Con su primera falta el marido posó
alrededor de su cuello un collar de perlas
japonesas, los presentes brindaron por su
fortuna, pero a ella se le formó una náusea en el
balcón del estómago. Después, por cada
niña que paría, él retiraba un par de piezas de su
garganta, para engarzar unos pendientes,
decía. Y así alumbró una, dos, tres... ¡hasta siete! Sin
aliento, con los ojos fuera de órbita, a
punto de perecer de angustia, parió niño. Él cortó el
cordón, acurrucó al pequeño en el regazo
de ella y desgarró el collar. Las perlas liberadas se
deslizaron por su pecho. Para perderse en tiernas oquedades.
Montaña Campón
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