UN
Martín y la vieja escuchan atrincherados en un
desnivel del terreno. Sus perseguidores se han organizado en pequeñas batidas
para darles caza, pero apremiados por instintos menos sublimes, pronto desisten
de su empeño. Martín asoma tímidamente la cabeza para comprobar que los faros
de los coches desaparecen de regreso al prostíbulo. El dueño de la motocicleta,
tras besuquear el asiento de cuero y maldecir puño en alto la noche infinita,
llama a una grúa y parten con rumbo fijo que a su garaje: no podría asimilar un
nuevo disgusto. Sin enemigos visibles, Martín susurra a doña Maria Elena, que
yace aún en la tierra:
–Ya puede incorporarse, señora,
parece que se han marchado.
–¿Ha comprobado a fondo el área,
recluta? –interpela la vieja sin menearse.
Martín se cuadra para contestar:
–Sí, mi coronel, sin rastro de
elementos hostiles.
Doña María Elena adopta posición
bípeda. Prácticamente no se ven, así que decide palpar a su subordinado.
–¡Todo en orden, mi coronel!
–atestigua Martín, tratando de zafarse.
–Espere, soldado, espere que le
registre a fondo –ordena con superioridad–. A ver el arma reglamentaria...
–Pero... ¡coronel! –Martín se
protege los bajos.
–¡Dos días más de arresto, por falta
grave de disciplina! Se le va a caer el pelo, Sarmiento, se le va a caer.
Martín Sarmiento acepta de buen grado el castigo, y
suelta con reservas la piedra que había agarrado para protegerse de la veterana
desvergonzada. No está dispuesto a soportar más tocamientos de la abuela, por
muy coronel que se suponga. Sobre ellos, se cierne la noche manchega y
calurosa. Algo similar a un lobo aúlla a lo lejos. Martín rompe la fila motu
proprio para dirigirse a la carretera. La vieja ataja el repliegue:
–¡Ahí está la señal, capullo! ¡Rompa
marcha al frente! Uno, dos, uno, dos, uno, dos...
El coronel sigue marcando el ritmo y
toma la delantera para adentrarse en el campo. Martín titubea, el lobo reitera su
aullido, y empujado por la curiosidad, con los vellos como escarpias, opta por
seguir el avance de la anciana, convencido ya de que es inútil tratar de
sustraerse a un destino trazado de antemano por los millones de estrellas que
titilan sobre sus cabezas.
DOS
La decisión tomada le arrebata el sueño. Sobre su cama
reposa un vestido recién adquirido, unos zapatos a juego y un bolso ridículo.
Su madre había insistido en comprarlo porque, según ella, le aportaba
distinción al conjunto, aunque hubieran pagado por él una pequeña fortuna.
Ahora, al observarse en el espejo, con las mechas retocadas y el cutis estirado
a base de colágeno y mentol, reconoce en él a la Paula que tantos esfuerzos le
había costado enterrar.
Hubo un tiempo
en que su vida estaba marcada por una agenda plagada de “pos–it” que le
indicaban a qué hora tenía que levantarse, cuántas calorías podía ingerir en
cada comida, con quién debía reunirse y con quién no, y cuál era su mejor
perfil después de la rinoplastia y de las inyecciones de toxina butolínica. Ser
una alta ejecutiva en el mundo de la cosmética suponía una notable dosis de
glamour y descuentos en grandes almacenes, pero también requería de muchas
pequeñas renuncias y sacrificios que, como una diminuta piedrecita rodando sobre
la nieve, formaba al final de la pendiente una bola inmensa, que amenazaba con
tragársela y hacerla desaparecer para siempre. La mantenían a flote la sonrisa
de Gonzalo y la mala pipa de Úrsula, una modelo de tercera, que tras abandonar
su fulgurante carrera de maniquí de centros comerciales, se había convertido en
su asistente personal, y por ende, en su mejor amiga.
–Traigo café americano y rosquillas
abizcochadas –irrumpía en el despacho a primera hora. Paula apenas levantaba la
vista de las decenas de informes. Úrsula posaba sus exiguas caderas en la mesa,
desbaratándolo todo. Paula gruñía y apartaba las subcarpetas–. Tienes que comer
algo, querida. Si no, desfallecerás –meneaba la sacarina en el café–. Y por
cierto… ¿sabes el último cotilleo que circula por la oficina? –confiaba,
zampando un abizcochado de chocolate. Paula movía los labios para gesticular no–.
Que una tal Úrsula se tira al novio de la jefa… ¿Puedes creerlo? –dejaba caer
la cabeza hacia atrás de la risa–. Cuentan que anoche mismo, en su apartamento…
Paula celebraba la broma y apuraba
su café. No probaba la comida. Si probaba tenía que obligarse a expulsar, y
prefería auto controlarse con la ingestión de hidratos. A Úrsula, sin embargo,
le sentaba todo bien, los dulces, los salados, los agridulces, los ahumados… La
naturaleza era benevolente con ella, no engordaba una onza. Tenía una
treintaiséis que Paula envidiaba. Unas piernas que Paula envidiaba. Un busto
firme, unas nalgas de cine que, por supuesto, Paula envidiaba. Y mientras Paula
envidiaba, no ingería bocado, trabajaba a todas horas, Gonzalo se trajinaba las
nalgas, el busto, las piernas y la treintaiséis. Cuando la sonrisa de Gonzalo y
la mala pipa de Úrsula dejaron de fornicar en secreto y se largaron juntos,
Paula cayó en una espiral de desatinos que la empujaron a abandonar la
profesión, el apartamento, los amigos y la ciudad. Ahora que Gonzalo había
regresado, Martín poseía todas las papeletas para convertirse en un desatino
más en la existencia de Paula.
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