martes, 21 de noviembre de 2017

La madreperla


Con su primera falta el marido posó alrededor de su cuello un collar de perlas
japonesas, los presentes brindaron por su fortuna, pero a ella se le formó una náusea en el
balcón del estómago. Después, por cada niña que paría, él retiraba un par de piezas de su
garganta, para engarzar unos pendientes, decía. Y así alumbró una, dos, tres... ¡hasta siete! Sin
aliento, con los ojos fuera de órbita, a punto de perecer de angustia, parió niño. Él cortó el
cordón, acurrucó al pequeño en el regazo de ella y desgarró el collar. Las perlas liberadas se
deslizaron por su pecho. Para perderse en tiernas oquedades.

Resultado de imagen de camafeo de madreperlaMontaña Campón

martes, 14 de noviembre de 2017

Guiso de chícharos

Esta es mi participación en el Concurso Día de los Muertos de Zenda Iberdrola. No he sido seleccionada, pero creo que resulta muy divertido. Un abrazo grande, en especial a Lupita Rivera, que me asesoró sobre La Catrina y las celebraciones en México.


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 Guiso de chícharos
En cuanto la vi aparecer por la cocina arrugué el espacio que queda libre entre las cejas:
–Rosita, ya te dije que te quitases la pintura de La Catrina cuando te fueses a dormir. Me habrás ensuciado todas las sábanas.
–Y yo me la quité, mamita linda– mintió con la boca emborronada.
–Pues se te ve muy pintada todavía –me acerqué y me mojé con saliva la yema de los dedos. No fui capaz de sacarle el maquillaje de la cara.
–Debe ser el abuelo –espetó con la prudencia de sus ocho añitos.
–¿El abuelo? Pero, ¡qué chingada estás diciendo! ¡Si el abuelo se fue para el cielo corriendo agosto! –grité yo, que no tengo mesura.
–Pues viene desde ayer conmigo, mamita linda.
Observé donde ella señalaba. Me sacó de mi cuerpo criollo el no distinguirle nada. Sin embargo, una de esas punzadas a la altura del costado, me avisó de que algo raro había. Probé el guiso de chícharos, que había cocinado la víspera en honor a mi padre. El mismo sabor a caca de carnero. Era seguro que no había pasado por allí. Si estaba con la niña, desde luego no había cenado:
–Papá –hablé al lado derecho de la niña, la revolución le había fallado y renegaba de la izquierda–. Esto no es comportamiento para un cadáver. Tienes que regresar de inmediato al más allá.
–Dice que no le da la gana –se tapó la boca Rosita: sabía que por aquello le podía caer un pescozón.
–¿Es que ni muerto nos vas a dejar en paz? –estallé furiosa contra la nada, recordando la agonía sufrida con un padre que repetía que se moría y se moría, y así se tiró veinticinco años, tumbado en la cama, sin enfermedad alguna, solo aquella maldita manía de decir que pasado los sesenta uno ya no es persona, y que como planta quería vivir. Total, que mi madre lo regaba cada día, y él le paría chícharos en primavera.
–Viene a platicar de tu madre, mamita linda –contestó Rosita visiblemente aturdida, espoleada por una mano que yo no percibía.
–¿De mi madre? Y, ¿por qué carajo no se ha ido a buscarla directamente a ella? –me coloqué las manos a la altura de las caderas–: Ya es gana de tocarnos el morral, papá.
–Dice que cuides tu vocabulario y que no tiene el menor interés en salir de México.
–Dile a tu abuelo, cariño, que ya salió de México cuando se murió de verdad.
Rosita meneó la cabeza:
–El no lo cree así, mamita linda.
Miré la cara blanca con ojeras negras de mi hija y claudiqué de nuevo:
–Pregúntale que por qué no se volvió en la madrugada, con los demás difuntos.
La niña se sentó en el sillón con los pies colgando, se sujetó la cabeza con una mano, aburrida de una conversación que le caía grande:
–No le gusta tu guiso de chícharos.
Así que era eso. Mamá no había venido a preparar su guiso favorito y él me lo recriminaba. Por un momento, no supe qué decir. Mi Catrina particular inclinó la cabeza y dejó caer los hombros. Yo quise chillarle, niña y abuelo caprichoso me estaban arruinando la mañana. Pero respiré profundo, le tomé de la mano, y me forcé a serenarme.
–La nana está estudiando las Bellas Artes, ¿verdad que sí, Rosita?
–Está en California, abuelo –apuntó ella–. Fíjate que ahorita va a una escuela como yo.
–Y no ha podido venir porque el avión cuesta muchos dólares –el tema de los pesos siempre había echado para atrás a mi padre.
–Dice que esa señora no tiene que andar estudiando porquerías. ¡Que la llames y que venga! –gritó Rosita rabiosa, saltando del sillón y abriendo la puerta del jardín–. Porque si no, no volverá al cementerio y nos llenará de chícharos toda la casa.
Se largó dando un portazo falto de entendederas. El caso es que a mí me entró la risa, llenar la casa de chícharos, qué ocurrencia. Me quité el delantal para salir a buscarla y me sorprendió el crujir de una vaina bajo los zapatos. “Con tanta tontería no me ha dado tiempo a limpiar como dios manda,” sonreí. Entonces me saltó un chícharo del desaguadero. Abrí la puerta de la despensa, ya con los chícharos detrás de la oreja y una avalancha de semillas verdes cubrió el piso. 
 
           
            –Hija, pues yo no puedo volverme de California por una pataleta de tu padre. Ya lo aguanté bastante de vivo, no voy a soportarle exigencias… ¡después de muerto!
            –Te entiendo mamá –asentí con la cabeza al celular­–. Pero nos ha puesto la casa… –Le hablé más bajito, para que solo escuchara ella–: Yo creo que si le mandas el guiso por paquete se calma y se va.
            Que sabía a cartón, se quejó a través de Rosita, y de la alcachofa de la ducha nos llovieron chícharos. Que tenía un regusto a fuel, apuntó la semana siguiente, porque mamá envió el plato en avión. Y nos llenó de chícharos el sofá. Que el chile no era chile piquín, que le sobraba agua al cocer, que se los hervía en exceso. Total que, con la casa pringada en puré  de color verde y no viendo remedio en la distancia, mamá se personó todo un fin de semana, los cocinó por toneladas y se regresó a California. Así, cada vez que la niña me amanece Catrina, le descongelo un plato y se le calma el temperamento. A veces, si la soledad le aprieta, se nos queda por casa un par de días, pinchando a Rosita. Entonces telefoneo a mi madre, le solloza sus penas y se vuelve al panteón. Este verano la nana va a pasar unos días con nosotras. Lo malo es que se ha echado un novio gringo.
     
 

 Montaña Campón




domingo, 12 de noviembre de 2017

Esta mañana, en el Canal Extremadura Radio, Agustín Segovia y Tomasi Pérez han leído tres relatos de Trece, en el programa cultural La Alborada. Gracias.
Enlazo la grabación
http://www.canalextremadura.es/alacarta/radio/audios/alborada-121117




domingo, 5 de noviembre de 2017

Trece, de Montaña Campón.

Trece es un libro con mucha historia, en concreto, con trece historias diferentes. Todas tienen un punto en común, el humo, ya sea de cigarrillo o de brasas o de puchero, el humo está presente en cada uno de los cuentos. Pero también es un libro en los que hay mujeres fuertes, muchas en la sombra, como la tía Chesca en La cacería, otras tomando las riendas de la vida como hace Cloé en Callos a la madrileña. La plegaria, la presa, Los tres revolucionarios. No sabría con cual comulgar. Todos tienen fuerza, todos tienen ternura. Os invito por tanto a acercaros a la lectura de un libro tan cuidado, un pequeño tesoro, con tantas virtudes y seguro que muchas faltas. Un abrazo.
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  Montaña Campón
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