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Trece, de Montaña Campón
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jueves, 22 de febrero de 2018
jueves, 8 de febrero de 2018
Sombras de prosperidad
Para negarme a la mina un relato minero.
«El
viejo minero agarró su carburo y se ató el pañuelo a la cabeza. Su esposa
permanecía clavada junto al fogón. El olor a achicoria impregnaba de amargura los
besos de despedida. Reconocía en su pelo blanco sus propias canas, en su figura
enjuta su misma estampa vencida por la edad,
en su boca sin dientes la falta irremisible de los suyos. “Vaya con
cuidado”, suplicó ella acercándole el pico. Las mismas palabras que pronunciaba
cada mañana desde hacía cuarenta años. “Descuide, mujer” –le contestó él sin
convicción. Entreabrió la puerta de la casa levantada con sus manos, las
cuadrillas de obreros jóvenes recorrían con energía los últimos metros antes de
adentrarse en el pozo. La sirena apremiaba, el cambio de turno era inminente.
Un golpe, dos golpes, tres... El anciano aguardó el sacudir monótono de las
mazas sobre la roca. Arrastró los pies hasta alcanzar la embocadura y se asomó
a la caldera: la jaula subía vacía. Echó los cierres con determinación y
encendió el carburo. Dos golpes metálicos, pero la jaula no se movió. Repitió
la operación, y la jaula no respondió al código aprehendido. Entrevió
aproximarse la silueta del encargado. Le llamó por su nombre. El anciano apagó
el carburo y descorrió los cierres:
-¿Qué diablos hace aquí? Ya sabe lo que
ordenó el ingeniero tras el accidente de ayer: este obrero no sirve más. Debe
retirarse, ceder el puesto a otro que valga.
Algunos trabajadores rezagados se
arremolinaron en torno al viejo y al capataz. Otros muchos asomaron sus cabezas
desde las galerías. El soniquete de hierro y piedra cesó. El anciano se
resistió a salir del montacargas:
-Yo no puedo retirarme, ¡no tengo de qué
otra labor comer! Sé que me he vuelto viejo, que cuando resbalé ahí abajo casi
me rompo la crisma, que ningún otro peón quiere trabajar conmigo, que a mis
años soy un peligro para todos, pero no puedo marcharme así, debo continuar
hasta el final –se le deslizó el pañuelo y descubrió una grave contusión en la
frente.
-Señor Valentín, -el encargado se
ablandó ante el que había sido su maestro-. Con esta actitud me pone usted en
un aprieto con la empresa, y tengo dos
criaturas que alimentar y otra que viene de camino. No puede hacerme esto,
hombre, debe avenirse a razones.
Los mineros, expectantes, sostuvieron la
respiración. Intuían que al final de sus días les aguardaría idéntica situación
de desamparo. Tras unos segundos de reflexión, el viejo Valentín despejó del
elevador. El capataz le palmeó compasivo la espalda. Los demás feligreses le
cedieron el paso con respeto. La figura encorvada, el carburo y el pico,
salieron a cielo abierto. La cuadrilla ocupó la jaula y descendió a su sección.
El capataz ojeaba las indicaciones del ingeniero plasmadas en su libreta cuando
observó que el viejo regresaba.
-Vengo a entregar el pico, no es mío, es
de la empresa –argumentó con fatiga.
-No se hubiera preocupado, Valentín,
hubiera mandado a uno de los chicos a su casa…
-Mi obligación es devolverlo –los ojos
le brillaban profundamente.
-Está bien, lo puede poner ahí, con el
resto de las herramientas. Luego lo entregaré en su nombre, para que no se lo
reclamen.
El hombre asintió con apariencia sumisa.
Alguien reclamó al capataz en la sala de máquinas. El tiempo justo de descuido
para que el viejo se asomase al brocal, arrojase el pico al vacío y se arrojase
tras de él.»
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