UN
Le despabila el ángelus de radio
episcopal. Sin saber muy bien dónde se encuentra, se atusa los rizos en el
espejo de cortesía. Bosteza y se rasca la frente. Nota algo pegado en el entrecejo,
y al separarlo de la piel arranca las vellosidades. Unas gotas saladas le
humedecen las mejillas.
–Pero… ¿Qué puñetas es esto? –se pregunta
mientras sostiene entre los dedos el caramelo peludo. Observa a su alrededor.
El coche que habita está parado en medio de la nada. Una cementera convierte el
horizonte en un paisaje lunar ceniciento, no se distingue un árbol en varios
kilómetros a la redonda. Hace cuerpo a tierra y peina la zona: ni rastro de
bicho viviente. Se levanta y prende un cigarrillo. Pasa una patrulla y lo multa
por fumar cerca de la capital. Apaga el cigarrillo. Juraría que él no viajaba
solo. Empieza a sentir algo parecido a una preocupación. La deshecha. Embarca
otra vez en el auto y sintoniza las noticias. Transcurre hora y media, y con
los resultados de la liga estima conveniente telefonear a su esposa.
–Paula,
¡an–che ganó el at–tic!
–¿Cómo? –chilla ella.
–Creo no ten– co–ber–tu–ra. Chao.
Las
dos de la tarde. El hambre hace que ingiera las uñas. Un gallo canta a lo
lejos, tal vez haya una granja. Se relame pensando en unos huevos fritos con
panceta. Esa suculenta imagen le incita a poner en marcha el coche. El piloto
de la gasolina le advierte de que está seco. Se le olvidó repostar antes de
emprender la maldita excursión. Si doña María Elena le hubiera avisado con
tiempo del viaje… Por fin una luz logra penetrar en su cabeza nublada:
–¡Ay madre! ¡La vieja! –se desbarata en
alaridos dentro y fuera del coche. ¡Que he perdido a la vieja!
En un
esfuerzo por calmarse llama a emergencias. Le informan con amabilidad que no
pueden poner en marcha el protocolo de desaparecidos hasta transcurridas las
primeras cuarenta y ocho horas...
–¡Pero si es una mujer de noventa años!
–intenta situarles en su mismo brete.
–Pues por eso, como es mayor de edad no se
apure, casi siempre regresan a las pocas horas. Igual ha decidido tomarse unas
vacaciones. Vemos de todo –le explican desde el limbo de las urgencias.
–¡Si la señora está a mi cargo, y nos
dirigíamos a su pueblo! –grita, mientras se da cabezazos contra la ventana del
conductor.
–Tranquilo, hombre… Pues ¡corra!, ¡corra a
su pueblo!, que seguro que ella ha llegado ya. En caso contrario, si no
aparece, no dude en telefonearnos pasado mañana.
Martín
arroja el celular con rabia, y con rabia sale a buscarlo al descampado. Un
grillo se acalla preciso al detectar sus pisadas, para, una vez que se cerciora
de que el intruso ha vuelto a la cuneta, continuar con su sonatina estival.
Martín fija su atención en el insecto pesado, y disimulando sus pasos se aproxima
a su refugio cual gato de ciudad a ratón silvestre y, tras varios intentos
frustrados que ponen de manifiesto que el sobrepeso es un hándicap para
desplazarse con sigilo, consigue terminar con el incauto monocorde y
monocromático. Restablecido el silencio, conviene en llamar a Paula para
solicitarle una dosis de raciocinio y comprensión. El teléfono le restriega su
nula cobertura, y para más inri, se apaga por falta de batería. Está a punto de
volverlo a lanzar al descampado, pero se reprime, y con una mano sobre los ojos
otea el horizonte gris. Ni rastro de la vieja, ni rastro de un buen samaritano
que pueda acercarle a un lugar habitado y con acondicionador de aire.
DOS
Paula se queda desconcertada tras la
llamada de su marido. No había comprendido sus palabras, pero percibe cierta
inquietud por haber depositado en ese ser restringido la tarea de cuidar de
doña María Elena. Las palabras de su madre retumban en su cerebro: ¿Qué sabe
hacer? ¿Qué sabe hacer? “Pues más bien poco” –admite para sí. Mientras se
ducha, se acuerda de la cena programada con Gonzalo. Por supuesto, no piensa
acudir. A estas alturas de su vida, lo que menos necesita es volver la vista
atrás. Respira intensamente. Había malgastado varios meses tratando de
encontrar una explicación al abandono. Había despilfarrado varios sueldos en
videntes, psicólogos y cerveza, y sólo ésta última logró amortiguar algo el
dolor, la vergüenza y la ira que sentía. Conoció a Martín en un periodo entre
resacas, en el que ella se debatía entre levantar el vuelo o cortarse las
venas. Martín, por entonces, trabajaba
como recaudador de seguros. Cada mes se personaba en su casa para cobrar el
recibo correspondiente, y cada mes le ofrecía nuevos productos con los que
aderezar su póliza de defunción: "Contrate ramo de lirios, se llevan más
que las rosas, además van con sus ojos, vea, vea." Y Paula veía, veía. Al
mes siguiente: "Hemos renovado el interior de los ataúdes, seda salvaje
importada de la India, el último grito, toque, toque." Y Paula tocaba, tocaba.
En posteriores visitas: "En cuanto a la madera, esta temporada se estila
la madera de cedro perfumado al gusto de albaricoque, huela, huela". Y
Paula olía, olía. Un día no le caldeó la oreja con novedad alguna y ella se
extrañó. Justo cuando el ascensor se cerraba ante sus narices optó por
preguntar:
–¿Hoy
no trata de venderme nada?
Él
intentó salir de un brinco y la puerta automática le propinó un porrazo.
–Sería
un esfuerzo inútil, señorita. Hoy es mi último día en este oficio –explicó,
doliéndose del coscorrón. Verá usted: vendo poco. Si la cosa está fea para los
vivos, pues después de muerto, imagine.
–Vaya…
le comisionan según el número de ventas –se quedó pensativa. ¿Y si yo comprara
algo, un suponer, la seda salvaje de la India, mantendría usted el puesto?
–Pudiera
ser... Pero, en confianza, la seda la traen por piezas del todo a un euro.
–Así
no hay manera –apuntó para sus adentros. ¿Y los lirios?
–Dirá
el lirio, señorita, el ramo en cuestión es un lirio y el resto esparraguera
salvaje.
–¿Y si contrato la madera de cedro con
aroma de albaricoque? Eso debe suponer una pasta en retribuciones –aventuró.
–El cedro es pino tuneado y el albaricoque
chirimoya. Mire señorita, es que yo no quiero que se muera usted –confesó,
mirándole el escote.
–Ni yo que lo despidan, Martín –le sujetó
la cara entre las manos y le plantó un beso.
–¿Conoce mi nombre? –se sintió halagado un
instante.
–Figura en el distintivo de su empresa –le
aposentó los pies a ras de felpudo.
–Y ya que me ha besado, porque no sé si
habrá caído en la cuenta, pero me ha besado, ¿puedo decirle de tú? –preguntó,
arrimándose.
–Puedes llamarme Paula, y puedes pasar a
tomar café –contestó, le abrió las puertas de su casa, y Martín se mudó al día
siguiente.
Las
vecinas aplaudían el romance de mirilla y de zaguán. Con él regresaron los
tiempos de luces y de risas, y cuando se acabó el dinero, porque él fue
despedido por fin, y ella obtenía exiguos ingresos con las clases a domicilio
que impartía, volvieron los problemas, las deudas y las dudas. Los problemas y
las deudas se solventaron con la entrada de doña María Elena en sus vidas, pero
las dudas…
Sale de la ducha con la piel enmollecida, se
ata el albornoz y se contempla en el espejo. Gonzalo la esperaba mañana para
cenar. Era una cena con padres incluidos. ¿Tan malo sería asistir? Para
librarse de las tentaciones enciende el televisor: el atlético había ganado por
goleada. De saberlo su marido, en estos momentos estaría flipando.
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