrinos. Pero él no
estaba dispuesto a dejar que marchara.
Hundió el arma sobre mi pecho, y yo aproveché un instante de descuido
para zafarme de él. El coronel me había enseñado a defenderme, ya sabe, cuando
jóvenes. En el forcejeo por la supervivencia mis dedos apretaron el percutor.
Cayó fulminado junto a mí. Era temporada de caza, a nadie le salió de ojo un
tiro. Lo enterré con gran esfuerzo, Martín, en la bolsa y en la zanja destinadas
a contener mi propio cadáver y la época de nieves consumó la ocultación. Pronto
surgieron en el pueblo los rumores de que habían sido los republicanos, y mi
marido perdió el norte. No asimiló jamás la desaparición de su hermano. Tomó
represalias contra sus vecinos, permitió que el yugo de la represión oprimiera
sus gargantas. Cuando el dedo acusador se volvió hacia la hipótesis del
fratricidio, nos trasladamos a Madrid. Cuantas veces, Martín, cuantas veces,
estuve a punto de contarle lo que sucedió en realidad. Pero la angustia de mi
corazón impedía la confesión de mis labios. Cuando cayó enfermo me figuré que
se daba por vencido. En fin, la experiencia vivida nos enseña que nunca dejó de
buscar. ¿No lo cree usted así?" Él enjugaba su desesperanza y le tomaba la
mano con respeto pues, a pesar de todo, no veía a la vieja como una homicida.
Doña María Elena le evocó siempre al café con galletas, y así quiso mantenerla
en su memoria.
El
ceremonial, con escasos asistentes, ha terminado. Martín está dispuesto a irse,
pero una mujer voluminosa le interrumpe la salida:
–Paula...
Estás... embarazadísima.
–Pues
casi de nueve meses, Martín –dijo ella, más atractiva que nunca.
–Me
alegro muchísimo por vosotros –mintió–. ¿Te has enterado de lo de la vieja?
–Claro...
He acudido por ella, y sobretodo, para verte a ti. Supuse que vendrías, y nunca
permitiste que te explicara...
–Puedes
hablar con mis abogados –interrumpe, a la defensiva. Sé que el acuerdo es una
mierda, pero acabo de encontrar trabajo, repongo botes de gel en una gran
superficie, el sueldo es infame, habito una caravana, ¿qué más puedo ofrecerte?
–No
he venido por dinero, Martín, de hecho, he recuperado mi antiguo empleo y mi
antiguo salario –alega ella alegremente.
–¡Qué
fortuna! –ironiza. Tu antiguo novio, tu antiguo empleo, tu antiguo salario... Y
dime, chica con estrella ¿para qué quieres ver a tu antiguo marido?
Ella
le propina una bofetada por respuesta. Martín la recibe sin inmutarse.
–¡Pues
para que te enteres de una vez de que nunca estuve con Gonzalo! ¡Ni aquella
noche, ni ninguna otra noche, ni estaré jamás! –resopla por el esfuerzo–.
Cuando Gonzalo contestó tu llamada yo permanecía grogui en una cama de
urgencias. Minutos antes había intentado sin éxito ponerme en contacto contigo.
Tuve un encuentro con él a tus espaldas, lo admito, pero ¡no sucedió nada! ¡Lo
juro! Martín, yo te quiero, siempre te he querido, y no puedo soportar la idea
de que nuestra hija crezca sin su padre...
–¿Nuestra
hija? ¿La que está dentro del bombo? –señala el barrigón ovalado.
–La
misma… Es tuya… Es nuestra hija, Martín.
–¿Y
lo del niño Javier que estudiará para abogado?
–Haberte
esmerado más, las quejas al gobierno.
–La
podemos llamar Elena, en memoria de… ya sabes –hace señas con la cabeza.
–Elena
es precioso, pero mi madre insiste en ponerle Rita, y a mí me molaría llamarla
Silvina, como mi abuela.
–¿La
de la querencia al vitriolo?
–La
misma, una adelantada a su tiempo. ¿No te parece?
Martín
arruga el ceño en señal de protesta. Ella sonríe y abandonan el cementerio
cogidos del brazo:
–Y
por cierto... ¿Tú no tienes nada que declarar sobre una tal Mariola? ¿Cómo era
aquella otra? ¿Tana?
Martín
esquiva el estoque:
–¿Te
he dicho ya que tengo trabajo? Sí, de reponedor, es complicado, no creas –recita
como de corrido: los botes grandes al fondo, y los pequeños al frente. Los
geles femeninos por precio, los masculinos por colores. El gel de lavanda, un
clásico, no soporta al otro clásico, el de los limones del Caribe. Las promociones del dos por uno trastornan a
los clientes, y si con el gel regalas el desodorante… Es un no parar. Siempre
hay algún espabilado que retira el precinto y los olisquea, y he llegado a
pillar a varios estudiantes esponja en mano. Lo mejor de todo son los
desayunos, tenemos autoservicio, y mi turno, que acaba a las doce del mediodía.
Paula
disfruta de sus ocurrencias y le agarra aún más fuerte. Están a punto de subir
al coche, una berlina de la empresa de ella, en pos de la caravana, cuando un
par de hombres, chaqueta al hombro y corbata al cuello interceptan su partida:
–¿El
señor Martín Sarmiento Peñote?
–Según
quién lo pregunte… ¿Quién lo pregunta?
–Notarios
reunidos del Oeste –le tienden una tarjeta. Lamentamos interrumpirle, señor
Sarmiento, pero debe acompañarnos.
Paula
dice: “Ve, cariño, luego almorzaremos juntos”, pero Martín no cede a soltarse
de su brazo: “Tengo miedo de perderos otra vez…” cuchichea, para desesperación
de los empleados de la notaría. Paula le despacha con un beso en los labios,
como aquél que le regaló cuando él era un cobrador de seguros y ella una
clienta explosiva. Martín consiente entonces y se pone a disposición de los dos
desconocidos.
Serpentean por las calles de la ciudad
hasta llegar a las oficinas. Entra con determinación en el despacho que le
indican. En torno a una mesa kilométrica, presidida por un caballero orondo que
supone que es el notario, se encuentran los cinco hijos de la difunta, el señor
cura del pueblo y el conserje al que extorsionó para que se aviniese a razones.
“¿Éste qué hace aquí?” –protesta al verlo el hijo mayor de doña María Elena.
“Ha sido llamado a esta reunión por voluntad de su madre, señor Bonilla”
–replica el notario con acento repipi. “En vista de que estamos todos los
convocados, voy a proceder a abrir el testamento de la difunta…” Dicho esto, un
secretario con librea se hace visible en la sala, y le acerca una carpeta a
rebosar de manuscritos. Se los muestra al señor cura y al conserje, que están
de acuerdo en reconocerlos como aportados por ellos.
–Pues
bien, –reanuda el notario–. Aunque doña María Elena, al parecer, había otorgado
testamento hace muchos años, estos señores han presentado un testamento
posterior y ológrafo, visado por el juez de primera instancia, que yo, notario
colegiado de Madrid, doy por válido, pues cumple los requisitos de tiempo y
forma necesarios para superponerse a cualquier documento testamentario
anterior.
Un
murmullo de protesta entre la prole hace callar al notario. Exige silencio y
retoma la lectura del manuscrito con total solemnidad.
“Yo
María Elena de Garmendia y Soler, viuda del coronel Leopoldo Bonilla Bonilla,
en pleno uso de mis facultades mentales y físicas, tal y como disponen por
unanimidad los tres forenses a cuyos exámenes me he sometido por deseo expreso
de mis hijos, por la simple circunstancia de querer poner en manos del mayor el
usufructo de un automóvil marca volvo por falta de uso, y con número de
bastidor YV1VW708022F857362, dispongo que, la totalidad de mis bienes aquí
inventariados, pasen a manos de los habitantes de mi pueblo, como muestra de la
voluntad de la familia Bonilla–Garmendia de resarcirlos, en la medida de lo
posible, de cualesquier injusticia que hayamos podido inferir en el pasado. No
es éste un tiempo para lamentaciones, es tiempo de reparación y perdón. Sólo
así podremos mirar al futuro con energía y esperanza.
En otro orden de cosas, quiero aclarar
mediante estas pocas letras, que mi esposo, el coronel Bonilla, jamás atentó
contra la vida de su hermano. Es más, falleció sin conocer ni su paradero ni su
triste final. Al verdadero responsable, me lo llevo conmigo a la tumba, con la
certeza de que la persona a la que he confiado la verdad de lo ocurrido, sabrá
guardarla para siempre, pues recae sobre sus hombros el secreto de confesión.
A Martín Sarmiento Peñote, que ha cuidado
de mí como un hijo carnal, según sus propias palabras, le corresponde en
herencia la casa donde convivimos junto a su esposa, y todos los enseres que
contiene, para que algún día puedan compartirla con esa criatura que tanto
desean, y que seguro alumbrarán a este mundo, de eso no me cabe duda.
Y en cuanto a mis hijos, no les dejo más
herencia que el volvo arriba indicado. Espero que sepan compartirlo, y no se
maten por él.
Es voluntad que firmo, en presencia de don
Leandro Román Cifuentes, el párroco del pueblo, y don Alberto García Correosa,
conserje interino del Centro de Educación Infantil. En la provincia de Cuenca, a cinco de agosto
del año corriente.”
El notario carraspea al concluir la
lectura. Acompañaban al manuscrito en cuestión, los informes de los forenses y
el inventario de bienes. Los hijos se escupen acusaciones entre sí. Martín no
da crédito a lo sucedido. El notario ofrece a los presentes la mano, aclara
interrogantes sobre la legítima y abandona la sala. El cura y el conserje se
despiden de Martín y le dan la enhorabuena. Los hijos aseguran a voces que “¡Se
verán las caras en los tribunales!” Martín hace oídos sordos a las palabras
intimidatorias, les dedica una sonrisa y sale a la calle.
Madrid se agita de actividad. Con las
manos en los bolsillos y encogido el corazón, se encamina hacia la boca de
metro más próxima: Paula le aguarda para comer. Al bajar las escaleras, un
desconocido le tiende un periódico gratuito. Varios ancianos en perfecto estado
de revista aparecen en la fotografía de portada. A pie de foto esta reseña:
“Conflicto
diplomático en el peñón. Decenas de militares retirados han tomado la frontera
en nombre del ejército español, y han exigido la rendición de los guiris y la
devolución inmediata del territorio usurpado. La reina se ha puesto en contacto
con las autoridades de la roca para estudiar el alcance del problema (…)”
Martín se debate entre la risa y el
llanto. Sin poder resistirse, embarca en el suburbano riendo a moco tendido y llorando
a carcajadas.
Montaña
Campón
miércoles, 25 de marzo de 2020
El secreto del Coronel de Montaña Campón. Capítulos 22 y 23
UN
Martín apura su cigarrillo y vuelve al
interior de la casa. Doña María Elena ya no dormita en el salón. Alarmado,
rebusca por todas partes, y la halla en la cocina, al pie de lo que parece una
ser despensa sin avituallamiento disponible. Martín reincide en postularse como
voluntario para comprar la cena. La vieja se recompone, toma un rifle oculto en
fondo de la despensa y ordena:
–No
es momento de pensar en víveres, capullo. Nuestra última misión aguarda, y no
debemos demorarnos ni un minuto más. Agarre esa azada y ¡cúbrase, soldado! Si no quiere que lo empapele…
Martin
obedece trastocado por el peligro y se calza un puchero en la cabeza. El
coronel sale disparado patio a través, con el arma prendida del hombro. Martín
lo sigue de cerca, y toma un machete por si las moscas. El coronel escala la
empalizada trasera, y sale al bosque con paso firme. Un, dos, un, dos, Martín
salta detrás. Un dos, un, dos, un, dos, un, dos. A unos quinientos metros, bajo
la protección de un cielo ramoso, el coronel frena su avance.
–¡Aquí,
Sarmiento! ¡Cave aquí! –enciende una bujía.
Martín
acata las indicaciones del sujeto armado. Ahonda trabajosamente la tierra dura,
la sequía estival ha compactado el terreno. El coronel lo exhorta desde su
posición de supremacía. De repente, a Martín se le pasa un mal pensamiento por
la cabeza: “¿Qué hago yo cavando en medio de la noche, en un paraje apartado, a
solas con una vieja perturbada, pertrechada como un coronel retirado del
ejército?”
–Mi
coronel, ¿podría un soldado raso conocer la magnitud de la tarea encomendada?
¿Qué buscamos exactamente? ¿Por qué únicamente cavo yo?
–¡Usted
a lo suyo! Y no pregunte, soldado, no quiera saber tanto como su superior.
–Pero…
–¡No
hay peros que valgan! Siga cavando y… ¡chitón!
Martín comprueba con espanto que le retira
el seguro al rifle. Baja la cabeza y sigue sacando tierra con ahínco. Teme no
regresar a casa nunca, no ver a Paula jamás, no poder hincar el diente a ese
cochinillo rico…
–¡Un jabalí, mi coronel! ¡Cuerpo a tierra!
El mando se arroja al hoyo. El jabalí
olisquea su presa desde el borde. Martín agarra el arma y apunta al animal. Los
humanos apenas se mueven. El jabalí mide sus fuerzas, emite un gruñido
desaprobador, y se marcha. Martín levanta el rifle jadeante, presiente que el
bicho les ha perdonado la vida.
–Muy bien, Sarmiento –celebra el coronel–.
Por fin mi labor de adiestramiento obtiene resultados. Ha estado cabal en este
lance, recluta. Siga así, y es posible
que le recomiende para ascensos venideros.
Martín no suelta el arma. Dirige
tembloroso su cañón contra el coronel. "Puedo matarle, matarla,
matarles..." –cavila. El coronel no parece perturbado, diríase que no
experimenta sensación de riesgo. Martín lo saca de la zanja a culatazos.
Después, toma impulso contra el suelo para auto–izarse, y al pisar con fuerza
la tierra, siente que algo cede bajo sus zapatos. Un rumiar de plástico podrido
paraliza su ascenso. “¿Qué diablos?” –se pregunta, mientras trata de destapar
el objeto con el tacón. Recurre a las
manos para ayudarse, y descubre, con horror, un saco enorme de basura con una
sospechosa silueta humana en su interior. Martín se cuartea las uñas por
escabullirse del agujero. El coronel grita:
–¡Hermano! ¡Queridísimo hermano!
Y se lanza de cabeza al hoyo. Eufórico
perdido se abraza a la bolsa semienterrada. La besa y la estruja a partes
iguales. Martín, en estado de shock por el hallazgo, se sienta junto a la
bujía. No habla, casi no respira, y tiene unas ganas irrefrenables de llorar.
Ganas que se acrecientan cuando escucha a sus espaldas esta temible expresión:
–¡Alto a la guardia civil!
Entonces, para Martín, el mundo se para en
seco.
¡ATENCIÓN... FIRMES!
Rita se apea del taxi y paga al conductor.
Está contenta, pero no tanto como para dejar propina. Su plan ha sido perfecto:
ha reunido a Paula con Gonzalo, ha dado esquinazo a su marido, y dispone de
unas horas libres para dedicarse a su nueva conquista. Simon360, es decir,
Roberto, la aguarda en la cafetería de ese centro comercial, junto a los cines
clausurados y la bolera infantil. Rita está emocionada, esta vez no hay
posibilidad de error. Todavía conserva en la retina el bochorno que sufrió
cuando maduritodespechado6 se dio a conocer. Pagar la terapia era lo mínimo que
podían hacer por ella. Su marido insistió en aquellos términos, y no tuvo valor
para negarse. Ahora sería diferente. Se había asegurado, le había enviado
fotos, las había recibido también. Por esta razón había planificado el viaje,
por hacer posible el encuentro material con su amante virtual. Busca una mesa
en la cafetería y elige el helado convenido: tres bolas de chocolate con sirope
de pera. Junto al copazo de glucosa y la cucharilla de plástico, concurren una
pareja de mediana edad y un adolescente con las orejas rojas de rubor. Todos
toman asiento en torno a Rita:
–Así que… ¿es usted? ¿Es que no tiene
vergüenza? –espeta la que parece ser la madre del muchacho.
–¿Cómo dice? Creo que se han confundido de
persona…
–¡Y una porra, confundidos!
–Tranquila, Leonor, permite a la señora
que se explique… ¿Chatea usted?
–¡Y a usted que le importa! –contesta
Rita, sin poder quitar la mirada del adolescente colorado.
–¡Yo le arreo, Roberto, yo le arreo!
–berrea la madre cada vez más excitada.
–¿Roberto? –Rita comienza a atar cabos…
El adolescente y su presunto progenitor
levantan la mano a la vez.
–Roberto Campurriano, padre e hijo aquí
presente. Mire señora, la hemos pillado. Usted ha sido identificada como
tetiwoman63, y ha contactado a través de chat con simon360, que no es otro que
este crío de dieciséis años, hijo de esta señora y de un servidor. No la hemos
denunciado a menores porque él nos ha jurado y perjurado que jamás le dio pista
de su edad verdadera, o de su aspecto físico, es más, le enviaba fotos tomadas
a un vecino, al que también habremos de ofrecerle una explicación.
Los tres se incorporan y la madre
aprovecha y suelta un sopapo al chico. Rita desea que la tierra se la trague.
–Un consejo señora, antes de enviar por
internet retratos en liguero, asegúrese de que el receptor ha cumplido al menos
dieciocho años.
Rita inclina la cabeza reconociendo sus
pecados. Con este acto de contrición se dan por satisfechos, y los ve descender
en familia acarreados por una escalera mecánica. El chico se queda atrás, fuera
de la vista de sus padres y le lanza un último beso. Ella lo rechaza con
desdén.
–¿Se va a zampar todo el helado,
Tetiwoman?
Su marido se acomoda frente a ella. Rita
está a punto de derrumbarse, pero él le tiende la mano y reitera su amor
eterno. Como dos adolescentes comparten helado y confidencias.
–Pero...
¿qué hora es? –se sorprende ella, al comprobar que se han quedados solos y les
apagan las luces.
–La
hora de regresar a casa, cariño. La hora de regresar...
martes, 24 de marzo de 2020
El secreto del Coronel de Montaña Campón. Capítulos 20 y 21
UN
Martín se vuelve al escuchar abrirse la
puerta. El conserje, extenuado, y con un montón de folios bajo el brazo le
impele a regresar a la casa: "Prácticamente hemos terminado, señor. Doña
María Elena ha pedido confesión…"
Martín abandona el taburete con serias dificultades, y con serias
dificultades se encamina a casa de la vieja. Tras dos intentos fallidos de
penetrar en hogares ajenos, en los cuales le reciben con sendos escobazos, da
con el adecuado justo a tiempo de despedir al señor cura:
–¡Vaya
cogorza luce! –espeta el clérigo tapándose la nariz para defenderse del olor a
bebida de alta graduación y baja calidad.
–¡Y
usted que me la bendiga! –contesta el laico cerrándole la puerta sin más
explicaciones.
Doña
María Elena reposa despatarrada sobre un orejón. La vitalidad de la mañana se
ha esfumado de su rostro y de sus extremidades. Martín se aproxima prudente y
le toma la mano con afecto:
–¿Puedo
ayudarla en alguna cosa? ¿Encargo cena? ¿Prefiere una cervecita?
La
vieja emite un ronquido por pura contestación. Martín la arropa con la sábana
amarillenta del ejército: “Seguro que ambos conocieron tiempos mejores...” –se
dice, y sale a fumar un pitillo al patio. Varios limoneros atestiguan su
repentina melancolía. Al fondo, el sol puja por quedarse, y la luna, y alguna
que otra estrella madrugadora, le apremian a seguir su camino. Martín piensa en
su esposa. Sabe que las cosas no están como deberían. En las últimas cuarenta
horas, Paula le ha pillado en un burdel, con Mariola indiscreta al aparato, y
le ha sorprendido rodeado de señoritas en bolas, léase Tana y compañía. En el platillo de la balanza a su favor pesa
el haber recuperado a la vieja, pero por más que visiona la balanza, de un lado
doña María Elena roncando, y del otro, Mariola, Tana y la compañía, la balanza
se precipita de todas todas hacia el lado de las pelanduscas. Poco a poco la noche
se materializa en oscuridad, y Martín empieza a verlo todo muy negro.
DOS
Paula baja del taxi muy alterada. Le
tiemblan cada una de las terminaciones nerviosas de su cuerpo. Su madre la ha
abofeteado con la excusa de calmarla, pero solo ha conseguido colorearle las
mejillas con unas ridículas rojeces con forma inequívoca de dedos. Al entrar en el restaurante se observa en un
espejo: la imagen, fantástica, pese a las huellas dactilares de su progenitora;
el interior, un desastre verdadero. Gonzalo irrumpe en la escena para
recibirlos: “No se preocupe, son mis invitados” –despacha al maître. Rita se
deshace en besos en el aire, y el padre le aprieta la mano con visible
antipatía. Paula recibe azorada los dos besos que acarician sus mejillas aún
doloridas:
–Estás
preciosa, como siempre. Pero, ¿qué te has hecho en la cara?
–Se
ha golpeado torpemente al salir del taxi –se apresura a replicar la mamá.
Gonzalo,
más servicial que nunca, las despoja de los echarpes. Regresa con los tickets
del guardarropa y les conduce hacia la mesa. “Una de las mejores del local,
junto a una ventana con vistas a la avenida” –corrobora Paula para sus
adentros, conocedora de los gustos sibaritas de su ex. A punto de ocupar el
asiento, vibra el móvil de Rita. Lee con avidez el mensaje entrante y refiere
en tono de disculpa:
–Me
ha surgido un imprevisto y no puedo acompañaros en esta velada tan
maravillosa...
Paula
le dirige una mirada homicida preguntándose y preguntándole “¿Un imprevisto?
¿En Madrid? ¿Estás de coña?” Pero Rita
no se da por aludida, propina besos acá y acullá, incluso amaga con besar al
maître, y abandona el local con rapidez. Su padre, un tanto avergonzado, se
despide de su hija: “Voy a sacar a tu madre de un aprieto” –susurra, y sacude
una colleja a Gonzalo: “Gonzalín, ándate con pies de plomo que ya no te paso ni
una...” –intimida. “Vaya sin cuidado, suegro, vaya sin...” Gonzalo no se atreve
a terminar la frase, la cara de desaprobación del susodicho le incita a callar
la boca.
Instantes
después y a solas frente a frente, Paula es incapaz de articular palabra.
Gonzalo parlotea tratando de hacerse con el control, pero ella lo escucha
lejos, lejos, como si le hablase desde el interior de la botella de vino
espumoso que les han servido para empezar.
El camarero les presenta la carta y Paula la estudia de pe a pa.
Pertrechada tras decenas de platos exquisitos se presume segura. Quiere huir de
allí, marcharse, abandonar esta pantomima del pasado. Pero Gonzalo insiste en
recomendarle entrantes para abrir el apetito:
–¿Qué
te parece la ensalada de foie con algas marinas y cardillos monteños?
–interpela asomando la cara por encima del menú.
–Demasiado
verde... –contesta ella con apatía.
–¿Y
el carpaccio de jabalí regado con aceite puro de olivilla cacereña?
–Demasiado
crudo…
–¿Y
el revuelto de bacalao de estanque con setas de río?
–Demasiado
dulce… Mira, Gonzalo –reacciona–. Esta reunión no tiene sentido alguno. Tú y
yo, solos, cenando, después de tanto tiempo, después de tanto sufrimiento,
¿pero qué sinrazón es ésta? –dice, poniéndose en pie y alzando la voz.
De repente, la cena de los presentes se
convierte en cena con espectáculo. El maître dispone encarecer cuatro euros por
cabeza. Gonzalo intenta tranquilizarla, pero Paula está fuera de sí:
–¿Que
me tranquilice? ¿Que me tranquilice? ¡Y una mierda! Me dejaste tirada en el altar y te largaste
¡con mi mejor amiga!
El
público exclama: ¡aaaala!
Gonzalo
intenta explicar lo inexplicable. Algún oyente grita: ¡fuera! Y Gonzalo se
sienta abochornado. Paula se compadece de él y ocupa su silla, dando por
finalizado el folletín. Los comensales retornan a sus filetes, fríos en su
mayor parte. Paula recapacita y resuelve:
–Gonzalo,
yo no deseo tener nada contigo. Hubo una vez que sí que te quería, que lo
hubiera dado todo por ti. De hecho, lo hice: renuncié a todo tras tu abandono
miserable. Estos días atrás, desde que mi madre me habló de tu regreso,
reconozco que he estado confundida, pero al verte, al rozarte, he caído en la
cuenta de que lo nuestro se acabó, quizá cuando te marchaste con Úrsula, segura
estoy de que mucho antes.
–¿Tanto
me odias que no puedes compartir una cena conmigo? –suplica Gonzalo.
–El
caso es que ni siquiera te odio. Simplemente, tengo un candidato muchísimo
mejor para cenar todos los días.
Y
dicho esto se dirige a la salida dispuesta a marcharse, entre los aplausos de
los más allegados a su mesa, que no habían desconectado del todo la parabólica.
El guardarropa le tiende su chal. Ella se desmaya antes de alcanzar la calle.
domingo, 22 de marzo de 2020
El secreto del Coronel de Montaña Campón. Capítulos 18 y 19
UN
Martín duda de que tanto el señor cura
como el maestro quieran acompañarle, pero sale a la calle con el mandado, y a
ver si de corrido encuentra un bar donde tomar un desayuno digno y por fin, a
solas. Topa, junto la iglesia y la fuente, con el único bar del pueblo. El
propietario, hombre pequeño donde los haya, levanta el cierre en el mismo
momento en el que Martín dobla la esquina. El paisano le mira como si de un
gigante se tratara y le interroga a modo de saludo:
–¿Qué
se le ofrece, compañero?
–Pues
la necesidad fisiológica de un café con porras.
–Churros
no hacemos, pero le puedo servir tostadas a la catalana, hechas aquí, en la
provincia de Cuenca.
–¡Viva
la globalización! –no puede reprimir Martín.
–¡Y
viva el jamón serrano! –contesta el tabernero dando luces por doquier.
Martín
mastica la tostada despacio, degustando la exquisitez del curado que le ha
proporcionado el patrón. Éste, tras ingerir un aguardiente, retoma la
entrevista:
–¿Es
usted de por aquí?
–No,
qué va, soy de Madrid, metro cuatro caminos.
–¿Y
qué le trae por el pueblo? ¿Negocios...? ¿No irá a montar otro bar?
–Descuide,
hombre. Acompaño a… No creo que usted la conozca, tal vez de oídas, traigo a la
viuda del coronel Bonilla. Se ha empeñado en pasar unos días aquí, y no hemos
podido negarnos.
El
interlocutor se sirve otro aguardiente. Martín declina la oferta.
–Sepa
usted que no suelo meterme en cuestiones que no son de mi incumbencia, pero esa
familia que nombra, los Bonilla, no son bien recibidos en este pueblo. Cuando
vivía el coronel se cometieron ciertos atropellos, entiéndame, con los mejores
auspicios del régimen. Fue a raíz de la desaparición de un hermano
del difunto, según cuentan de mano de los derrotados, cuando el coronel
permitió que se tomaran represalias contra sus vecinos. Sin embargo, las malas
lenguas aseguran que el mismo coronel se encargó de ajusticiar a su hermano,
por una cuestión tan doméstica como los celos, ¡vaya usted a saber!
Martín
no da crédito a las palabras de su confidente. El coronel, ¿un opresor? ¿un
fratricida? Y en ese caso... ¿cuál era el papel de doña María Elena? Y él,
¿había estado las últimas veinticuatro horas a las órdenes de un psicópata?
Toma el vaso ajeno de aguardiente y se lo bebe de un trago. Paga y sale a toda
prisa, ante la mirada atónita del hostelero, que se guarda ladinamente las
vueltas.
Conviene
en cumplir al dedillo las exigencias de la vieja por temor a hostilidades.
Acude a la iglesia y pide al señor cura que le acompañe. Éste accede no de muy
buena gana, pero el maestro se niega en rotundo, escudándose en que es día no
lectivo. En vista de su fracaso, Martín pseudosecuestra al único habitante del
colegio, el conserje, bajo amenaza firme de opositar a su número de plaza, que
presume que ocupa de forma interina. La arriesgada argucia resulta eficaz y el
susodicho se somete a sus órdenes, a sus pies, y a lo que haga falta. Penetra
en el despacho jactancioso, escoltado de cerca por sus dos nuevos adeptos. La
vieja dormita sobre una mesa.
–Doña
María Elena, disculpe la tardanza, he aquí a los individuos que requirió
–anuncia, como si de dos paquetes se tratara–. El señor maestro no estaba
disponible, pero he traído al conserje, que se ha ofrecido con la amabilidad y
diligencia que caracteriza a nuestros queridos empleados públicos.
La
mujer se incorpora para recibirlos y despide a Martín. Los asuntos allí
tratados no son de su interés. Estando
el señor cura y un escribiente, no precisa de su compañía, es más, le resulta
un incordio. Con estas palabras lo pone en su conocimiento. Martín abandona la
estancia afectado y se arrastra hasta el bar, no en vano se acerca la hora del
almuerzo.
DOS
La mañana se pasa volando, la tarde
promete la misma premura. Paula no encuentra actividad útil o inútil en la que
dispersar su mente. Gonzalo volvía y lo hacía con fuerza. Martín, en cambio,
empequeñece por momentos. Casi no escucha sus protestas desde el rincón dónde
lo ha desterrado tras su conversación a tres y media. Entona un
"nomeolvidesPaula" casi imperceptible. Y Paula olvida. Y mientras
olvida desempolva fotos pretéritas: Gonzalo y ella en París, Gonzalo y ella en
Cancún, Gonzalo y ella en Laponia. "¡Qué vida más bella aquélla!"
–suspira, y mira en derredor a su persona. Ahora sólo dispone de un catre con
dosel y decenas de facturas por abonar. Rebusca en la mesita de noche para
rescatar las fotos más recientes con su marido, y hacer una comparativa
objetiva. Martín y ella en las ferias del polígono, Martín y ella en el
bocapizza, Martín y ella en el fotomatón de la esquina. De repente, experimenta
odio por el polígono, por el bocapizza, por el fotomatón, y por el mismo Martín,
que la ha abocado sin más a esta forma de vida cutre y sin sentido. En plena
melopea de rencor, pierde la consciencia y abraza a Morfeo. Con las primeras
tinieblas la despierta su madre, con su recién adquirida vocación de gallo
kiriko. El tiempo justo para acicalarse, el tiempo justo para acudir a la cita.
Rita cacarea lista para salir, el taxi viene de camino: la suerte está más que
decidida.
sábado, 21 de marzo de 2020
El secreto del Coronel de Montaña Campón. Capítulos 15, 16 y 17
¡PASO SIN COMPÁS!
Paula, en cambio, tiene una pesadilla horrible. Su
abuela regresa del más allá de la mano de Martín: “No he encontrado a doña
María Elena, pero traigo a esta señora que se ha ofrecido a ayudarnos
desinteresadamente.” La abuela demanda un anisado nada más entrar por la puerta.
“¿Cómo se llaman mis retoños?” –inquiere, tratando de inocularse el papel en
vena. “Martín, ¿cómo crees que vamos a colarle otra vieja a sus propios
hijos?”. Él contesta desde el fondo del mueble bar: “No sé Paula, como se
presentan tan de tarde en tarde…” “¡Pero si doña María Elena le saca dos
cabezas en estatura, aparte de la chepa que luce la que te cuento! ¿Qué vamos a
hacer con la chepa, qué vamos a hacer?” –lloriquea con histeria, zarandeando a
la aludida, y echando a perder la copita de anís. La abuela se muestra
contrariada por tal dispendio, y exige presurosa que le rellenen el vaso. “¡Y
encima está su afición al alpiste…!” La abuela apura el trago. Martín le sirve
otra copita, y se sirve una para él. Ambos se abrazan y entonan “Marcial tú eres
el más grande...” Paula comienza a sentirse mareada, necesita tomar aire. Sale
a la escalera, y la sorprenden varios hombres que, agarrándola de las
vestiduras interrogan: “¿Dónde está nuestra madre? ¿Dónde la tenéis? ¿Dónde?
¿DÓNDE?.” Se incorpora sudorosa y angustiada. Se deja caer de nuevo sobre la
almohada viscoelástica y se hunde físicamente en sus lamentaciones: “¿Dónde
diablos andaría Martín?”. El teléfono suena para disipar sus dudas.
UN
Martín se entrega de lleno a sus anfitriones: bebe, fuma,
baila, pierde varias partidas y cientos de euros, y besa a una chica. No es un
beso apasionado, es siguiendo las reglas de un juego, pero se siente tan mal
por ese pequeño descuido que se retira a serenarse en un cuarto oscuro. Él
adora a Paula, y la echa muchísimo de menos. Su relación es casi idílica, no
necesita liarse con nadie. Con las ideas claras en su cabeza busca el
interruptor para arrojar luz sobre sus ojos. Dos camas gemelas le impelen a
tumbarse un rato. La juerga bulle desde el otro lado del tabique. Un teléfono
reposa olvidado en la mesita de noche. Duda si utilizarlo, duda si funcionará,
duda incluso de la hora, pero, mientras duda marca, y al instante descuelga
Paula. Su voz parece surgir de las profundidades.
–Diga…
–Hola, cariño, soy Martín.
–¡Martín! ¿Qué horas son éstas?
–Paula se deshace de su prisión de espuma viscosa. No sabe si atacar o
escuchar. Al final, ataca: Espero que por lo menos tengas buenas noticias…
¿Estás con la vieja?
–Sí, sí, Paula, la tengo controlada.
–¡Bendito sea el santísimo! ¿Y las
pilinguis?
–Supongo que de vuelta al local de
carretera de Valencia. Todo tiene una explicación. Paula, escucha, yo te
quiero.
–Martín, no habrás hecho algo de lo
que te tengas que lamentar...
–No cariño, lo prometo. No hay otra
mujer en el mundo para mí, te lo aseguro–. Dicho esto invaden el cubículo dos
parroquianas ligeras de ropa y con ganas de montar escándalo.
–Martín, dijiste que te llamabas así
¿no? Verás, ésta es nuestra habitación y venimos a ponernos cómodas. ¿Sales o
prefieres quedarte? ¿Con quién hablas? Dile a quién sea que se anime a venir, y
que traiga toda la bebida que pueda… ¡Y hielo! Siempre escasea el hielo en las
fiestas –se abalanzan sobre el teléfono– ¿Eres su esposa? Está bueno el chaval, un poco fondón, pero
nos gusta ¿verdad Tana? Tana dice que sí. Besitos guapa. Martín, tu chica no
nos responde.
Martín recupera el aparato, Paula ha
cortado la comunicación. Lo deposita cuidadosamente en su sitio y pone en
práctica un repliegue precipitado: las féminas libertinas han optado por
desnudarse sin más.
Agradece el sosiego nocturno que le ofrece el
exterior. Escoltado por los lobos, se sienta en una piedra a contemplar el
vacío bajo sus pies. La luna confecciona el curso del río con un hilo de plata,
distingue los barrancos, revela la serenidad de la piedra. Martín inspira
hondo. Los fluidos de su cuerpo, desbordados por la ingestión de cubatas, pujan
por salir. Perentorio, busca la intimidad tras de un árbol. Ensimismado con las
dimensiones de su chorro vital, no se da cuenta de que alguien se le aproxima,
hasta que asoma la cabeza por encima de su hombro:
–¡Capullo!
–Martín se gira de golpe y salpica al extraño.
–¡Ay,
mierda! Lo siento mi coronel, no sabía que estuviera... –se disculpa,
intentando adecentarle el pantalón.
–¡Deje,
deje! A ver... Por abandonar la imaginaria... Por beber en horas de servicio...
Por mear a un coronel del ejército... ¡Se me acaban las sanciones,
soldado! Esto es de paredón, o de
arresto vitalicio y hereditario ¿qué prefiere, Sarmiento?
Martín duda, está a punto de gritar
¡paredón, por favor! para librarse de la vieja y el consorte, pero un sutil
aroma a chocolate con churros le hace decidirse por el arresto vitalicio y
hereditario, total, aún no tenía heredero en ciernes. Sin esperar respuesta, el
coronel inspecciona el terreno junto al precipicio. A Martín le dan ganas de
darle un ligero empujón, y con esas ganas se posiciona a su lado. Ambos
mantienen la vista al frente, y las manos a la espalda.
–Martín...
–se balancea la vieja, puntera, talón, talón, puntera–. Hoy es un día grande
para el ejército español. Mis tropas ya están en marcha, en breve, ese pedazo
de tierra, arrebatada años ha por los británicos, volverá a ser nuestro,
¡téngalo por seguro! –con la emoción y el vaivén, casi se despeña. Martín
consigue estabilizarlo:
–Vaya
con cuidado, mi coronel, vaya con cuidado...
–Pero,
mi estimado capullo, hoy también es un día grande para mi persona. Gracias a
usted, he recordado viejos tiempos, me he codeado con viejos amigos, hemos
cantado, bebido, maquinado, brindado por los que ya no están... Inolvidable,
soldado, inolvidable.
Martín le pasa un pañuelo y el coronel se
suena estrepitosamente. El cañón les devuelve el eco y los lobos aúllan para
hacerse notar.
–¡Oh!
¡Qué cachorritos tan tiernos! Mire, mire, Martín–. Los lobos olisquean las
manchas de los pantalones.
El
soldado suspira. Doña María Elena ha vuelto a recuperar su envoltorio. Amanece
sobre ellos y la vieja señala un pueblo encajonado en el desfiladero:
–¿Ve
allí? ¡Ése es mi pueblo! Espabile, hijo, ¡vayámonos de aquí!
Martín
quiere despedirse, quiere coger sus pertenencias, quiere chocolate con churros,
pero la vieja le tira del brazo y le pellizca, para impelerle a caminar
barranco abajo. Como el sendero es dificultoso, la anciana precisa que la
traslade en volandas. Justo cuando dan con la carretera, uno de los asistentes,
el más madrugador en marcharse, les ofrece su vehículo para acercarlos a la
urbe. Los ancianos, que horas antes habían compartido mesa, propósitos y
mantel, parecen no conocerse.
–Mi
padre padece una enfermedad degenerativa y tiene pocos momentos de lucidez
–explica el conductor–. Sin embargo, cuando asiste a estas reuniones de
excombatientes, algo en su cerebro hace clic y se parece bastante al hombre
inquebrantable que un día fue, al hombre que todos queremos recordar. Por esa
razón no faltamos ningún año ¿verdad padre?
El
hombre mantiene la mirada distraída en el paisaje agreste. El conductor regresa
a la carretera, con la satisfacción del deber cumplido. Doña María Elena está
animada, con cada curva descubre un rincón dónde, según expresa, hizo sus
pinitos como labriega, cabrera o adolescente atolondrada. El campo absoluto
deja paso a dos calles y media de casas, una plaza, una fuente, y la consabida
iglesia, el pueblo y los pobladores. No sabe Martín si es por ser temprano, o
por su llegada repentina, en cada ventana, un aldeano que observa, y en todos
los casos, un aldeano que echa abajo la persiana. Doña María Elena no se inmuta.
Una vez identificada su vivienda, penetra en ella con seguridad y prestancia.
Martín despide al chófer y sigue a la vieja. La casa tiene techos infinitos,
las paredes de piedra y el suelo de barro cocido. Los muebles están cubiertos
por sábanas amarillentas en las que puede leerse “Ejército Español”. La anciana
destapa sus enseres, sopla el polvo y abre las ventanas. Acomodada en un
despacho, insta a Martín a atender sus instrucciones:
–Hijo,
llégate hasta la parroquia y avisa al cura. Y tráete al señor maestro, he de
conversar con ambos.
DOS
A Paula no le viene en gana levantarse.
Piensa que si no posa los pies en el suelo, el día pasará por encima de ella, y
mañana despertará junto a Martín. "Todo es un mal sueño" –se miente.
"Sólo preciso cerrar los ojos y escucharé a doña María Elena llamar desde
su cuarto para que le ayude a vestirse. Martín retozará unos minutos más entre
las sábanas, y luego se unirá a nosotras en la cocina, a la llamada del hambre,
para iniciar una jornada pacífica de trabajo y convivencia…" Su madre
penetra como un huracán en el dormitorio y echa por tierra sus elucubraciones:
–Paula,
hija, ¡espabila! ¡Hemos quedado para cenar!
–Que
sí, madre, que sí… que son las ocho de la mañana...
–¿Estás
depilada?
Rita descorre las cortinas.
–¡Qué espanto! ¿Tú te has visto las
ojeras? ¡Son de color índigo!
Paula se planta frente al espejo:
horrorosa, como una aparición, y de las de serie b. Su madre la empuja hasta la
ducha. Con el pelo chorreando, la cosa empeora. Rita decide entonces que le
vendría mejor un baño de burbujas, y deja a su hija en remojo durante un par de
horas. Con la piel renovada y algo revuelta, Paula baja a desayunar. Su padre
la recibe con un humor excelente:
–¡Hola, pequeña! ¿Has descansado?
Paula responde con una nausea, y sale
disparada hacia el aseo. Cuando regresa, su padre le sirve un poleo–menta.
–Creo que estoy nerviosa ¿sabes? Tengo la
sensación horrible de que viajo encaramada en la rueda de un autobús.
–¿Tú estás segura de que quieres ver al
Gonzalito ese? Mira que ya nos la jugó una vez…
Paula asiente removiendo la infusión. La
menta dice sí, el poleo dice no.
–¿Y mamá?
–Enganchada al portátil. Hija mía, creo
que deberías saberlo: tu madre me los pone virtuales…
–¡Papá! ¿Cómo puedes soportarlo? –Paula se
recuesta en su hombro.
–Nada, hija. Mientras no pase de ahí…
Ahora charla con un tal simon360, hace un mes con un tal maduritodespechado6,
que resultó ser una yonqui a la que acabamos apadrinando: la terapia funciona,
lleva sin probarla ¡dos semanas! Es lo que quería explicarte ayer, Paula, cada
matrimonio tiene su propia maquinaria interior. Los humanos no somos relojes
suizos, y los matrimonios que consentimos tienen adelantos y atrasos, a veces
la pila falla, otras la cuerda se sale. Podemos cambiar de modelo, renovar la
esfera, pero, permíteme que te diga, hija querida, que yo me quedo con el de
siempre.
–¿Y si te cambia ella? –aventura Paula, un
poco pez en cuestión de relojes.
–¡Anda ya! ¡Si tu padre es un clásico con
prestaciones de última generación!
Ambos celebran la broma, y Rita entra en la
cocina con el portátil bajo el sobaco. Les mira sin interés, introduce el
ordenador en el bolso y anuncia que sube a asearse. Raudo, el padre rescata el
portátil, lo enciende y relee los últimos correos. Apaga enseguida y lo coloca
escrupulosamente en idéntica posición. Luego besa a su hija en la coronilla y
murmura:
–Vaya, la noche promete ser movidita…
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