miércoles, 18 de marzo de 2020

El secreto del Coronel de Montaña Campón. Capítulos 9 y 10




UN

Martín y doña María Elena pasan como una exhalación junto al coche abandonado. No pueden detenerse, decenas de parroquianos en pie de guerra les pisan la rueda trasera.
            –¡Acelere, hombre, acelere, que nos pillan! –anima la anciana a grito pelado desde la posición de paquete.
            –Hago lo que puedo, señora, ¡lo que puedo! Y no se arrime tanto, leches, ¡que conoce usted a mi esposa! –se queja Martín en el mismo tono, bastante apurado.
            –Es que temo que me deje tirada otra vez. Lo he pasado tan mal durante su ausencia
            –¡Pues encima del escenario se la veía bastante sueltecita! Además, cuando yo me desperté usted ya había desaparecido. ¿Es que no recuerda nada?
            –Ni jota. De repente, me hallé en un bar de cupletistas y ya sabe usted el dicho: ‘Donde fueres, haz lo que vieres’. Pero, corra, corra, ¡que nos liquidan!

La persecución se complica por momentos. Varios vehículos alcanzan su altura, y por mucho que apure el acelerador, la moto no da más de sí. Los coches intentan cerrarles el paso para sacarlos de la calzada. Martín los esquiva como un piloto de fórmula uno montado en una moto de cincuenta. Tantas décadas colgado de los videojuegos por fin dan resultado. A las matemáticas, en cambio, todavía no les ha encontrado uso alguno. Materias inútiles aparte, la cuestión que nos ocupa, analizada a través de los retrovisores pinta bastante fea. Por unos instantes, esos en los que el último rayo de sol se zambulle en el horizonte, piensa que se ha quedado solo en la carretera, pero de inmediato, como una orquesta impecablemente dirigida, los faros se iluminan al unísono y puede comprobar con desagrado que sus perseguidores siguen al acecho. Se le pasa por la cabeza soltar el lastre humano para aligerar la máquina, idea que desestima al recordar las palabras de su esposa, que en esas circunstancias cobran más importancia si cabe, no ya porque pueda o no pueda regresar del brazo de la vieja, sino porque pueda regresar él mismamente, sano y salvo. Aun con los ojos empañados por la velocidad y algún que otro mosquito, distingue el cartel salvador: Comunidad de Castilla la Mancha. Solo faltan unos metros para alcanzar la línea divisoria entre comunidades, el cambio de jurisdicción, la libertad, el exilio. Un esfuerzo más de motor y fe, unos segundos más y ¡zas! su pesadilla habrá concluido. El ¡zas! se torna entonces en un pof, pof, pof, pof, la moto pierde fuelle, y conductor y paquete se ven abocados al asfalto poco antes de cruzar el cartel libertador. Haciendo gala de buenos reflejos y excelente forma física, ambos sortean la línea imaginaria que los separa de la comunidad quijotesca, y al percatarse de que la división territorial no frena los pies al enemigo, que prosigue su avance sin cuartel y hacia ellos, ponen pies en polvorosa a campo traviesa haciendo suya la frase: “Ancha es Castilla”.



DOS

–Rita, empiezas a preocuparme –afirma el papá con un combinado en la mano.
            –Yo tampoco lo veo claro, mamá –añade Paula.
           
Han salido de compras y comparten refrigerio aposentados en una terraza castiza. La camarera viste polainas y parece a punto de sufrir una lipotimia. “¿Por qué no te las quitas? Hace un calor de muerte” –sugiere Paula en un alarde de empatía. “¿Ve aquella mesa del fondo?” –refiere la chica en privado. Paula dirige su mirada hacia la mesa en cuestión, ocupada por unas diez o quince personas. Asiente con la cabeza. “Pues todos son candidatos a dejarme en la calle.” Paula la mira sin comprender. “Vienen cada tarde, currículo en mano, con la esperanza de que este absurdo atuendo acabe conmigo. Alguno, al verme flaquear, ha tenido la audacia de avisar al ciento doce. Pero yo no me amilano, no se crea: mareada y todo sigo sirviendo refrescos y altramuces. Y de vez en cuando, para fastidiar a los del fondo, suelto una carcajada. ¡Veranillos a mí, que soy de la provincia de Badajoz!”. La joven corre a atender una nueva mesa lanzando una risotada como de metal oxidado. A Paula le dan un poco de lástima los aspirantes, que ya de tanto coincidir parecen un grupo de amigos a punto de jugarse unas cartas. Su madre prosigue con la cantinela:
            –Si acusásemos a Martín de secuestrar a la vieja, tú quedarías exonerada de cualquier responsabilidad ante la familia. Incluso podríamos exigir un rescate, con lo tonto que es tu marido seguro que lo matan antes de que pueda dar su versión de los hechos.
            –¡Mamá!
–¡Rita! –se pisan las exclamaciones.
            –¿Qué paasa? Desde luego no sabéis cómo encajar un chascarrillo. Aunque siendo sincera, unos ingresos extras no le vendrían mal a la niña, porque poco vamos a poder sacar de ese muerto de hambre.
            –Yo no sé si quiero divorciarme... –suelta Paula chupando de la pajita.
            –Que sí hija, que sí que quieres. Piénsalo bien: libre, soltera, sin hijos, gracias a la crisis profunda del esperma español, y todavía en un estado medianamente aceptable. Ya me gustaría a mí volver a estar en el mercado, ya me gustaría... –afirma con ensoñación–. Pero a mi edad y con mis achaques, ligar sería un milagro –su marido arruga el gesto–. Y un desacierto, cariño, un desacierto.

            Paula apura la gaseosa de limón. Está muy cabreada con Martín, no entiende cómo ha podido traicionarla. Es verdad que últimamente, en sus relaciones íntimas, lo mantenía bastante presionado. En su afán de concebir, los días fértiles lo exprimía a tope, y el resto del mes lo relegaba al dique seco, para no incordiar al posible óvulo fecundado. Luego, cuando la temida visita se producía con puntualidad británica, Paula le retiraba el saludo durante los cuatro días de rigor, para luego repetir la pauta de exprimir y relegar, exprimir y relegar. Así llevaban año y medio, y nada. Ningún panecillo en el fogón. Tan obsesionada estaba con el reloj biológico, que Martín optó por empeñar el de pulsera, convencido de que esos artilugios del demonio más que ayudar, estresan.
            –Ya llegará, preciosa –le decía oliéndole el nacimiento del pelo. Los dos reposaban en la cama.
            –¿De verdad lo crees? Mira que voy a cumplir cuarenta –respondía Paula dejándose hacer.
            –Ningún bebé sería tan tonto de renunciar a una madre tan hermosa. Está ahí, un poco despistadillo, en eso sale a su papá, pero cualquier día nos da la sorpresa y viene para quedarse, por lo menos, por lo menos, hasta los treinta y tres –Paula sonreía–. Y lo llamaremos Atila, en memoria de mi padre.
            –Tu padre se llamaba Gregorio, no inventes.
            –¡Vaya! Yo juraría que era Atila, rey de los unos, como era contable…
            –Siempre afirmaste que era ebanista –se incorporaba ella fingiendo un enfado.
            –Contable, ebanista… Distinto oficio, pero idéntica rama profesional.
            –Yo quiero que se llame Javier y estudie para abogado –Paula obviaba sus sandeces.
            –¿Un abogado en la familia? No sé si estoy preparado para asumir semejante infamia –cruzaba las manos tras su cabeza.
            –Sí, un abogado, y algún día, cuando menos te lo esperes, nos divorciaremos los dos de ti y nos buscaremos a otro –bromeaba ella tocándole la nariz en un gesto de cariño.
            –Totalmente de acuerdo, mi vida, pero que sepas que yo pienso seguir cenando con vosotros en casa.
            Paula recuerda con tristeza esas conversaciones. Ahora, la amenaza de divorcio había adquirido la categoría de opción, no era un simple juego para distraer la mente y apartarla de la realidad de sus problemas para convertirse en madre.
           
–¡Por fin ha sucumbido! –el coro de advenedizos celebra que la camarera se ha desplomado contra los adoquines. Las emergencias la evacuan en cuestión de minutos, mientras que el candidato más sagaz, sin ofrecer explicaciones, se calza las polainas, se hace con la bandeja y les presenta la cuenta. Su padre echa mano del billetero. Paula lo lamenta de veras por la chica.      
–Hay que saber aprovechar las oportunidades, hija –observa su madre imbuida por su papel de pepito grillo.
            Y Paula intuye entonces que acudirá a la cena con Gonzalo.



No hay comentarios:

Publicar un comentario