UN
Martín apura su cigarrillo y vuelve al
interior de la casa. Doña María Elena ya no dormita en el salón. Alarmado,
rebusca por todas partes, y la halla en la cocina, al pie de lo que parece una
ser despensa sin avituallamiento disponible. Martín reincide en postularse como
voluntario para comprar la cena. La vieja se recompone, toma un rifle oculto en
fondo de la despensa y ordena:
–No
es momento de pensar en víveres, capullo. Nuestra última misión aguarda, y no
debemos demorarnos ni un minuto más. Agarre esa azada y ¡cúbrase, soldado! Si no quiere que lo empapele…
Martin
obedece trastocado por el peligro y se calza un puchero en la cabeza. El
coronel sale disparado patio a través, con el arma prendida del hombro. Martín
lo sigue de cerca, y toma un machete por si las moscas. El coronel escala la
empalizada trasera, y sale al bosque con paso firme. Un, dos, un, dos, Martín
salta detrás. Un dos, un, dos, un, dos, un, dos. A unos quinientos metros, bajo
la protección de un cielo ramoso, el coronel frena su avance.
–¡Aquí,
Sarmiento! ¡Cave aquí! –enciende una bujía.
Martín
acata las indicaciones del sujeto armado. Ahonda trabajosamente la tierra dura,
la sequía estival ha compactado el terreno. El coronel lo exhorta desde su
posición de supremacía. De repente, a Martín se le pasa un mal pensamiento por
la cabeza: “¿Qué hago yo cavando en medio de la noche, en un paraje apartado, a
solas con una vieja perturbada, pertrechada como un coronel retirado del
ejército?”
–Mi
coronel, ¿podría un soldado raso conocer la magnitud de la tarea encomendada?
¿Qué buscamos exactamente? ¿Por qué únicamente cavo yo?
–¡Usted
a lo suyo! Y no pregunte, soldado, no quiera saber tanto como su superior.
–Pero…
–¡No
hay peros que valgan! Siga cavando y… ¡chitón!
Martín comprueba con espanto que le retira
el seguro al rifle. Baja la cabeza y sigue sacando tierra con ahínco. Teme no
regresar a casa nunca, no ver a Paula jamás, no poder hincar el diente a ese
cochinillo rico…
–¡Un jabalí, mi coronel! ¡Cuerpo a tierra!
El mando se arroja al hoyo. El jabalí
olisquea su presa desde el borde. Martín agarra el arma y apunta al animal. Los
humanos apenas se mueven. El jabalí mide sus fuerzas, emite un gruñido
desaprobador, y se marcha. Martín levanta el rifle jadeante, presiente que el
bicho les ha perdonado la vida.
–Muy bien, Sarmiento –celebra el coronel–.
Por fin mi labor de adiestramiento obtiene resultados. Ha estado cabal en este
lance, recluta. Siga así, y es posible
que le recomiende para ascensos venideros.
Martín no suelta el arma. Dirige
tembloroso su cañón contra el coronel. "Puedo matarle, matarla,
matarles..." –cavila. El coronel no parece perturbado, diríase que no
experimenta sensación de riesgo. Martín lo saca de la zanja a culatazos.
Después, toma impulso contra el suelo para auto–izarse, y al pisar con fuerza
la tierra, siente que algo cede bajo sus zapatos. Un rumiar de plástico podrido
paraliza su ascenso. “¿Qué diablos?” –se pregunta, mientras trata de destapar
el objeto con el tacón. Recurre a las
manos para ayudarse, y descubre, con horror, un saco enorme de basura con una
sospechosa silueta humana en su interior. Martín se cuartea las uñas por
escabullirse del agujero. El coronel grita:
–¡Hermano! ¡Queridísimo hermano!
Y se lanza de cabeza al hoyo. Eufórico
perdido se abraza a la bolsa semienterrada. La besa y la estruja a partes
iguales. Martín, en estado de shock por el hallazgo, se sienta junto a la
bujía. No habla, casi no respira, y tiene unas ganas irrefrenables de llorar.
Ganas que se acrecientan cuando escucha a sus espaldas esta temible expresión:
–¡Alto a la guardia civil!
Entonces, para Martín, el mundo se para en
seco.
¡ATENCIÓN... FIRMES!
Rita se apea del taxi y paga al conductor.
Está contenta, pero no tanto como para dejar propina. Su plan ha sido perfecto:
ha reunido a Paula con Gonzalo, ha dado esquinazo a su marido, y dispone de
unas horas libres para dedicarse a su nueva conquista. Simon360, es decir,
Roberto, la aguarda en la cafetería de ese centro comercial, junto a los cines
clausurados y la bolera infantil. Rita está emocionada, esta vez no hay
posibilidad de error. Todavía conserva en la retina el bochorno que sufrió
cuando maduritodespechado6 se dio a conocer. Pagar la terapia era lo mínimo que
podían hacer por ella. Su marido insistió en aquellos términos, y no tuvo valor
para negarse. Ahora sería diferente. Se había asegurado, le había enviado
fotos, las había recibido también. Por esta razón había planificado el viaje,
por hacer posible el encuentro material con su amante virtual. Busca una mesa
en la cafetería y elige el helado convenido: tres bolas de chocolate con sirope
de pera. Junto al copazo de glucosa y la cucharilla de plástico, concurren una
pareja de mediana edad y un adolescente con las orejas rojas de rubor. Todos
toman asiento en torno a Rita:
–Así que… ¿es usted? ¿Es que no tiene
vergüenza? –espeta la que parece ser la madre del muchacho.
–¿Cómo dice? Creo que se han confundido de
persona…
–¡Y una porra, confundidos!
–Tranquila, Leonor, permite a la señora
que se explique… ¿Chatea usted?
–¡Y a usted que le importa! –contesta
Rita, sin poder quitar la mirada del adolescente colorado.
–¡Yo le arreo, Roberto, yo le arreo!
–berrea la madre cada vez más excitada.
–¿Roberto? –Rita comienza a atar cabos…
El adolescente y su presunto progenitor
levantan la mano a la vez.
–Roberto Campurriano, padre e hijo aquí
presente. Mire señora, la hemos pillado. Usted ha sido identificada como
tetiwoman63, y ha contactado a través de chat con simon360, que no es otro que
este crío de dieciséis años, hijo de esta señora y de un servidor. No la hemos
denunciado a menores porque él nos ha jurado y perjurado que jamás le dio pista
de su edad verdadera, o de su aspecto físico, es más, le enviaba fotos tomadas
a un vecino, al que también habremos de ofrecerle una explicación.
Los tres se incorporan y la madre
aprovecha y suelta un sopapo al chico. Rita desea que la tierra se la trague.
–Un consejo señora, antes de enviar por
internet retratos en liguero, asegúrese de que el receptor ha cumplido al menos
dieciocho años.
Rita inclina la cabeza reconociendo sus
pecados. Con este acto de contrición se dan por satisfechos, y los ve descender
en familia acarreados por una escalera mecánica. El chico se queda atrás, fuera
de la vista de sus padres y le lanza un último beso. Ella lo rechaza con
desdén.
–¿Se va a zampar todo el helado,
Tetiwoman?
Su marido se acomoda frente a ella. Rita
está a punto de derrumbarse, pero él le tiende la mano y reitera su amor
eterno. Como dos adolescentes comparten helado y confidencias.
–Pero...
¿qué hora es? –se sorprende ella, al comprobar que se han quedados solos y les
apagan las luces.
–La
hora de regresar a casa, cariño. La hora de regresar...
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