Vamos a entretenernos mientras #yomequedoencasa y vosotros también. Voy a colgar capítulos diarios de mi novela corta El secreto del Coronel que fue segundo premio de Novela Corta Giralda de Sevilla.
El secreto del coronel, novela de Montaña Campón
UN
–¡Capullo!
–Ya está otra vez la vieja, ¿llamamos a la
familia?
–Conoces las
normas, Martín, a la familia se le molesta lo imprescindible. Además, no creo
que acudieran por un simple ataque… Eso sí, en cuanto la palme, los buitres
concurrirán en bandada. Anda, colócate el orinal en la cabeza y corre a dar
novedades.
Martín
se sienta resignado en el borde de la cama. Tantea el suelo, trata de encontrar
las zapatillas, aquí frío, aquí también, vaya, consigue dar con una de ellas,
pero no coincide con el pie que intenta calzarse. Se la pone igualmente, no es
la primera vez que camina con las zapatillas cambiadas. La tránsfuga debe estar bajo la cama.
Haciendo equilibrios sobre el pie cubierto se dispone a efectuar una batida
bajo el somier y, al agacharse, visiona los tobillos de su señora esposa, que
se acaba de bajar descalza al suelo.
–Está bien, ya voy yo, que vaya circo
estás montando… –protesta, mientas se cubre con la bata de baratillo, y se
planta el orinal en la cabeza.
–Y… ¿qué quieres? El piso está como un
iceberg, y yo soy propenso a los catarros.
–Jamás te he visto resfriado –discrepa
ella, saliendo de la habitación con paso firme, sensual bajo la bata, ridícula
bajo el orinal.
–¡Vaya pinta tienes, Paula! –ríe Martín, y
deja caer la zapatilla disciplinada mientras se arropa hasta las orejas. Cierra
los ojos tratando de dormitar los escasos minutos que presume que ella tardará
en atender las pretensiones del vejestorio.
Al principio les pareció una idea
fabulosa. Recién casados y en plena crisis, se hicieron cargo de la vieja a
cambio del salario mínimo y un techo bajo el que subsistir. A las pocas semanas
cayeron en la cuenta de que el chollo no era tal chollo. La individua padecía
un rosario de trastornos y achaques que, aunque catalogados como propios de la
edad (la que te cuento pasaba los noventa según sus papeles), no dejaban de ser
un calvario para sus cuidadores. El que más rabia causaba a Martín era una
especie de bipolaridad recurrente que tan pronto la hacía mostrarse como una anciana
encantadora, de esas que recuerdan al café con galletas, como tomaba prestada
la personalidad y el uniforme de su difunto esposo, y se comportaba como un
coronel retirado del ejército, que los despertaba a golpe de retreta y les
hacía pasar la jornada dando barrigazos en el jardín. En estas situaciones,
cada día más frecuentes, la vieja se dirigía a ellos como “capullos”. Los dos
le seguían la broma, se cubrían la cabeza con lo que fuera menester, y se
cuadraban las veces que hiciera falta. Paula aguantaba mejor el jueguecito. A
Martín, eso de repetir mili a los cuarenta, se le hacía más que cuesta arriba.
–¡Me dan ganas de soltarle un sopapo a la
generala ésta…! –confesaba mientras limpiaba las botas del difunto.
–Paciencia, cariño, que cuanto más dure la
vieja, mejor para nosotros.
–¿Sabes, Paula? La vida es muy injusta.
Nosotros la atendemos como si fuéramos sus hijos carnales... –ella saca la
lengua en señal de burla–. Vale, la cuidamos lo mejor que sabemos, y cuando se
vaya al otro barrio nos quedaremos en la calle. En cambio, sus hijos, portan
por aquí una vez al año, si acaso, porque hay un par que ni eso, nos tienen
casi prohibido llamarles, a no ser que deje de respirar por más de media hora,
y vendrán a por los cuartos, ¡ya lo creo que vendrán!, cuando todo haya
terminado. Así cualquiera.
–No, cualquiera no, sus hijos, los que
figuran en el libro de familia. Tú también tuviste madre.
–Sí, y cuando murió repartimos, y a mí me
tocó un cenicero.
–Por eso existen ricos y pobres. Haber
nacido rico, que guapo eres a rabiar.
La cara le cambia con el cumplido:
–Lo dices para que me conforme. Sabes
manejarme, puñetera. Ven aquí, ven, que te voy a hacer madre amantísima.
Cuando
Paula regresa Martín entreabre los ojos. Se le escapa otra risita.
–El coronel solicita que te persones en su
cuarto a las seis de la mañana –ahora la que ríe es ella.
–¡No jodas! ¿Para qué diablos quiere verme
tan temprano?
–No te alteres, cariño: doña María Elena
dice que puedes presentarte a las nueve, nueve y media. Eso sí, preparado para
salir de viaje.
–¡Sí hombre! Y ¿adónde voy a ir yo con ese
carcamal?
–Parece que quiere pasar unos días en el
pueblo –explica ella y apaga la luz.
–¿Al pueblo? ¿A qué pueblo? –Martín vuelve
a encender la bombilla, y se sienta de brazos cruzados en la cama.
–Pues al suyo, al de provincias.
–Yo no voy a ningún sitio si no vas tú,
listilla de la vida.
–Te recuerdo que este finde vienen mis
padres. Imposible salir de Madrid. ¿O prefieres quedarte tú?
–Vaaale, la acompañaré sin rechistar. Discúlpame
con los suegros, amor.
Paula
se gira y da la espalda a su marido. La palabra capullo se le escapa al
exhalar. Martín por fortuna no la oye, ya ronca. Siempre ha tenido mucha
facilidad para evadirse. Ella, sin embargo, no puede conciliar el sueño. La luz
rosada de las farolas se cuela entre las rendijas de las persianas. Un perro
ladra insistente, se pregunta por qué no lo hacen callar. La vieja estará bien
con Martín, se tranquiliza. Un gruñido del durmiente la reafirma en sus dudas.
Sabedora de sus limitaciones y consecuente con las mismas, se levanta para
beber un sorbito de anís. “Una copita de tarde en tarde no hace daño, hija”
–aseguraba su abuela, antes de chocar, beoda perdida, con el mercedes del señor
cura. “¡Un correctivo! ¡Esta señora merece un correctivo ejemplarizante!”
–exigía en su sermón el interfecto. Como nadie le prestaba cuenta porque en el
pueblo todos le profesaban cierta ojeriza, llevó su caso a oídos del obispo,
que tomó cartas en el asunto y precintó la parroquia, privando de servicios
religiosos a una comunidad que suponía impía y pecadora. Tras semejante
decisión, los vecinos hicieron piña con la abuela, y la emprendieron a palos
con el señor cura, que huyó despavorido monte arriba, y regresó con las mismas
monte abajo, perseguido por una manada de lobos que dieron buena cuenta de él,
de su casulla, y de su mala leche. Enterado El Vaticano de lo sucedido, elevó
al difunto a los altares, y desterró a la abuela a la capital. Al recordar las
vicisitudes de su antecesora, se arrepiente de lo del anís y se prepara un
bocadillo de chorizo. Últimamente tengo más hambre... –se dice antes de caer
rendida en la cama.
DOS
Martín
despierta apresurado. Las diez menos cinco, la vieja estará que trina. Paula
todavía dormita con el bocadillo en la mano. Sabedor de que no le dará tiempo a
desayunar, trata de hurtarlo con sigilo, las uñas de su mujer se clavan en el
pan y los ojos en sus ojos:
–Como lo toques… ¡te muerdo! –a menudo
mostraba ese genio fascinante al despertar.
–Es que voy con mucha prisa, y además
hubiera jurado que dormías profundamente.
–Pues ya ves que no. ¡Cualquiera duerme
con tanto caradura suelto! Tú, a tu tostada y a tu aceite, que sabes que esto
el médico te lo tiene ¡más que retirado!
–Pero si estoy hecho un donjuán…
–Sí, un donjuán con sobrepeso, colesterol
y la tensión por las nubes.
–Y la autoestima por los suelos, el hambre
es lo que tiene, te rebaja las defensas.
La
mujer cae en la engañifa. Se incorpora para darle un abrazo rebosante de
comprensión y de lástima, y él aprovecha, le arrebata el bocata, y sale
corriendo de la habitación perseguido de cerca por una zapatilla que casi le
alcanza el cogote, al tiempo que se despide de la estafada con un “¡Esta noche
te llamo!” que remata desde el recibidor con un “¡Mil gracias por el embutido!”
y ya desde la calle con un “¡Anda que me olvido de la vieja!”. Penetra en la
casa visiblemente fatigado por la carrera, y recibe un zapatillazo certero en
el hombro que le hace soltar el ansiado botín. El gato, ese gato al que jamás
vio hacer esfuerzo alguno, pone su zarpa sobre el bocadillo de la discordia.
Martín no está dispuesto a claudicar y el gato tampoco. Paula se siente incapaz
de contemplar la escena y se vuelve a la cama. Desde allí sigue la pelea. Por
los maullidos conoce que gana el gato y se regocija en su fuero interno. Lo
certifica un Martín que regresa para pegarse unos apósitos en la cara, y de
esta guisa se dirige al salón principal. La vieja aguarda impaciente, con el
abrigo puesto y el bolso en el regazo.
–¿Qué le ha pasado? –se levanta espantada.
–¡Un encontronazo con un bicho del
demonio! –señala al minino que se emplea en acicalarse tras el almuerzo.
–¡El gato! ¡Válgame Dios! ¿Cómo se le
ocurre? Ya es usted mayorcito, Martín, para andarse con niñerías. Le tengo
dicho que lo respete, que lo respete, que es gato viejo, y tiene malos
principios con los desconocidos.
–¡Pero si llevamos casi dos años en la
casa, señora! –se excusa Martín, sintiéndose como un párvulo. Ella le agarra de
la oreja y prosigue su regañina:
–Ande, no sea rencoroso y pídale perdón al
animal, que mire que ojitos le pone, mire que ojitos… Quiere hacer las paces.
Martín
mira al gato y el gato parece fruncir la mirada. Colgado de la oreja y a
regañadientes se acerca y le acaricia el lomo, que se eriza desde la cabeza
hasta el rabo, restallando en un bufido que le hace retroceder, y se lleva por
delante a la abuela, que casi se cae, de no ser por la entrada providencial de
Paula, que se apresura a poner todo en orden:
–No sé yo si es buena idea permitiros ir a
los dos solos de viaje –afirma, mientras equilibra en el espacio a doña María
Elena. El gato acorrala a Martín junto a la puerta. Paula lo echa a puntapiés
con disimulo.
–¡Todo va a salir bien! –corean los
excursionistas con la mirada obtusa.
Paula
está completamente segura de que va a ser un desastre. Con esa desazón les
ayuda a subir al coche, y con esa desazón ayuda a bajar a sus progenitores del
taxi que los acarrea desde el aeropuerto:
–¿A dónde van la vieja y el autómata de tu
marido? –le espeta su madre en cuanto pone un pie en el asfalto.
–Poco menos que a la guerra, mamá, poco
menos que a la guerra…
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