La prosperidad. Por un tren del siglo XXI
«Los
dos hombres apagaron al unísono las baterías que prendían las lámparas de sus
cascos. No acostumbraban a cruzar palabra hasta que la jaula los liberaba a ras
de suelo. La proximidad de la boca de la mina les incitaba a tirar de las
suyas. El silencio entre humanos regentaba la mayor parte del día, habitaban
las entrañas de la tierra como aquéllos que asisten a una ceremonia solemne,
los labios apretados, los oídos alerta, cualquier crujido, cualquier arritmia
no percibida podía significar un derrumbe, y un derrumbe les abriría las mismísimas
puertas del infierno.
-Esto
se acaba, Manuel, la mina no rinde, y lo que no rinde no interesa... –aseguró
el más avezado, sacando su saquito de tabaco, su papel finísimo y su cajetilla
de fósforos. Agradeció la calorina de finales de septiembre, aliviaba la
sensación perpetua de humedad adherida a los poros de su piel.
Manuel
le observó melancólico rellenar la hoja de papel transparente y enrollarla
cuidadosamente entre los dedos, prender la cerilla y con la cerilla el pitillo,
y expulsar la boqueada blanquecina que se elevó presurosa para disiparse al
instante sobre sus cabezas brillantes de sudor. A lo lejos, las luces de la
ciudad comenzaban a salpicar el filo del horizonte.
-Siempre
podemos probar en el tren, ése no cerrará nunca –afirmó Manuel, mientras veía
alejarse el último convoy de carga hacia el océano. Él sabía que nunca
conocería el mar, pero sus tres hijos, sus tres hijos podrían viajar cuanto
quisiesen. Si la mina acababa por cerrarse, el material traído del sur
aseguraría el jornal para los obreros.
-No
te engañes, muchacho: el tren es solo para señoritos. Que tu padre minero, pues
tú minero. Que tu padre guardabarrera, pues tú guardabarrera también. Yo lo
tengo decidido, si me echan del pozo, con lo que le saque a la empresa, me
marcho para el norte, que allí hay corte seguro –apuró el cigarrillo, tosió y
se encaramó a la bicicleta-. Voy para la cantina, ¿me acompañas?
Manuel
declinó la oferta. Prefería llegar pronto a casa. Su mujer y sus hijos le
aguardaban, deseosos de meter mano a la olla. “En la cantina solo hay malditos agoreros”
–pensó. Luego se calzó la visera, se metió las manos en los bolsillos y tomó la
calle abajo. Distinguió una camada de chiquillos correteando entre las vías:
“Como alguno de ellos fuera su Antoñito, aquella noche recibiría una buena
tunda…” »