domingo, 15 de marzo de 2020

El secreto del Coronel (capítulos 3 y 4)



El secreto del Coronel de Montaña Campón


UN

Martín conduce deprisa por la autovía. Adelanta, gira, atrasa, le pitan, sale y entra campo a través. Doña María Elena le observa desde el asiento de atrás. Parece a punto de decir algo, pero se retiene la lengua, y se aferra huesuda a la agarradera de la puerta. Salir de Madrid no es fácil, sobretodo si nunca has pasado más allá de Cibeles. Pero Martín es orgulloso, y no piensa dar signo de flaqueza alguno. Él es un hombre, y los hombres saben siempre hacia dónde dirigen su automóvil.  “Si tiro de frente daré con la salida” –se anima, y sigue manejando sin salir de la M–30. Doña María Elena se ha percatado de que han rodeado Madrid un par de veces como si de un tiovivo gigante se tratara, y sin voluntad de ofender, con la dulzura que le caracteriza observa:
–Martín, ¿puede saberse qué hace?
–La llevo a su pueblo, señora, ¡a–su–pue–blo! –afirma como un chiquillo pillado en falta.
Ella respira profundamente tratando de mantener la serenidad, y sugiere con autoridad de nonagenaria:
–Apártese como pueda: a partir de ahora conduzco yo.
Con habilidad circense Martín se retira, y ofrece una mano a la vieja para que ocupe el asiento del conductor. Ambos quedan encajados, y ante la escasa visibilidad y la nula libertad de movimientos, en un alarde de raciocinio y de interés por conservarse con vida, Martín frena el coche con el codo, y lo aparca junto al arcén.
–Salga usted, señora.
–¡Hago lo que puedo! ¡lo que puedo!, y deje de pisarme la chaqueta, ¡coñe!
Él levanta el pie avergonzado:
–¿Tiene usted el permiso en regla? –interroga con cierta desconfianza.
Doña María Elena se ajusta las gafas y toma el volante del automóvil sin contestar a su subordinado. Permisitos a ella…
–¡Capullo!
Sus temores se materializan. El coronel ha usurpado el mando y el cuerpo de doña María Elena. A falta de uniforme, se ha colgado un par de medallas. Martín se cubre rápido con el mapa de carreteras y vocaliza el consabido parte:
–¡Mi coronel! Se presenta el recluta Martín Sarmiento. ¡A sus órdenes!
–¡Descanse! Está bien muchacho, está bien. Dígame las novedades, ¿hacia dónde nos dirigimos? ¿Cuál es la finalidad de nuestro periplo? ¿Por qué no hemos sacado el volvo?
Martín recita como un escolar amenazado por la vara de olivo:
–Nos dirigimos al pueblo de su señora, mi coronel; la razón última de nuestra misión sólo Dios la sabe, mi coronel; el volvo lo tiene en usufructo el mayor de sus hijos…
–¡Cabronazo!
–¿Quién yo?
–No, usted no pasa de capullo; mi hijo, que siempre fue una bala perdida con aspiraciones de ministro. Cuando me entere de quién le ha cedido el volvo le voy a hacer tragar los papeles, el usufructo y los sillones de cuero.
Martín quiere apostillar que había sido él mismo, bueno doña María Elena, la que había insistido en dar en usufructo el auto al chico. Ella no lo usaba nunca, y decidió cedérselo sin más, pero hubo una reunión del concilio de rapaces que conformaban sus otros cuatro hijos, se sometió a debate, a votación, ¡a sorteo!, consultaron varios forenses y firmaron cientos de cláusulas, se derramaron lágrimas incluso, para poner por fin el volvo en manos del primogénito, que lo dirigió sin dilate al taller de chapa y pintura, para reparar en lo posible el deterioro sufrido en esas jornadas de contubernio. En estos casos Martín sabe mantener la boca cerrada. Siempre que tenga al alcance algo con lo que llenarla, claro. Revuelve sus bolsillos y encuentra un triste caramelo sin azúcar. Esto no entretendría su paladar lo suficiente para no meter la pata. Reniega de Paula por no haberle provisto de unos bollos, y maldice al gato por haberle dejado sin almuerzo. Ante la imposibilidad de abrir el caramelo intenta engullirlo con plástico. Algo más hará en el intestino –habla para sí. Y devora las letras que conforman la marca, el fabricante y los ingredientes: el sorbitol, la lecitina, los aromas… Casi se atraganta con el caramelo propiamente dicho. Con la respiración entrecortada, y morado perdido, escupe la golosina contra el cristal, sacando al coronel de sus casillas:
–¡Capullo! ¿Cuántas veces le he dicho que no se come en horas de trabajo?
–Incontables veces, incontables… veces.
El coronel rescata el caramelo del salpicadero.
–¿Y esto qué significa, soldado?
–Eso es un caramelo, mi coronel. En ocasiones preciso azúcar.
El coronel analiza contrariado la silueta desparramada en el asiento del copiloto. Chasquea la lengua con desaprobación y Martín intuye que no ha colado la coartada.
–Punto uno –dice chupando el dulce requisado: éste caramelo no contiene azúcar. Punto dos: usted necesita de todo menos edulcorantes en su dieta. Y punto tres: como vuelva a pillarle comiendo guarrerías en mi coche, le hago saltar en marcha. ¿Ha quedado claro, Sarmiento?
–Sí, sí, sí, sí. Admito mi culpa, señor.
El coronel prosigue su perorata:
–En vista de los hechos probados, queda arrestado dos fines de semana. No podrá marchar a casa a visitar a sus padres. ¿Entendido?
Martín baja la cabeza y susurra: sí.
–¡No le oigo, soldado!
Martín se cuadra como puede y grita: ¡sí, señor!
–¡No hace falta que chille, soldado! Tome el caramelo y pégueselo en la frente, que sirva su ejemplo para los demás reclutas.
Martín obedece y reprime sus ganas de abofetear a la vieja chocha. Cierra los ojos y piensa en Paula, que siempre le sugiere paciencia y control, paciencia y control, paciencia… 


DOS

Paula lleva largo rato con el teléfono móvil en la mano. Su padre ha subido a deshacer la maleta, mientras su madre se hincha a café con tortitas. Con la boca a rebosar de hidratos, procede con el interrogatorio de rigor:
–¿Eres feliz con ese hombre? ¿Cómo te trata? ¿Cuánto ganáis? ¿Qué tareas realizáis en esta casa?
–Sí. Bien. Lo necesario. Cuidamos de doña María Elena –contesta por inercia y no le quita ojo a la pantalla táctil, en la que precisamente, tiene cargada una foto muy boba de su marido que le hace sonreír de oreja a oreja.
–¿Qué es lo que te causa tanta gracia? ¡Mírame cuando te hablo!
Paula coloca el móvil sobre la mesa y los ojos sobre su madre. Ésta le arrebata el terminal para descubrir el objeto de mofa de su pequeña. Al comprobar que es su yerno poniendo morritos, lo desecha disgustada y entrelaza sus manos con las manos de su hija, para iniciar la consabida conversación, sobre el matrimonio y sus formas de acabar con él.
–Cariño, ¿tú estás segura de que le quieres? Mira que a menudo las mujeres confundimos los sentimientos y los vocablos, llevamos menos tiempo asistiendo a la universidad y eso nos mantiene estigmatizadas.
–Mamá, ya conoces mi respuesta, por eso me casé con él.
Ante la cara burlona de la madre, se sincera:
–Vaaale… por eso, y porque mi novio me dejó plantada por mi mejor amiga. Pero aquél traspiés no quita que lo quiera un poco.
La mamá eleva el grito a los cielos:
–Un poco… ¡Un poco dice! ¿Y por un poco de amor arrojas tu vida por el retrete?
–Mamá, no sé de qué me estás hablando. Llevamos una vida matrimonial normal, con un trabajo normal y con problemas normales. Martín es guapísimo, la convivencia es aceptable y el sexo superlativo. Tengo más de lo que tú, con tus tres matrimonios a la espalda, habrás conseguido jamás –sentía flaquear sus argumentos.
–¡Pero no tenéis un duro! Cuando muera la vieja, ¿qué pensáis hacer? Martín te resultará muy guapo, kilos aparte, y una fiera en la cama, pero ¿qué oficio tiene? ¿Qué sabe hacer? Dime monina, ¿qué sabe hacer?
–¡No atosigues a la niña! –por fin su padre, dispuesto a rescatarla.
Las lágrimas asoman a los párpados de Paula. Se levanta para disimular la rabia que siente, su madre la ha tumbado en la primera ronda. Recupera el móvil. Desea hablar con su marido. “El teléfono marcado está apagado o fuera de cobertura”. Apesadumbrada por no poder contactar con él, vuelve a sentarse frente a sus progenitores. Su madre da codazos a su padre:
–¡Díselo tú!
–No, tú eres la que siempre andas conspirando en ese club de relamidos al que vas. A ti te corresponde el dudoso honor de exponer tus logros de alcahueta acomodada.
–¡Gonzalo se ha separado! Es más… ¡Creo que no llegaron ni a casarse! Él la sorprendió con otro, y la facturó de vuelta a casa. Y lo más increíble: Gonzalo ha regresado de Boston y viene por tiempo indefinido. Lleva en Madrid ¡dos semanas!
–Respira Rita, respira –intenta sosegar su padre.
–Gonzalo… separado… y en la ciudad… Umm… no tiene mala pinta. Pero, ¿tú estás loca? ¿Y qué hago yo con Martín? Le pego una patada en el trasero y le digo: Lo siento cariño, mi ex ha regresado para quedarse. Y aunque así fuera… ¿quién te dice a ti que sigue soltero, que desea verme o que yo tenga ganas de verlo?
–He hablado con su tía y está ansioso por mantener un encuentro contigo –anuncia su madre en tono triunfalista.
–Diríase que está arrepentido de haberte abandonado mediante nota escueta pegada en el frigorífico para largarse con tu amiga Úrsula, según sus propias palabras, chica más afín a sus aspiraciones y tremendamente hermosa, tan solo dos semanas antes de contraer matrimonio contigo, aquí presente, con todos los gastos pagados por nosotros, aquí presentes también –apuntilla su padre guiñando un ojo.
–No nos ayudes, cielo –sugiere Rita mientras le palmea la espalda.
La madre erre que erre:
–Hemos quedado mañana para cenar los cuatro.
–¿Qué cuatro? –preguntan al unísono hombre y retoño.
–Pues Gonzalo, vosotros dos y yo. Martín ha salido de viaje ¿no? –pregunta con sorna.
–¿Y si hubiera estado en Madrid? –desconfía Paula.
–Desde que te enganchó para casarse, querida hija, y esto es una regla no escrita, todos nos hemos esforzado muchísimo por no coincidir.
Su padre lo ratifica con la cabeza. Paula quiere defender que esa no es la actitud de su marido, pero tras unos segundos de reflexión, concluye que su madre está en lo cierto, que Martín se escaqueaba con cualquier excusa en todas las visitas programadas, y sospechosamente, tampoco se encontraba disponible en las hechas por sorpresa. Le vienen a la cabeza todas las tías–abuelas que ha enterrado en los dos años que llevaban casados y en una lista mental rápida llega a contar dieciséis.

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