El secreto del Coronel de Montaña Campón
UN
Martín conduce deprisa por la autovía.
Adelanta, gira, atrasa, le pitan, sale y entra campo a través. Doña María Elena
le observa desde el asiento de atrás. Parece a punto de decir algo, pero se
retiene la lengua, y se aferra huesuda a la agarradera de la puerta. Salir de
Madrid no es fácil, sobretodo si nunca has pasado más allá de Cibeles. Pero
Martín es orgulloso, y no piensa dar signo de flaqueza alguno. Él es un hombre,
y los hombres saben siempre hacia dónde dirigen su automóvil. “Si tiro de frente daré con la salida” –se
anima, y sigue manejando sin salir de la M–30. Doña María Elena se ha percatado
de que han rodeado Madrid un par de veces como si de un tiovivo gigante se
tratara, y sin voluntad de ofender, con la dulzura que le caracteriza observa:
–Martín, ¿puede saberse qué hace?
–La llevo a su pueblo, señora,
¡a–su–pue–blo! –afirma como un chiquillo pillado en falta.
Ella respira profundamente tratando de
mantener la serenidad, y sugiere con autoridad de nonagenaria:
–Apártese como pueda: a partir de ahora
conduzco yo.
Con habilidad circense Martín se retira, y
ofrece una mano a la vieja para que ocupe el asiento del conductor. Ambos
quedan encajados, y ante la escasa visibilidad y la nula libertad de
movimientos, en un alarde de raciocinio y de interés por conservarse con vida,
Martín frena el coche con el codo, y lo aparca junto al arcén.
–Salga usted, señora.
–¡Hago lo que puedo! ¡lo que puedo!, y deje
de pisarme la chaqueta, ¡coñe!
Él levanta el pie avergonzado:
–¿Tiene usted el permiso en regla?
–interroga con cierta desconfianza.
Doña María Elena se ajusta las gafas y
toma el volante del automóvil sin contestar a su subordinado. Permisitos a
ella…
–¡Capullo!
Sus temores se materializan. El coronel ha
usurpado el mando y el cuerpo de doña María Elena. A falta de uniforme, se ha
colgado un par de medallas. Martín se cubre rápido con el mapa de carreteras y
vocaliza el consabido parte:
–¡Mi coronel! Se presenta el recluta
Martín Sarmiento. ¡A sus órdenes!
–¡Descanse! Está bien muchacho, está bien.
Dígame las novedades, ¿hacia dónde nos dirigimos? ¿Cuál es la finalidad de
nuestro periplo? ¿Por qué no hemos sacado el volvo?
Martín recita como un escolar amenazado
por la vara de olivo:
–Nos dirigimos al pueblo de su señora, mi
coronel; la razón última de nuestra misión sólo Dios la sabe, mi coronel; el
volvo lo tiene en usufructo el mayor de sus hijos…
–¡Cabronazo!
–¿Quién yo?
–No, usted no pasa de capullo; mi hijo,
que siempre fue una bala perdida con aspiraciones de ministro. Cuando me entere
de quién le ha cedido el volvo le voy a hacer tragar los papeles, el usufructo
y los sillones de cuero.
Martín quiere apostillar que había sido él
mismo, bueno doña María Elena, la que había insistido en dar en usufructo el
auto al chico. Ella no lo usaba nunca, y decidió cedérselo sin más, pero hubo
una reunión del concilio de rapaces que conformaban sus otros cuatro hijos, se
sometió a debate, a votación, ¡a sorteo!, consultaron varios forenses y
firmaron cientos de cláusulas, se derramaron lágrimas incluso, para poner por
fin el volvo en manos del primogénito, que lo dirigió sin dilate al taller de
chapa y pintura, para reparar en lo posible el deterioro sufrido en esas
jornadas de contubernio. En estos casos Martín sabe mantener la boca cerrada.
Siempre que tenga al alcance algo con lo que llenarla, claro. Revuelve sus
bolsillos y encuentra un triste caramelo sin azúcar. Esto no entretendría su
paladar lo suficiente para no meter la pata. Reniega de Paula por no haberle
provisto de unos bollos, y maldice al gato por haberle dejado sin almuerzo.
Ante la imposibilidad de abrir el caramelo intenta engullirlo con plástico.
Algo más hará en el intestino –habla para sí. Y devora las letras que conforman
la marca, el fabricante y los ingredientes: el sorbitol, la lecitina, los
aromas… Casi se atraganta con el caramelo propiamente dicho. Con la respiración
entrecortada, y morado perdido, escupe la golosina contra el cristal, sacando
al coronel de sus casillas:
–¡Capullo! ¿Cuántas veces le he dicho que
no se come en horas de trabajo?
–Incontables veces, incontables… veces.
El coronel rescata el caramelo del
salpicadero.
–¿Y esto qué significa, soldado?
–Eso es un caramelo, mi coronel. En
ocasiones preciso azúcar.
El coronel analiza contrariado la silueta
desparramada en el asiento del copiloto. Chasquea la lengua con desaprobación y
Martín intuye que no ha colado la coartada.
–Punto uno –dice chupando el dulce
requisado: éste caramelo no contiene azúcar. Punto dos: usted necesita de todo
menos edulcorantes en su dieta. Y punto tres: como vuelva a pillarle comiendo
guarrerías en mi coche, le hago saltar en marcha. ¿Ha quedado claro, Sarmiento?
–Sí, sí, sí, sí. Admito mi culpa, señor.
El coronel prosigue su perorata:
–En vista de los hechos probados, queda
arrestado dos fines de semana. No podrá marchar a casa a visitar a sus padres.
¿Entendido?
Martín baja la cabeza y susurra: sí.
–¡No le oigo, soldado!
Martín se cuadra como puede y grita: ¡sí,
señor!
–¡No hace falta que chille, soldado! Tome
el caramelo y pégueselo en la frente, que sirva su ejemplo para los demás
reclutas.
Martín obedece y reprime sus ganas de
abofetear a la vieja chocha. Cierra los ojos y piensa en Paula, que siempre le
sugiere paciencia y control, paciencia y control, paciencia…
DOS
Paula lleva largo rato con el teléfono
móvil en la mano. Su padre ha subido a deshacer la maleta, mientras su madre se
hincha a café con tortitas. Con la boca a rebosar de hidratos, procede con el
interrogatorio de rigor:
–¿Eres feliz con ese hombre? ¿Cómo te
trata? ¿Cuánto ganáis? ¿Qué tareas realizáis en esta casa?
–Sí. Bien. Lo necesario. Cuidamos de doña
María Elena –contesta por inercia y no le quita ojo a la pantalla táctil, en la
que precisamente, tiene cargada una foto muy boba de su marido que le hace
sonreír de oreja a oreja.
–¿Qué es lo que te causa tanta gracia?
¡Mírame cuando te hablo!
Paula coloca el móvil sobre la mesa y los
ojos sobre su madre. Ésta le arrebata el terminal para descubrir el objeto de
mofa de su pequeña. Al comprobar que es su yerno poniendo morritos, lo desecha
disgustada y entrelaza sus manos con las manos de su hija, para iniciar la
consabida conversación, sobre el matrimonio y sus formas de acabar con él.
–Cariño, ¿tú estás segura de que le
quieres? Mira que a menudo las mujeres confundimos los sentimientos y los
vocablos, llevamos menos tiempo asistiendo a la universidad y eso nos mantiene
estigmatizadas.
–Mamá, ya conoces mi respuesta, por eso me
casé con él.
Ante la cara burlona de la madre, se
sincera:
–Vaaale… por eso, y porque mi novio me
dejó plantada por mi mejor amiga. Pero aquél traspiés no quita que lo quiera un
poco.
La mamá eleva el grito a los cielos:
–Un poco… ¡Un poco dice! ¿Y por un poco de
amor arrojas tu vida por el retrete?
–Mamá, no sé de qué me estás hablando.
Llevamos una vida matrimonial normal, con un trabajo normal y con problemas
normales. Martín es guapísimo, la convivencia es aceptable y el sexo
superlativo. Tengo más de lo que tú, con tus tres matrimonios a la espalda,
habrás conseguido jamás –sentía flaquear sus argumentos.
–¡Pero no tenéis un duro! Cuando muera la
vieja, ¿qué pensáis hacer? Martín te resultará muy guapo, kilos aparte, y una
fiera en la cama, pero ¿qué oficio tiene? ¿Qué sabe hacer? Dime monina, ¿qué
sabe hacer?
–¡No atosigues a la niña! –por fin su
padre, dispuesto a rescatarla.
Las lágrimas asoman a los párpados de
Paula. Se levanta para disimular la rabia que siente, su madre la ha tumbado en
la primera ronda. Recupera el móvil. Desea hablar con su marido. “El teléfono
marcado está apagado o fuera de cobertura”. Apesadumbrada por no poder
contactar con él, vuelve a sentarse frente a sus progenitores. Su madre da
codazos a su padre:
–¡Díselo tú!
–No, tú eres la que siempre andas
conspirando en ese club de relamidos al que vas. A ti te corresponde el dudoso
honor de exponer tus logros de alcahueta acomodada.
–¡Gonzalo se ha separado! Es más… ¡Creo
que no llegaron ni a casarse! Él la sorprendió con otro, y la facturó de vuelta
a casa. Y lo más increíble: Gonzalo ha regresado de Boston y viene por tiempo
indefinido. Lleva en Madrid ¡dos semanas!
–Respira Rita, respira –intenta sosegar su
padre.
–Gonzalo… separado… y en la ciudad… Umm…
no tiene mala pinta. Pero, ¿tú estás loca? ¿Y qué hago yo con Martín? Le pego
una patada en el trasero y le digo: Lo siento cariño, mi ex ha regresado para
quedarse. Y aunque así fuera… ¿quién te dice a ti que sigue soltero, que desea
verme o que yo tenga ganas de verlo?
–He hablado con su tía y está ansioso por
mantener un encuentro contigo –anuncia su madre en tono triunfalista.
–Diríase que está arrepentido de haberte
abandonado mediante nota escueta pegada en el frigorífico para largarse con tu
amiga Úrsula, según sus propias palabras, chica más afín a sus aspiraciones y
tremendamente hermosa, tan solo dos semanas antes de contraer matrimonio
contigo, aquí presente, con todos los gastos pagados por nosotros, aquí
presentes también –apuntilla su padre guiñando un ojo.
–No nos ayudes, cielo –sugiere Rita
mientras le palmea la espalda.
La madre erre que erre:
–Hemos quedado mañana para cenar los
cuatro.
–¿Qué cuatro? –preguntan al unísono hombre
y retoño.
–Pues Gonzalo, vosotros dos y yo. Martín
ha salido de viaje ¿no? –pregunta con sorna.
–¿Y si hubiera estado en Madrid?
–desconfía Paula.
–Desde que te enganchó para casarse,
querida hija, y esto es una regla no escrita, todos nos hemos esforzado
muchísimo por no coincidir.
Su padre lo ratifica con la cabeza. Paula
quiere defender que esa no es la actitud de su marido, pero tras unos segundos
de reflexión, concluye que su madre está en lo cierto, que Martín se escaqueaba
con cualquier excusa en todas las visitas programadas, y sospechosamente,
tampoco se encontraba disponible en las hechas por sorpresa. Le vienen a la
cabeza todas las tías–abuelas que ha enterrado en los dos años que llevaban
casados y en una lista mental rápida llega a contar dieciséis.
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