lunes, 16 de marzo de 2020

El secreto del Coronel de Montaña Campón (capítulos 5 y 6)


UN

Le despabila el ángelus de radio episcopal. Sin saber muy bien dónde se encuentra, se atusa los rizos en el espejo de cortesía. Bosteza y se rasca la frente. Nota algo pegado en el entrecejo, y al separarlo de la piel arranca las vellosidades. Unas gotas saladas le humedecen las mejillas.
–Pero… ¿Qué puñetas es esto? –se pregunta mientras sostiene entre los dedos el caramelo peludo. Observa a su alrededor. El coche que habita está parado en medio de la nada. Una cementera convierte el horizonte en un paisaje lunar ceniciento, no se distingue un árbol en varios kilómetros a la redonda. Hace cuerpo a tierra y peina la zona: ni rastro de bicho viviente. Se levanta y prende un cigarrillo. Pasa una patrulla y lo multa por fumar cerca de la capital. Apaga el cigarrillo. Juraría que él no viajaba solo. Empieza a sentir algo parecido a una preocupación. La deshecha. Embarca otra vez en el auto y sintoniza las noticias. Transcurre hora y media, y con los resultados de la liga estima conveniente telefonear a su esposa.
–Paula, ¡an–che ganó el at–tic!
–¿Cómo? –chilla ella.
–Creo no ten– co–ber–tu–ra. Chao.
 Las dos de la tarde. El hambre hace que ingiera las uñas. Un gallo canta a lo lejos, tal vez haya una granja. Se relame pensando en unos huevos fritos con panceta. Esa suculenta imagen le incita a poner en marcha el coche. El piloto de la gasolina le advierte de que está seco. Se le olvidó repostar antes de emprender la maldita excursión. Si doña María Elena le hubiera avisado con tiempo del viaje… Por fin una luz logra penetrar en su cabeza nublada:
–¡Ay madre! ¡La vieja! –se desbarata en alaridos dentro y fuera del coche. ¡Que he perdido a la vieja!
            En un esfuerzo por calmarse llama a emergencias. Le informan con amabilidad que no pueden poner en marcha el protocolo de desaparecidos hasta transcurridas las primeras cuarenta y ocho horas...
–¡Pero si es una mujer de noventa años! –intenta situarles en su mismo brete.
–Pues por eso, como es mayor de edad no se apure, casi siempre regresan a las pocas horas. Igual ha decidido tomarse unas vacaciones. Vemos de todo –le explican desde el limbo de las urgencias.
–¡Si la señora está a mi cargo, y nos dirigíamos a su pueblo! –grita, mientras se da cabezazos contra la ventana del conductor.
–Tranquilo, hombre… Pues ¡corra!, ¡corra a su pueblo!, que seguro que ella ha llegado ya. En caso contrario, si no aparece, no dude en telefonearnos pasado mañana.
            Martín arroja el celular con rabia, y con rabia sale a buscarlo al descampado. Un grillo se acalla preciso al detectar sus pisadas, para, una vez que se cerciora de que el intruso ha vuelto a la cuneta, continuar con su sonatina estival. Martín fija su atención en el insecto pesado, y disimulando sus pasos se aproxima a su refugio cual gato de ciudad a ratón silvestre y, tras varios intentos frustrados que ponen de manifiesto que el sobrepeso es un hándicap para desplazarse con sigilo, consigue terminar con el incauto monocorde y monocromático. Restablecido el silencio, conviene en llamar a Paula para solicitarle una dosis de raciocinio y comprensión. El teléfono le restriega su nula cobertura, y para más inri, se apaga por falta de batería. Está a punto de volverlo a lanzar al descampado, pero se reprime, y con una mano sobre los ojos otea el horizonte gris. Ni rastro de la vieja, ni rastro de un buen samaritano que pueda acercarle a un lugar habitado y con acondicionador de aire.

           
DOS

Paula se queda desconcertada tras la llamada de su marido. No había comprendido sus palabras, pero percibe cierta inquietud por haber depositado en ese ser restringido la tarea de cuidar de doña María Elena. Las palabras de su madre retumban en su cerebro: ¿Qué sabe hacer? ¿Qué sabe hacer? “Pues más bien poco” –admite para sí. Mientras se ducha, se acuerda de la cena programada con Gonzalo. Por supuesto, no piensa acudir. A estas alturas de su vida, lo que menos necesita es volver la vista atrás. Respira intensamente. Había malgastado varios meses tratando de encontrar una explicación al abandono. Había despilfarrado varios sueldos en videntes, psicólogos y cerveza, y sólo ésta última logró amortiguar algo el dolor, la vergüenza y la ira que sentía. Conoció a Martín en un periodo entre resacas, en el que ella se debatía entre levantar el vuelo o cortarse las venas.  Martín, por entonces, trabajaba como recaudador de seguros. Cada mes se personaba en su casa para cobrar el recibo correspondiente, y cada mes le ofrecía nuevos productos con los que aderezar su póliza de defunción: "Contrate ramo de lirios, se llevan más que las rosas, además van con sus ojos, vea, vea." Y Paula veía, veía. Al mes siguiente: "Hemos renovado el interior de los ataúdes, seda salvaje importada de la India, el último grito, toque, toque." Y Paula tocaba, tocaba. En posteriores visitas: "En cuanto a la madera, esta temporada se estila la madera de cedro perfumado al gusto de albaricoque, huela, huela". Y Paula olía, olía. Un día no le caldeó la oreja con novedad alguna y ella se extrañó. Justo cuando el ascensor se cerraba ante sus narices optó por preguntar:
            –¿Hoy no trata de venderme nada?
            Él intentó salir de un brinco y la puerta automática le propinó un porrazo.
            –Sería un esfuerzo inútil, señorita. Hoy es mi último día en este oficio –explicó, doliéndose del coscorrón. Verá usted: vendo poco. Si la cosa está fea para los vivos, pues después de muerto, imagine.
            –Vaya… le comisionan según el número de ventas –se quedó pensativa. ¿Y si yo comprara algo, un suponer, la seda salvaje de la India, mantendría usted el puesto?
            –Pudiera ser... Pero, en confianza, la seda la traen por piezas del todo a un euro.
            –Así no hay manera –apuntó para sus adentros. ¿Y los lirios? 
            –Dirá el lirio, señorita, el ramo en cuestión es un lirio y el resto esparraguera salvaje.
–¿Y si contrato la madera de cedro con aroma de albaricoque? Eso debe suponer una pasta en retribuciones –aventuró.
–El cedro es pino tuneado y el albaricoque chirimoya. Mire señorita, es que yo no quiero que se muera usted –confesó, mirándole el escote.
–Ni yo que lo despidan, Martín –le sujetó la cara entre las manos y le plantó un beso.
–¿Conoce mi nombre? –se sintió halagado un instante.
–Figura en el distintivo de su empresa –le aposentó los pies a ras de felpudo.
–Y ya que me ha besado, porque no sé si habrá caído en la cuenta, pero me ha besado, ¿puedo decirle de tú? –preguntó, arrimándose.
–Puedes llamarme Paula, y puedes pasar a tomar café –contestó, le abrió las puertas de su casa, y Martín se mudó al día siguiente.
            Las vecinas aplaudían el romance de mirilla y de zaguán. Con él regresaron los tiempos de luces y de risas, y cuando se acabó el dinero, porque él fue despedido por fin, y ella obtenía exiguos ingresos con las clases a domicilio que impartía, volvieron los problemas, las deudas y las dudas. Los problemas y las deudas se solventaron con la entrada de doña María Elena en sus vidas, pero las dudas…
 Sale de la ducha con la piel enmollecida, se ata el albornoz y se contempla en el espejo. Gonzalo la esperaba mañana para cenar. Era una cena con padres incluidos. ¿Tan malo sería asistir? Para librarse de las tentaciones enciende el televisor: el atlético había ganado por goleada. De saberlo su marido, en estos momentos estaría flipando.



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