UN
Martín y doña María Elena pasan como una exhalación
junto al coche abandonado. No pueden detenerse, decenas de parroquianos en pie
de guerra les pisan la rueda trasera.
–¡Acelere, hombre, acelere, que nos
pillan! –anima la anciana a grito pelado desde la posición de paquete.
–Hago lo que puedo, señora, ¡lo que
puedo! Y no se arrime tanto,
leches, ¡que conoce usted a mi
esposa! –se queja Martín en el mismo tono, bastante apurado.
–Es que temo que me deje tirada otra
vez. Lo he pasado tan mal durante su ausencia…
–¡Pues encima del escenario se la
veía bastante sueltecita! Además, cuando yo me desperté usted ya había
desaparecido. ¿Es que no recuerda nada?
–Ni jota. De repente, me hallé en un
bar de cupletistas y ya sabe usted el dicho: ‘Donde fueres, haz lo que vieres’.
Pero, corra, corra, ¡que nos liquidan!
La persecución se complica por momentos. Varios
vehículos alcanzan su altura, y por mucho que apure el acelerador, la moto no
da más de sí. Los coches intentan cerrarles el paso para sacarlos de la
calzada. Martín los esquiva como un piloto de fórmula uno montado en una moto de
cincuenta. Tantas décadas colgado de los videojuegos por fin dan resultado. A
las matemáticas, en cambio, todavía no les ha encontrado uso alguno. Materias
inútiles aparte, la cuestión que nos ocupa, analizada a través de los
retrovisores pinta bastante fea. Por unos instantes, esos en los que el último
rayo de sol se zambulle en el horizonte, piensa que se ha quedado solo en la
carretera, pero de inmediato, como una orquesta impecablemente dirigida, los
faros se iluminan al unísono y puede comprobar con desagrado que sus
perseguidores siguen al acecho. Se le pasa por la cabeza soltar el lastre
humano para aligerar la máquina, idea que desestima al recordar las palabras de
su esposa, que en esas circunstancias cobran más importancia si cabe, no ya
porque pueda o no pueda regresar del brazo de la vieja, sino porque pueda
regresar él mismamente, sano y salvo. Aun con los ojos empañados por la
velocidad y algún que otro mosquito, distingue el cartel salvador: Comunidad de
Castilla la Mancha. Solo faltan unos metros para alcanzar la línea divisoria
entre comunidades, el cambio de jurisdicción, la libertad, el exilio. Un
esfuerzo más de motor y fe, unos segundos más y ¡zas! su pesadilla habrá
concluido. El ¡zas! se torna entonces en un pof, pof, pof, pof, la moto pierde
fuelle, y conductor y paquete se ven abocados al asfalto poco antes de cruzar
el cartel libertador. Haciendo gala de buenos reflejos y excelente forma
física, ambos sortean la línea imaginaria que los separa de la comunidad
quijotesca, y al percatarse de que la división territorial no frena los pies al
enemigo, que prosigue su avance sin cuartel y hacia ellos, ponen pies en
polvorosa a campo traviesa haciendo suya la frase: “Ancha es Castilla”.
DOS
–Rita, empiezas a preocuparme –afirma el papá con un
combinado en la mano.
–Yo tampoco lo veo claro, mamá
–añade Paula.
Han salido de compras y comparten refrigerio
aposentados en una terraza castiza. La camarera viste polainas y parece a punto
de sufrir una lipotimia. “¿Por qué no te las quitas? Hace un calor de muerte”
–sugiere Paula en un alarde de empatía. “¿Ve aquella mesa del fondo?” –refiere
la chica en privado. Paula dirige su mirada hacia la mesa en cuestión, ocupada
por unas diez o quince personas. Asiente con la cabeza. “Pues todos son candidatos
a dejarme en la calle.” Paula la mira sin comprender. “Vienen cada tarde,
currículo en mano, con la esperanza de que este absurdo atuendo acabe conmigo.
Alguno, al verme flaquear, ha tenido la audacia de avisar al ciento doce. Pero
yo no me amilano, no se crea: mareada y todo sigo sirviendo refrescos y
altramuces. Y de vez en cuando, para fastidiar a los del fondo, suelto una
carcajada. ¡Veranillos a mí, que soy de la provincia de Badajoz!”. La joven
corre a atender una nueva mesa lanzando una risotada como de metal oxidado. A
Paula le dan un poco de lástima los aspirantes, que ya de tanto coincidir
parecen un grupo de amigos a punto de jugarse unas cartas. Su madre prosigue
con la cantinela:
–Si acusásemos a Martín de
secuestrar a la vieja, tú quedarías exonerada de cualquier responsabilidad ante
la familia. Incluso podríamos exigir un rescate, con lo tonto que es tu marido
seguro que lo matan antes de que pueda dar su versión de los hechos.
–¡Mamá!
–¡Rita! –se pisan las exclamaciones.
–¿Qué paasa? Desde luego no sabéis
cómo encajar un chascarrillo. Aunque siendo sincera, unos ingresos extras no le
vendrían mal a la niña, porque poco vamos a poder sacar de ese muerto de
hambre.
–Yo no sé si quiero divorciarme...
–suelta Paula chupando de la pajita.
–Que sí hija, que sí que quieres.
Piénsalo bien: libre, soltera, sin hijos, gracias a la crisis profunda del
esperma español, y todavía en un estado medianamente aceptable. Ya me gustaría
a mí volver a estar en el mercado, ya me gustaría... –afirma con ensoñación–.
Pero a mi edad y con mis achaques, ligar sería un milagro –su marido arruga el
gesto–. Y un desacierto, cariño, un desacierto.
Paula apura la gaseosa de limón.
Está muy cabreada con Martín, no entiende cómo ha podido traicionarla. Es verdad
que últimamente, en sus relaciones íntimas, lo mantenía bastante presionado. En
su afán de concebir, los días fértiles lo exprimía a tope, y el resto del mes
lo relegaba al dique seco, para no incordiar al posible óvulo fecundado. Luego,
cuando la temida visita se producía con puntualidad británica, Paula le
retiraba el saludo durante los cuatro días de rigor, para luego repetir la
pauta de exprimir y relegar, exprimir y relegar. Así llevaban año y medio, y
nada. Ningún panecillo en el fogón. Tan obsesionada estaba con el reloj
biológico, que Martín optó por empeñar el de pulsera, convencido de que esos
artilugios del demonio más que ayudar, estresan.
–Ya llegará, preciosa –le decía
oliéndole el nacimiento del pelo. Los dos reposaban en la cama.
–¿De verdad lo crees? Mira que voy a
cumplir cuarenta –respondía Paula dejándose hacer.
–Ningún bebé sería tan tonto de
renunciar a una madre tan hermosa. Está ahí, un poco despistadillo, en eso sale
a su papá, pero cualquier día nos da la sorpresa y viene para quedarse, por lo
menos, por lo menos, hasta los treinta y tres –Paula sonreía–. Y lo llamaremos
Atila, en memoria de mi padre.
–Tu padre se llamaba Gregorio, no
inventes.
–¡Vaya! Yo juraría que era Atila,
rey de los unos, como era contable…
–Siempre afirmaste que era ebanista
–se incorporaba ella fingiendo un enfado.
–Contable, ebanista… Distinto
oficio, pero idéntica rama profesional.
–Yo quiero que se llame Javier y
estudie para abogado –Paula obviaba sus sandeces.
–¿Un abogado en la familia? No sé si
estoy preparado para asumir semejante infamia –cruzaba las manos tras su
cabeza.
–Sí, un abogado, y algún día, cuando
menos te lo esperes, nos divorciaremos los dos de ti y nos buscaremos a otro
–bromeaba ella tocándole la nariz en un gesto de cariño.
–Totalmente de acuerdo, mi vida,
pero que sepas que yo pienso seguir cenando con vosotros en casa.
Paula recuerda con tristeza esas
conversaciones. Ahora, la amenaza de divorcio había adquirido la categoría de
opción, no era un simple juego para distraer la mente y apartarla de la
realidad de sus problemas para convertirse en madre.
–¡Por fin ha sucumbido! –el coro de advenedizos
celebra que la camarera se ha desplomado contra los adoquines. Las emergencias
la evacuan en cuestión de minutos, mientras que el candidato más sagaz, sin
ofrecer explicaciones, se calza las polainas, se hace con la bandeja y les
presenta la cuenta. Su padre echa mano del billetero. Paula lo lamenta de veras
por la chica.
–Hay que saber aprovechar las oportunidades, hija –observa
su madre imbuida por su papel de pepito grillo.
Y Paula intuye entonces que acudirá
a la cena con Gonzalo.
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