Un poco de surrealismo para empezar la semana.
El primo
Era
un hacendado muy apegado a su mamá. Tanto que, cuando ella se marchaba al otro
barrio, la agarró de la mano para darle fuerza y ya nunca más la soltó. Encargó
un ataúd especial con un agujerito, para la mano muerta, y enterraron a la doña
poco profunda, para comodidad de él. Leía el diario cada mañana, mojándose los
dedos de la mano libre para pasar las hojas. Luego, si se terciaba, recibía
visitas allí mismo, en el camposanto. Ya en la tarde bebía licor. Si llovía, un
criado le sostenía un paraguas. Si calentaba el sol, pedía sombrero. Con el
paso de los años, los diarios principiaron a contar las mismas nuevas; las
visitas, a tener las mismas réplicas; el licor, el mismo amargor. Llegó
entonces a cumplirle una prima lejana, tan lejana, que casi no era prima
siquiera. Joven, generosa, las manos sonrosadas. Empezó a dolerle el brazo que
sostenía la mano muerta de su mamá, del lado del corazón que estaba. Y le
pesaba el sol, y la lluvia, y el criado envejecido. Quería hablar con la prima,
caminar con la prima, tomar por esposa a la prima... Si la prima consintiera.
Llamó a voces al criado, que le trajera un hachero. El golpe fue mortal de
necesidad. Con la mitad del cuerpo quebrado salió a buscar a la muchacha.
Vivieron felices los días de agonía, hasta que él, tendido en la cama,
desangrado y macilento, le alargó la mano para pasar juntos el trance del más
allá. Ella no se la negó, es más, le acercó con júbilo su mejor pluma.
Montaña Campón