UN
Doña María Elena dirige la marcha por el monte con
destreza de legionario. De cuando en cuando el aullido de un lobo le mueve a
tomar un camino u otro. Martín la persigue de cerca sin resuello. Varias veces
tiene que detener sus pasos y tomar aire, meter la cabeza entre las rodillas y
acordarse de sus difuntos, para luego salir disparado como una bala porque la
vieja avanza a todo gas sin percatarse de su falta de forma física. Recorren
varios kilómetros siguiendo los cortafuegos, vadean arroyos, sortean barrancos,
para dar, cuando Martín está a un tris del infarto de miocardio, con una
edificación en suelo no urbanizable.
–¡Ésa es! –exclama la vieja, y dos lobos se aproximan
y los custodian dócilmente hasta la entrada del alojamiento rural. Martín reza
para que aquellos lobos desistan de observarlo con apetito, pues la veterana es
un saco de huesos, pero él tiene carne de sobra para afrontar con desahogo el
resto del verano. Para su sosiego, la casa diríase habitada.
–¡Santo y seña! –solicitan desde el
interior.
–¡Oropéndola cuarenta y cinco!
–contesta la vieja sin vacilar.
La puerta se abre debatiéndose entre la carcoma y la
herrumbre, y varios nonagenarios con guerrera asoman la cabeza. Ipso facto,
asoman el resto del cuerpo y se cuadran ante el que reconocen como superior
jerárquico.
–¡Descansen, capullos! –concede el
coronel. Y el batallón se funde en un abrazo interminable. Martín, con las
lágrimas todavía humedeciéndole los ojos, entrevé cómo la compañía de seniles
penetra en la casa sin echarle cuenta alguna, es más, antes de que pueda
secárselas con el antebrazo, comprueba anonadado que le estampan la puerta en
las narices. Los lobos se recuestan flanqueando al intruso. A Martín no le
queda más remedio que recostarse junto a ellos. La luz de una linterna lo rescata
de sus letanías:
–¡Otro que ha llegado! Pero, ¿qué
hace ahí? ¡Levántese hombre, levántese! –la propietaria de la luz le tiende la
mano. Martín se aferra a ella, los lobos ni se inmutan.
–Mi nombre es Paloma y soy la hija
menor del capitán Santisteban. No le he visto ningún año… Usted, ¿a quién
acompaña?
Martín no encuentra respuestas porque no sabe de qué
va la historia. Farfulla un “¡eh!” que le hace parecer un cenutrio. Otra chica
se incorpora a la primera.
–Este ejemplar… ¿Con quién dices que
viene?
–No tengo ni idea, no hemos
coincidido nunca.
Varias linternas se encienden a la
vez. Martín se halla de pronto en el centro de una rueda de luciérnagas
cuarentonas, que intentan con alborozo realizarle un tercer grado.
–¿Cómo te llamas? ¿De dónde vienes y
a quién traes? ¿Cómo has dado con la finca? ¿Estás casado? ¿Tienes hambre? ¿Te
van las peras o las manzanas?
Martín opta por echar cuerpo a
tierra y cubrirse la cabeza con las manos. La masa de zombis luminosos insiste
en identificarle, le presiona, dibuja círculos a su alrededor levantando polvo
y exigiendo respuestas. De pronto, uno de ellos, en una exhibición de sentido
común, lanza una pregunta que se superpone a todas las demás:
–Compadre… ¿le hace un güisquito?
Martín se endereza como impulsado
por un resorte.
–Sólo con agua, por favor. Y si
tuviera algo de picar, se lo agradecería eternamente. Hace horas que no mato el
gusanillo y ya luce tamaño boa –muestra su panza, voluminosa a pesar del ayuno.
El iluminado le invita a pasar a unas
dependencias anejas a la edificación principal donde, aparte de bebidas
nacionales y de importación, hay toda una ristra de especialidades camperas:
panceta, choricillos, chuletas, pinchos morunos, migas del pastor, gazpacho y
ajoblanco, tortilla de patatas con y sin cebolla… Martín se abalanza sobre tan
variopinta muestra de riqueza culinaria. Sorbe los líquidos y rebaña las
chuletas, moja el pan, elabora mini bocadillos de tortilla, satisface el
paladar con los grasos… Por último suplica una servilleta, y se limpia con
delicadeza las comisuras de la boca.
–En fin, ¿qué queréis saber?
Los presentes suspiran con alivio: el sujeto ha
paralizado su ingestión descontrolada. El del güisquito se erige en líder
incuestionable. Le otorga nombre a cada uno de esos extraños que le observan,
ahora ya de forma más relajada. Explica que se reúnen anualmente el primer fin
de semana de agosto, y que cada cual aporta a la cita un militar retirado, un
recipiente de víveres y una botella de licor, cumpliendo así en vida la
voluntad de sus mayores, contemporáneos entre ellos y algunos incluso,
excombatientes entre sí. Martín entiende por fin la razón del cónclave de
vejestorios que había recibido de tan buen rollo a doña María Elena. Casi todos
los que le rodean son hijos de, aunque también hay algún nieto, en
representación de la familia de. Con el devenir de los años, y los cenáculos
organizados, aquellos descendientes antes inconexos, se tutean como amigos, se
aprecian, se emborrachan juntos, y matan poco más que el tiempo, comiendo
tortilla y apostando en timbas ilegales, que ya querrían echarles el guante los
ávidos inspectores de hacienda. Martín explica que él acompaña a doña María
Elena, viuda del coronel Bonilla.
–Bonilla, Bonilla… Nunca había
acudido, desde luego. ¿Y dices que es una mujer?
–Sí, diría que toma prestada la
personalidad de su difunto esposo –asegura Martín.
–¡A ver si es el marido el que toma
prestado el cuerpo de su mujer! –espeta una chica un tanto perjudicada.
Todos aplauden la ocurrencia. El que dirige el cotarro
consulta un cuadernillo.
–Coronel Bonilla, ¡aquí está! No
contábamos con él porque falleció en el año ochenta.
–¡Pues su mujer lo lleva encima…!
–apostilla Martín.
–Me pregunto por qué no habrá
acudido en años anteriores –reflexiona el de la libreta.
–Tal vez no encontró ningún
voluntario que la trajese hasta aquí –opina una voz desde el pasillo.
–O presiente que se acerca su
momento… –observa otra desde el sofá.
A Martín se le forma un nudo en la garganta. Doña
María Elena no puede morirse a su cargo, buena se pondría Paula si eso
ocurriese. La chica beoda interviene de nuevo:
–¡No seas cenizo, tío! Hasta lo de
ahora no se nos ha muerto nadie. Durante el año sí que van cayendo, pero en la
finca ninguno, ¿verdad?
–Ninguno, ninguno –dan fe a coro.
Las dudas de Martín van un poco más allá:
–¿Y percances entre ellos? Como cada cual viene de
dónde viene…
Las risas revuelven a los familiares.
–De un tiempo a esta parte, este
reducido ejército de veteranos tiene entre sus planes un objetivo común y, por
ende, inalcanzable: recuperar el peñón para la patria. Son inofensivos, se lo
aseguro. ¡Tranquilícese, compadre! Y
beba, beba, que la noche pasa volando. Por cierto… ¿le da usted al póker o al
cinquillo?
¡AR!
Gonzalo encendió la lámpara del vestíbulo. Aunque
hacía más de una semana que había regresado de su retiro en Boston, el
apartamento seguía oliendo a espacio cerrado. Quizás era él mismo el que
desprendía ese olor tan desagradable. Así se imaginaba actualmente, como una
pieza con pocas ventanas y ninguna luz. Sus negocios iban mejor que nunca, la
venta de morcilla ibérica a países anglosajones le había proporcionado
incalculables beneficios, pero escasos logros a nivel humano. Después del
fracaso con Úrsula ya no hubo para más. Candidatas nunca faltaron en su agenda,
mas nunca pasaron de ahí, de candidatas. Se había convertido en el soltero de
oro, el hombre sin ataduras que todas desean atrapar, un solitario, un bohemio.
Por fuera, un figurín. Todos los elementos permanecían en su sitio: el pelo,
aunque canoso, abundante en la cabeza; la papada todavía inapreciable; el tórax
trabajado en el gimnasio; los glúteos, ummm, se sabían su punto fuerte y se
esforzaban por mantener su privilegiada posición. Por dentro tenía el aspecto de
un anciano acobardado, pocas realidades, demasiadas apariencias. La última de
sus quimeras, reconquistar a Paula. Con ella a su lado, recuperaría los tiempos
dichosos. Por esta razón participó en las confabulaciones de su tía. Quería
verla, tener un encuentro con ella. No importaba que acudiesen sus padres a la
cita, Rita siempre estuvo de su parte. Desplegadas sobre la mesa sus dotes de
conquistador, su palabrería y su buen hacer, Paula no tendría más opción que
sucumbir entre sus brazos. Conocía la existencia de un marido, un gusano
inoportuno que no le costaría ningún esfuerzo aplastar. Con esas maquiavélicas
intenciones se pegó una ducha y se metió en la cama. Esa noche fantaseó con
Paula y sus caricias.
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