martes, 17 de marzo de 2020


El secreto del Coronel de Montaña Campón. Capítulos 7 y 8 



UN

Se encarama a la primera hormigonera que se ofrece a llevarle. La conduce una criatura ambigua y de pocas palabras. Martín en cambio, es un radio transmisor que difunde pelos y señales de sus desventuras. El conductor le permite expresarse libremente, quizás entretenido con la charla. Martín observa el reguero de panchitos en el suelo de la cabina y cree desfallecer.
            –¿Tienes más cacahuetes? –pregunta azuzado por el instinto de supervivencia.
            –En la guantera –señala el ente con generosidad.
            Con avidez de aminoácidos, Martín abre el cofre del tesoro. Revuelve entre mapas, objetos de dudosa procedencia y destino, un chaleco reflectante, una linterna, un revólver, y encuentra el ansiado botín que engulle casi sin masticar. Con el estómago en posición de ‘bien está, menos da una piedra’ cae en la cuenta de la presencia del revólver y empieza a desconfiar de las intenciones de su ‘bienhaciente’.
            –Bueno, compadre, yo me apeo aquí mismo –propone, temblando como un junco en el lodazal.
            La masa anfibia frena el camión y clava los ojos en su presa. Martín se siente encoger como un insecto ante la lengua kilométrica de un sapo.
            –No le he entendido bien, ¿ya quiere bajarse?
            –Si a usted le parece conveniente… –teme por su vida.
            –Comprenderá que no lo considere del todo correcto. ¿No comentó usted que buscaba a una vieja que estaba a su cargo?
            –Sí, sí, sí, sí –contesta Martín sin atisbo de entendederas.
            –Y ¿no añadió usted que su mujer, a la que adora, estaría aguardando una llamada suya?
            –Sí, sí, sí, sí –repite Martín el estribillo.
            –Y… ¿quiere bajarse aquí?
            –Aquí mismo, tengo una urgencia –manifiesta Martín para disimular, mientras aterriza de boca sobre el asfalto.
–¡Degenerado! –grita el camionero desde su cabina.
–¡Psicópata! –contesta Martín esgrimiendo un dedo.
            El de la hormiguera hace amago de descender de su claustro y Martín se refugia a la carrera en el edificio que se levanta providencialmente a sus espaldas.
             

Primero le parece una cafetería. Luego, cuando decenas de señoritas en paños menores le rodean y toquetean sin pudor alguno, resuelve que es un puticlub, y de los grandes. Está en un tris de dejarse llevar por aquellas sirenas descocadas, pero la imagen de Paula con una sartén en la mano, y la circunstancia de que no lleva ni un euro en la cartera, le impelen a recobrar pronto la cordura.
–Chicas, chicas... Soy un hombre casado –las aparta con educación.
–Pues por eso, a nosotras nos molan los hombres casados... –vuelven a rodearle.
–Ya, ji, ji, pero a mi señora no le molan nada las prostitutas –refiere, encaminándose hasta la barra. Una chica monísima, con unos pechos monísimos, le atiende tras el mostrador.
–¿Podría hacer una llamada? –pregunta aturdido por tanta monería junta.
            La chica duda un segundo y coloca un teléfono fijo a su alcance.
–Si la llamada es local, te cobro un euro; si es nacional, tres; si es al extranjero, ni lo intente. Y si te tomas una copa, no te cobro la llamada.
–La copa de marras, ¿iría con un pincho de tortilla? –la necesidad le apremia.
–Tortilla no, pero un plato de aceitunas si podría agenciarte.
–¿Con anchoa? –se ilusiona.
–Con pimiento, comprenderás que la anchoa en Madrid, nos cae más a trasmano.
–¿Aceptan visa?
–Aceptamos hasta el carné de biblioteca si te empeñas.
            Martín pide un gin–tonic. Ella lo sirve solícita y divertida. Las aceitunas las vacía directamente de la lata a un bol de color fucsia. Él las vacía directamente del susodicho bol al fondo de su garganta.
            –¿No podrías...? –insinúa.
            –Por cada copa un cuenco –informa la chica jugueteando con su melena.
            –¿Tenéis patatas?
            –Y gominolas... –el pececito pica el anzuelo.
            Un par de horas después, el local está atestado de público mayoritariamente varón, que alterna con público mayoritariamente mujer, a voz en grito. Martín, con el estómago repleto de aceitunas, gominolas y patatas, ha recuperado la capacidad para pensar con soltura. Sin rastro de la vieja, insiste en poner el caso en manos de Paula, confía en que ella sabrá indicarle cómo salir del atolladero. Marca el móvil de su mujer. Ella descuelga con el primer tono.
            –Me tenías preocupada, ¿no habéis llegado todavía?
            –No, aún no hemos llegado –balbucea Martín con la lengua trabada por los muchos gin tonic que lleva encima.
            –¿Cómo dices? ¿Y esa música de local de alterne? –Paula afina el radar–. No estarás en un garito de carretera, de esos con luces de colores y mujeres en bolas...
            –No amorcito, no. Te llamo desde una tasca de polígono –miente Martín, ella se relaja–. Por cierto, Paula, he extraviado a doña María Elena.
            –¿Cóoooooomo?
            El berrido suena tan fuerte que acalla la juerga y a los juerguistas. Martín cuelga el teléfono, que rápidamente vuelve a sonar. Lo rescata la chica de las aceitunas y canturrea el nombre del local, la dirección y los servicios que ofrece. Todos pueden escuchar: "¡Que se ponga ese malnacido!" Y todos siguen la serie indefinida de improperios que le dedica la tal santa a un Martín en actitud penitente. Paula finaliza su repertorio con una amenaza:
            –¡Y por aquí no se te ocurra volver, si no es del brazo de doña María Elena!
El silencio se materializa en la línea. La chica de las aceitunas levanta su vaso para brindar: "¡Por que la encuentre!". Y los alternantes caen en la trampa y apuran sus bebidas, circunstancia que ella aprovecha rauda para rellenar y facturar. La música se eleva hasta entontecerlos. Martín, disgustado por su capacidad de complicarse la vida, pide la cuenta con la intención de largarse de allí. "Mil doscientos euros" –solicita la chica sin pestañear. Martín le entrega la tarjeta. Ella se la regresa echando humo. Al salir, recibe algunas palmaditas de aliento en los omóplatos. Ya en la calle, el aire caliente aplasta el desierto lunar. La fiesta en el interior va “in crescendo”, los altavoces anuncian la inminente actuación de una vedette nueva y exótica recién contratada. Al oír su nombre artístico, Lena de Troya, el corazón le da un pálpito. Penetra de nuevo en el local para descubrir a doña María Elena sobre el escenario, en ropa interior, entonando una canción licenciosa. Los olés y los aplausos evidencian que la gente beoda no demuestra criterio alguno. "El alcohol es lo que tiene", se dice Martín, tambaleándose como una peonza hasta alcanzar las tablas. Lena de Troya concluye su actuación enseñando el trasero. La ovación es vergonzante. Martín se apresura a cubrirla con un tapete de las mesas inmediatas, y en su intento de preservar la decencia de la abuela derrama varias copas. Este hecho aislado suscita un profundo malestar entre sus congéneres. Alguien propone: “¡A por ellos!” Y cada cual toma al que más cerca tiene y le saca una buena tunda. En el furor de la contienda, Martín agarra a la vieja y huye por la puerta de atrás. La única motocicleta entre decenas de automóviles parece implorar a gritos que la hurte. Justo cuando los del prostíbulo han conseguido organizarse en su contra con un objetivo común, destrozarle la cara, el puente funciona, la moto arranca y salen a toda pastilla por la vía de servicio.





DOS

Paula no da crédito: su marido ha extraviado a una anciana de noventa años. No habían transcurrido doce horas desde que la encomendó a sus cuidados, y ya la había perdido, como aquél que pierde un mechero. No contento con este suceso del todo desagradable, se mete en un burdel de la carretera de Valencia, que la chica lo ha dejado muy clarito al atender el teléfono:
            –Club La Oportunidad, carretera de Valencia, Mariola al aparato.
Si lo tuviera delante… Paula arremete contra los cojines que culminan su cama matrimonial. Descarga su frustración con tanta energía que los agredidos inertes restallan en cientos de plumas, y la ponen perdida a ella y sus aledaños. Su madre llama a la puerta y penetra en el cuarto en el instante en que las plumas toman suelo y mujer encabritada.
            –¿Qué ha pasado aquí? –sonríe con malevolencia.
            –¿A qué te refieres, mamá? –disimula Paula.
            –Creí oírte discutir con alguien, y como te hacía sola, acudí a prestarte ayuda… o apoyo… o una escoba… O lo que sea.
            –Mamá, ¡Martín se ha ido de putas! –lloriquea sobre su hombro.
            –Nada, nada, hija, le habrás entendido mal … –la retira para sacudirse.
            –Que no, que me ha hecho una llamada muy rara, se la he devuelto, y ha contestado una tal Mariola, que cobra cien por un completo.
            Su mamá la coge por los hombros:
            –No quiero aprovechar esta oportunidad para recordarte que te lo advertí, Paula, no disfruto con hacer sangre, pero ¡te lo dije, te lo dije! ¡Ese tipo es un impresentable! –denotan cierta satisfacción sus palabras.
            –Mamá, modérate, que ese impresentable todavía es mi marido.
            –Pide el divorcio, hija, ¡pídelo!  Además, ahora se puede alegar cualquier causa: que ronca, el divorcio; que tiene un lunar que no te había enseñado, el divorcio; que cumple veinticinco, el divorcio. ¡Qué la fregona, la fregona! ¡El divorcio es el invento del milenio! La liberación de la mujer ¡es el divorcio!
            –Rita, ¡sosiégate! –se persona su padre resuelto a repeler sus aspavientos de loca.
            –Ya sabes cielo que no lo digo por ti –replica, zalamera. Tú y yo, juntitos, juntitos... hasta que la muerte nos separe.
            –O las redes sociales que frecuentas –añade el papá. ¿Qué escándalo es éste? ¿Qué te ha pasado, niña?
            –Martín es... Martín es... –se cubre la cara con las manos.
            –¡Martín es un putero! Con todos mis respetos, cariño.
            –Rita, Rita, siéntate, que te va a subir la tensión –la acomoda en la cama y sale con su hija al pasillo–. ¿A qué se refiere? –susurra.
            –Papá, lo he pillado telefoneando desde un local de la carretera de Valencia, uno que se llama la ocasión, la oportunidad o el ahora o nunca –explica Paula entre sollozos. Su padre le tiende un pañuelo.
            –Hija, no siempre las cosas suceden como aparentan. Él ¿qué te ha dicho? –intenta inyectar una dosis de cordura.
            –¡Que ha perdido a doña María Elena!
            –¿Ves cómo todo tiene una explicación, niña? Ha perdido a la señora y la está buscando en el gremio de la hostelería. La tal Mariola le estará ayudando desinteresadamente, y aquí paz y después gloria.
            –Yo no he nombrado a Mariola, papá –recela Paula.
            –Quién dice Mariola, dice Susana. Bárbara, Rubí, Lolita, ¡pues no hay nombres en el negocio de la restauración! Lo que quiero hacerte comprender, hija, es que un desliz lo puede tener cualquiera. Además, antes de juzgar, hay que escuchar la versión del presunto deslizado.
            –¿Qué versión ni qué versión? –se entromete su mujer en la entrevista. ¡Unos cuernos no se pueden tomar a la ligera! Hay que cortar por lo sano.
            –¿Los cuernos? –cuestionan padre e hija.
            –Los cuernos no, la relación –sentencia. Habremos de llamar al abogado, que vaya redactando los documentos. En cuanto a la vieja esa que supuestamente cuidáis...


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