El secreto del Coronel de Montaña Campón. Capítulos 7 y 8
UN
Se encarama a la primera hormigonera que
se ofrece a llevarle. La conduce una criatura ambigua y de pocas palabras.
Martín en cambio, es un radio transmisor que difunde pelos y señales de sus
desventuras. El conductor le permite expresarse libremente, quizás entretenido
con la charla. Martín observa el reguero de panchitos en el suelo de la cabina
y cree desfallecer.
–¿Tienes
más cacahuetes? –pregunta azuzado por el instinto de supervivencia.
–En
la guantera –señala el ente con generosidad.
Con
avidez de aminoácidos, Martín abre el cofre del tesoro. Revuelve entre mapas,
objetos de dudosa procedencia y destino, un chaleco reflectante, una linterna,
un revólver, y encuentra el ansiado botín que engulle casi sin masticar. Con el
estómago en posición de ‘bien está, menos da una piedra’ cae en la cuenta de la
presencia del revólver y empieza a desconfiar de las intenciones de su
‘bienhaciente’.
–Bueno,
compadre, yo me apeo aquí mismo –propone, temblando como un junco en el
lodazal.
La
masa anfibia frena el camión y clava los ojos en su presa. Martín se siente
encoger como un insecto ante la lengua kilométrica de un sapo.
–No
le he entendido bien, ¿ya quiere bajarse?
–Si a
usted le parece conveniente… –teme por su vida.
–Comprenderá
que no lo considere del todo correcto. ¿No comentó usted que buscaba a una
vieja que estaba a su cargo?
–Sí,
sí, sí, sí –contesta Martín sin atisbo de entendederas.
–Y
¿no añadió usted que su mujer, a la que adora, estaría aguardando una llamada
suya?
–Sí,
sí, sí, sí –repite Martín el estribillo.
–Y…
¿quiere bajarse aquí?
–Aquí
mismo, tengo una urgencia –manifiesta Martín para disimular, mientras aterriza
de boca sobre el asfalto.
–¡Degenerado! –grita el camionero desde su cabina.
–¡Psicópata! –contesta Martín esgrimiendo un dedo.
El de la hormiguera hace amago de
descender de su claustro y Martín se refugia a la carrera en el edificio que se
levanta providencialmente a sus espaldas.
Primero le parece una cafetería. Luego, cuando decenas
de señoritas en paños menores le rodean y toquetean sin pudor alguno, resuelve
que es un puticlub, y de los grandes. Está en un tris de dejarse llevar por
aquellas sirenas descocadas, pero la imagen de Paula con una sartén en la mano,
y la circunstancia de que no lleva ni un euro en la cartera, le impelen a
recobrar pronto la cordura.
–Chicas, chicas... Soy un hombre casado –las aparta
con educación.
–Pues por eso, a nosotras nos molan los hombres
casados... –vuelven a rodearle.
–Ya, ji, ji, pero a mi señora no le molan nada las
prostitutas –refiere, encaminándose hasta la barra. Una chica monísima, con
unos pechos monísimos, le atiende tras el mostrador.
–¿Podría hacer una llamada? –pregunta aturdido por
tanta monería junta.
La chica duda un segundo y coloca un
teléfono fijo a su alcance.
–Si la llamada es local, te cobro un euro; si es
nacional, tres; si es al extranjero, ni lo intente. Y si te tomas una copa, no
te cobro la llamada.
–La copa de marras, ¿iría con un pincho de tortilla?
–la necesidad le apremia.
–Tortilla no, pero un plato de aceitunas si podría
agenciarte.
–¿Con anchoa? –se ilusiona.
–Con pimiento, comprenderás que la anchoa en Madrid,
nos cae más a trasmano.
–¿Aceptan visa?
–Aceptamos hasta el carné de biblioteca si te empeñas.
Martín pide un gin–tonic. Ella lo
sirve solícita y divertida. Las aceitunas las vacía directamente de la lata a
un bol de color fucsia. Él las vacía directamente del susodicho bol al fondo de
su garganta.
–¿No podrías...? –insinúa.
–Por cada copa un cuenco –informa la
chica jugueteando con su melena.
–¿Tenéis patatas?
–Y gominolas... –el pececito pica el
anzuelo.
Un par de horas después, el local
está atestado de público mayoritariamente varón, que alterna con público
mayoritariamente mujer, a voz en grito. Martín, con el estómago repleto de
aceitunas, gominolas y patatas, ha recuperado la capacidad para pensar con
soltura. Sin rastro de la vieja, insiste en poner el caso en manos de Paula,
confía en que ella sabrá indicarle cómo salir del atolladero. Marca el móvil de
su mujer. Ella descuelga con el primer tono.
–Me tenías preocupada, ¿no habéis
llegado todavía?
–No, aún no hemos llegado –balbucea
Martín con la lengua trabada por los muchos gin tonic que lleva encima.
–¿Cómo dices? ¿Y esa música de local
de alterne? –Paula afina el radar–. No estarás en un garito de carretera, de
esos con luces de colores y mujeres en bolas...
–No amorcito, no. Te llamo desde una
tasca de polígono –miente Martín, ella se relaja–. Por cierto, Paula, he
extraviado a doña María Elena.
–¿Cóoooooomo?
El berrido suena tan fuerte que
acalla la juerga y a los juerguistas. Martín cuelga el teléfono, que
rápidamente vuelve a sonar. Lo rescata la chica de las aceitunas y canturrea el
nombre del local, la dirección y los servicios que ofrece. Todos pueden escuchar:
"¡Que se ponga ese malnacido!" Y todos siguen la serie indefinida de
improperios que le dedica la tal santa a un Martín en actitud penitente. Paula
finaliza su repertorio con una amenaza:
–¡Y por aquí no se te ocurra volver,
si no es del brazo de doña María Elena!
El silencio se materializa en la línea. La chica de
las aceitunas levanta su vaso para brindar: "¡Por que la encuentre!".
Y los alternantes caen en la trampa y apuran sus bebidas, circunstancia que
ella aprovecha rauda para rellenar y facturar. La música se eleva hasta
entontecerlos. Martín, disgustado por su capacidad de complicarse la vida, pide
la cuenta con la intención de largarse de allí. "Mil doscientos
euros" –solicita la chica sin pestañear. Martín le entrega la tarjeta.
Ella se la regresa echando humo. Al salir, recibe algunas palmaditas de aliento
en los omóplatos. Ya en la calle, el aire caliente aplasta el desierto lunar.
La fiesta en el interior va “in crescendo”, los altavoces anuncian la inminente
actuación de una vedette nueva y exótica recién contratada. Al oír su nombre
artístico, Lena de Troya, el corazón le da un pálpito. Penetra de nuevo en el
local para descubrir a doña María Elena sobre el escenario, en ropa interior,
entonando una canción licenciosa. Los olés y los aplausos evidencian que la
gente beoda no demuestra criterio alguno. "El alcohol es lo que
tiene", se dice Martín, tambaleándose como una peonza hasta alcanzar las
tablas. Lena de Troya concluye su actuación enseñando el trasero. La ovación es
vergonzante. Martín se apresura a cubrirla con un tapete de las mesas
inmediatas, y en su intento de preservar la decencia de la abuela derrama
varias copas. Este hecho aislado suscita un profundo malestar entre sus
congéneres. Alguien propone: “¡A por ellos!” Y cada cual toma al que más cerca
tiene y le saca una buena tunda. En el furor de la contienda, Martín agarra a
la vieja y huye por la puerta de atrás. La única motocicleta entre decenas de
automóviles parece implorar a gritos que la hurte. Justo cuando los del prostíbulo
han conseguido organizarse en su contra con un objetivo común, destrozarle la
cara, el puente funciona, la moto arranca y salen a toda pastilla por la vía de
servicio.
DOS
Paula no da crédito: su marido ha extraviado a una
anciana de noventa años. No habían transcurrido doce horas desde que la
encomendó a sus cuidados, y ya la había perdido, como aquél que pierde un
mechero. No contento con este suceso del todo desagradable, se mete en un
burdel de la carretera de Valencia, que la chica lo ha dejado muy clarito al
atender el teléfono:
–Club La Oportunidad, carretera de
Valencia, Mariola al aparato.
Si lo tuviera delante… Paula arremete contra los
cojines que culminan su cama matrimonial. Descarga su frustración con tanta
energía que los agredidos inertes restallan en cientos de plumas, y la ponen
perdida a ella y sus aledaños. Su madre llama a la puerta y penetra en el
cuarto en el instante en que las plumas toman suelo y mujer encabritada.
–¿Qué ha pasado aquí? –sonríe con
malevolencia.
–¿A qué te refieres, mamá? –disimula
Paula.
–Creí oírte discutir con alguien, y
como te hacía sola, acudí a prestarte ayuda… o apoyo… o una escoba… O lo que
sea.
–Mamá, ¡Martín se ha ido de putas!
–lloriquea sobre su hombro.
–Nada, nada, hija, le habrás entendido
mal … –la retira para sacudirse.
–Que no, que me ha hecho una llamada
muy rara, se la he devuelto, y ha contestado una tal Mariola, que cobra cien
por un completo.
Su mamá la coge por los hombros:
–No quiero aprovechar esta
oportunidad para recordarte que te lo advertí, Paula, no disfruto con hacer
sangre, pero ¡te lo dije, te lo dije! ¡Ese tipo es un impresentable! –denotan
cierta satisfacción sus palabras.
–Mamá, modérate, que ese
impresentable todavía es mi marido.
–Pide el divorcio, hija,
¡pídelo! Además, ahora se puede alegar
cualquier causa: que ronca, el divorcio; que tiene un lunar que no te había
enseñado, el divorcio; que cumple veinticinco, el divorcio. ¡Qué la fregona, la
fregona! ¡El divorcio es el invento del milenio! La liberación de la mujer ¡es
el divorcio!
–Rita, ¡sosiégate! –se persona su
padre resuelto a repeler sus aspavientos de loca.
–Ya sabes cielo que no lo digo por
ti –replica, zalamera. Tú y yo, juntitos, juntitos... hasta que la muerte nos
separe.
–O las redes sociales que frecuentas
–añade el papá. ¿Qué escándalo es éste? ¿Qué te ha pasado, niña?
–Martín es... Martín es... –se cubre
la cara con las manos.
–¡Martín es un putero! Con todos mis
respetos, cariño.
–Rita, Rita, siéntate, que te va a
subir la tensión –la acomoda en la cama y sale con su hija al pasillo–. ¿A qué
se refiere? –susurra.
–Papá, lo he pillado telefoneando
desde un local de la carretera de Valencia, uno que se llama la ocasión, la
oportunidad o el ahora o nunca –explica Paula entre sollozos. Su padre le
tiende un pañuelo.
–Hija, no siempre las cosas suceden
como aparentan. Él ¿qué te ha dicho? –intenta inyectar una dosis de cordura.
–¡Que ha perdido a doña María Elena!
–¿Ves cómo todo tiene una
explicación, niña? Ha perdido a la señora y la está buscando en el gremio de la
hostelería. La tal Mariola le estará ayudando desinteresadamente, y aquí paz y
después gloria.
–Yo no he nombrado a Mariola, papá
–recela Paula.
–Quién dice Mariola, dice Susana.
Bárbara, Rubí, Lolita, ¡pues no hay nombres en el negocio de la restauración!
Lo que quiero hacerte comprender, hija, es que un desliz lo puede tener
cualquiera. Además, antes de juzgar, hay que escuchar la versión del presunto
deslizado.
–¿Qué versión ni qué versión? –se
entromete su mujer en la entrevista. ¡Unos cuernos no se pueden tomar a la
ligera! Hay que cortar por lo sano.
–¿Los cuernos? –cuestionan padre e
hija.
–Los cuernos no, la relación
–sentencia. Habremos de llamar al abogado, que vaya redactando los documentos.
En cuanto a la vieja esa que supuestamente cuidáis...
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