viernes, 20 de marzo de 2020

El secreto del Coronel de Montaña Campón. Capítulos 13 y 14



UN

Doña María Elena dirige la marcha por el monte con destreza de legionario. De cuando en cuando el aullido de un lobo le mueve a tomar un camino u otro. Martín la persigue de cerca sin resuello. Varias veces tiene que detener sus pasos y tomar aire, meter la cabeza entre las rodillas y acordarse de sus difuntos, para luego salir disparado como una bala porque la vieja avanza a todo gas sin percatarse de su falta de forma física. Recorren varios kilómetros siguiendo los cortafuegos, vadean arroyos, sortean barrancos, para dar, cuando Martín está a un tris del infarto de miocardio, con una edificación en suelo no urbanizable.
–¡Ésa es! –exclama la vieja, y dos lobos se aproximan y los custodian dócilmente hasta la entrada del alojamiento rural. Martín reza para que aquellos lobos desistan de observarlo con apetito, pues la veterana es un saco de huesos, pero él tiene carne de sobra para afrontar con desahogo el resto del verano. Para su sosiego, la casa diríase habitada.
            –¡Santo y seña! –solicitan desde el interior.
            –¡Oropéndola cuarenta y cinco! –contesta la vieja sin vacilar.
La puerta se abre debatiéndose entre la carcoma y la herrumbre, y varios nonagenarios con guerrera asoman la cabeza. Ipso facto, asoman el resto del cuerpo y se cuadran ante el que reconocen como superior jerárquico.
            –¡Descansen, capullos! –concede el coronel. Y el batallón se funde en un abrazo interminable. Martín, con las lágrimas todavía humedeciéndole los ojos, entrevé cómo la compañía de seniles penetra en la casa sin echarle cuenta alguna, es más, antes de que pueda secárselas con el antebrazo, comprueba anonadado que le estampan la puerta en las narices. Los lobos se recuestan flanqueando al intruso. A Martín no le queda más remedio que recostarse junto a ellos. La luz de una linterna lo rescata de sus letanías:
            –¡Otro que ha llegado! Pero, ¿qué hace ahí? ¡Levántese hombre, levántese! –la propietaria de la luz le tiende la mano. Martín se aferra a ella, los lobos ni se inmutan.
            –Mi nombre es Paloma y soy la hija menor del capitán Santisteban. No le he visto ningún año… Usted, ¿a quién acompaña?
Martín no encuentra respuestas porque no sabe de qué va la historia. Farfulla un “¡eh!” que le hace parecer un cenutrio. Otra chica se incorpora a la primera.
            –Este ejemplar… ¿Con quién dices que viene?
            –No tengo ni idea, no hemos coincidido nunca.
            Varias linternas se encienden a la vez. Martín se halla de pronto en el centro de una rueda de luciérnagas cuarentonas, que intentan con alborozo realizarle un tercer grado.
            –¿Cómo te llamas? ¿De dónde vienes y a quién traes? ¿Cómo has dado con la finca? ¿Estás casado? ¿Tienes hambre? ¿Te van las peras o las manzanas? 
            Martín opta por echar cuerpo a tierra y cubrirse la cabeza con las manos. La masa de zombis luminosos insiste en identificarle, le presiona, dibuja círculos a su alrededor levantando polvo y exigiendo respuestas. De pronto, uno de ellos, en una exhibición de sentido común, lanza una pregunta que se superpone a todas las demás:
            –Compadre… ¿le hace un güisquito?
            Martín se endereza como impulsado por un resorte.
            –Sólo con agua, por favor. Y si tuviera algo de picar, se lo agradecería eternamente. Hace horas que no mato el gusanillo y ya luce tamaño boa –muestra su panza, voluminosa a pesar del ayuno.
            El iluminado le invita a pasar a unas dependencias anejas a la edificación principal donde, aparte de bebidas nacionales y de importación, hay toda una ristra de especialidades camperas: panceta, choricillos, chuletas, pinchos morunos, migas del pastor, gazpacho y ajoblanco, tortilla de patatas con y sin cebolla… Martín se abalanza sobre tan variopinta muestra de riqueza culinaria. Sorbe los líquidos y rebaña las chuletas, moja el pan, elabora mini bocadillos de tortilla, satisface el paladar con los grasos… Por último suplica una servilleta, y se limpia con delicadeza las comisuras de la boca.
            –En fin, ¿qué queréis saber?
Los presentes suspiran con alivio: el sujeto ha paralizado su ingestión descontrolada. El del güisquito se erige en líder incuestionable. Le otorga nombre a cada uno de esos extraños que le observan, ahora ya de forma más relajada. Explica que se reúnen anualmente el primer fin de semana de agosto, y que cada cual aporta a la cita un militar retirado, un recipiente de víveres y una botella de licor, cumpliendo así en vida la voluntad de sus mayores, contemporáneos entre ellos y algunos incluso, excombatientes entre sí. Martín entiende por fin la razón del cónclave de vejestorios que había recibido de tan buen rollo a doña María Elena. Casi todos los que le rodean son hijos de, aunque también hay algún nieto, en representación de la familia de. Con el devenir de los años, y los cenáculos organizados, aquellos descendientes antes inconexos, se tutean como amigos, se aprecian, se emborrachan juntos, y matan poco más que el tiempo, comiendo tortilla y apostando en timbas ilegales, que ya querrían echarles el guante los ávidos inspectores de hacienda. Martín explica que él acompaña a doña María Elena, viuda del coronel Bonilla.
            –Bonilla, Bonilla… Nunca había acudido, desde luego. ¿Y dices que es una mujer?
            –Sí, diría que toma prestada la personalidad de su difunto esposo –asegura Martín.
            –¡A ver si es el marido el que toma prestado el cuerpo de su mujer! –espeta una chica un tanto perjudicada.
Todos aplauden la ocurrencia. El que dirige el cotarro consulta un cuadernillo.
            –Coronel Bonilla, ¡aquí está! No contábamos con él porque falleció en el año ochenta.
            –¡Pues su mujer lo lleva encima…! –apostilla Martín.
            –Me pregunto por qué no habrá acudido en años anteriores –reflexiona el de la libreta.
            –Tal vez no encontró ningún voluntario que la trajese hasta aquí –opina una voz desde el pasillo.
            –O presiente que se acerca su momento… –observa otra desde el sofá.
A Martín se le forma un nudo en la garganta. Doña María Elena no puede morirse a su cargo, buena se pondría Paula si eso ocurriese. La chica beoda interviene de nuevo:
            –¡No seas cenizo, tío! Hasta lo de ahora no se nos ha muerto nadie. Durante el año sí que van cayendo, pero en la finca ninguno, ¿verdad?
            –Ninguno, ninguno –dan fe a coro.
Las dudas de Martín van un poco más allá:
–¿Y percances entre ellos? Como cada cual viene de dónde viene…
Las risas revuelven a los familiares.
            –De un tiempo a esta parte, este reducido ejército de veteranos tiene entre sus planes un objetivo común y, por ende, inalcanzable: recuperar el peñón para la patria. Son inofensivos, se lo aseguro. ¡Tranquilícese, compadre!  Y beba, beba, que la noche pasa volando. Por cierto… ¿le da usted al póker o al cinquillo?



¡AR!

Gonzalo encendió la lámpara del vestíbulo. Aunque hacía más de una semana que había regresado de su retiro en Boston, el apartamento seguía oliendo a espacio cerrado. Quizás era él mismo el que desprendía ese olor tan desagradable. Así se imaginaba actualmente, como una pieza con pocas ventanas y ninguna luz. Sus negocios iban mejor que nunca, la venta de morcilla ibérica a países anglosajones le había proporcionado incalculables beneficios, pero escasos logros a nivel humano. Después del fracaso con Úrsula ya no hubo para más. Candidatas nunca faltaron en su agenda, mas nunca pasaron de ahí, de candidatas. Se había convertido en el soltero de oro, el hombre sin ataduras que todas desean atrapar, un solitario, un bohemio. Por fuera, un figurín. Todos los elementos permanecían en su sitio: el pelo, aunque canoso, abundante en la cabeza; la papada todavía inapreciable; el tórax trabajado en el gimnasio; los glúteos, ummm, se sabían su punto fuerte y se esforzaban por mantener su privilegiada posición. Por dentro tenía el aspecto de un anciano acobardado, pocas realidades, demasiadas apariencias. La última de sus quimeras, reconquistar a Paula. Con ella a su lado, recuperaría los tiempos dichosos. Por esta razón participó en las confabulaciones de su tía. Quería verla, tener un encuentro con ella. No importaba que acudiesen sus padres a la cita, Rita siempre estuvo de su parte. Desplegadas sobre la mesa sus dotes de conquistador, su palabrería y su buen hacer, Paula no tendría más opción que sucumbir entre sus brazos. Conocía la existencia de un marido, un gusano inoportuno que no le costaría ningún esfuerzo aplastar. Con esas maquiavélicas intenciones se pegó una ducha y se metió en la cama. Esa noche fantaseó con Paula y sus caricias.


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