martes, 24 de marzo de 2020

El secreto del Coronel de Montaña Campón. Capítulos 20 y 21




UN

Martín se vuelve al escuchar abrirse la puerta. El conserje, extenuado, y con un montón de folios bajo el brazo le impele a regresar a la casa: "Prácticamente hemos terminado, señor. Doña María Elena ha pedido confesión…"  Martín abandona el taburete con serias dificultades, y con serias dificultades se encamina a casa de la vieja. Tras dos intentos fallidos de penetrar en hogares ajenos, en los cuales le reciben con sendos escobazos, da con el adecuado justo a tiempo de despedir al señor cura:
            –¡Vaya cogorza luce! –espeta el clérigo tapándose la nariz para defenderse del olor a bebida de alta graduación y baja calidad.
            –¡Y usted que me la bendiga! –contesta el laico cerrándole la puerta sin más explicaciones.
            Doña María Elena reposa despatarrada sobre un orejón. La vitalidad de la mañana se ha esfumado de su rostro y de sus extremidades. Martín se aproxima prudente y le toma la mano con afecto:
            –¿Puedo ayudarla en alguna cosa? ¿Encargo cena? ¿Prefiere una cervecita?
            La vieja emite un ronquido por pura contestación. Martín la arropa con la sábana amarillenta del ejército: “Seguro que ambos conocieron tiempos mejores...” –se dice, y sale a fumar un pitillo al patio. Varios limoneros atestiguan su repentina melancolía. Al fondo, el sol puja por quedarse, y la luna, y alguna que otra estrella madrugadora, le apremian a seguir su camino. Martín piensa en su esposa. Sabe que las cosas no están como deberían. En las últimas cuarenta horas, Paula le ha pillado en un burdel, con Mariola indiscreta al aparato, y le ha sorprendido rodeado de señoritas en bolas, léase Tana y compañía.  En el platillo de la balanza a su favor pesa el haber recuperado a la vieja, pero por más que visiona la balanza, de un lado doña María Elena roncando, y del otro, Mariola, Tana y la compañía, la balanza se precipita de todas todas hacia el lado de las pelanduscas. Poco a poco la noche se materializa en oscuridad, y Martín empieza a verlo todo muy negro.

           
DOS

Paula baja del taxi muy alterada. Le tiemblan cada una de las terminaciones nerviosas de su cuerpo. Su madre la ha abofeteado con la excusa de calmarla, pero solo ha conseguido colorearle las mejillas con unas ridículas rojeces con forma inequívoca de dedos.  Al entrar en el restaurante se observa en un espejo: la imagen, fantástica, pese a las huellas dactilares de su progenitora; el interior, un desastre verdadero. Gonzalo irrumpe en la escena para recibirlos: “No se preocupe, son mis invitados” –despacha al maître. Rita se deshace en besos en el aire, y el padre le aprieta la mano con visible antipatía. Paula recibe azorada los dos besos que acarician sus mejillas aún doloridas:
            –Estás preciosa, como siempre. Pero, ¿qué te has hecho en la cara?
            –Se ha golpeado torpemente al salir del taxi –se apresura a replicar la mamá.
            Gonzalo, más servicial que nunca, las despoja de los echarpes. Regresa con los tickets del guardarropa y les conduce hacia la mesa. “Una de las mejores del local, junto a una ventana con vistas a la avenida” –corrobora Paula para sus adentros, conocedora de los gustos sibaritas de su ex. A punto de ocupar el asiento, vibra el móvil de Rita. Lee con avidez el mensaje entrante y refiere en tono de disculpa:
            –Me ha surgido un imprevisto y no puedo acompañaros en esta velada tan maravillosa...
            Paula le dirige una mirada homicida preguntándose y preguntándole “¿Un imprevisto? ¿En Madrid? ¿Estás de coña?”  Pero Rita no se da por aludida, propina besos acá y acullá, incluso amaga con besar al maître, y abandona el local con rapidez. Su padre, un tanto avergonzado, se despide de su hija: “Voy a sacar a tu madre de un aprieto” –susurra, y sacude una colleja a Gonzalo: “Gonzalín, ándate con pies de plomo que ya no te paso ni una...” –intimida. “Vaya sin cuidado, suegro, vaya sin...” Gonzalo no se atreve a terminar la frase, la cara de desaprobación del susodicho le incita a callar la boca. 
            Instantes después y a solas frente a frente, Paula es incapaz de articular palabra. Gonzalo parlotea tratando de hacerse con el control, pero ella lo escucha lejos, lejos, como si le hablase desde el interior de la botella de vino espumoso que les han servido para empezar.  El camarero les presenta la carta y Paula la estudia de pe a pa. Pertrechada tras decenas de platos exquisitos se presume segura. Quiere huir de allí, marcharse, abandonar esta pantomima del pasado. Pero Gonzalo insiste en recomendarle entrantes para abrir el apetito:
            –¿Qué te parece la ensalada de foie con algas marinas y cardillos monteños? –interpela asomando la cara por encima del menú.
            –Demasiado verde... –contesta ella con apatía.
            –¿Y el carpaccio de jabalí regado con aceite puro de olivilla cacereña?
            –Demasiado crudo…
            –¿Y el revuelto de bacalao de estanque con setas de río?
            –Demasiado dulce… Mira, Gonzalo –reacciona–. Esta reunión no tiene sentido alguno. Tú y yo, solos, cenando, después de tanto tiempo, después de tanto sufrimiento, ¿pero qué sinrazón es ésta? –dice, poniéndose en pie y alzando la voz.
De repente, la cena de los presentes se convierte en cena con espectáculo. El maître dispone encarecer cuatro euros por cabeza. Gonzalo intenta tranquilizarla, pero Paula está fuera de sí:
            –¿Que me tranquilice? ¿Que me tranquilice? ¡Y una mierda!  Me dejaste tirada en el altar y te largaste ¡con mi mejor amiga!
            El público exclama: ¡aaaala!
            Gonzalo intenta explicar lo inexplicable. Algún oyente grita: ¡fuera! Y Gonzalo se sienta abochornado. Paula se compadece de él y ocupa su silla, dando por finalizado el folletín. Los comensales retornan a sus filetes, fríos en su mayor parte. Paula recapacita y resuelve:
            –Gonzalo, yo no deseo tener nada contigo. Hubo una vez que sí que te quería, que lo hubiera dado todo por ti. De hecho, lo hice: renuncié a todo tras tu abandono miserable. Estos días atrás, desde que mi madre me habló de tu regreso, reconozco que he estado confundida, pero al verte, al rozarte, he caído en la cuenta de que lo nuestro se acabó, quizá cuando te marchaste con Úrsula, segura estoy de que mucho antes.
            –¿Tanto me odias que no puedes compartir una cena conmigo? –suplica Gonzalo.
            –El caso es que ni siquiera te odio. Simplemente, tengo un candidato muchísimo mejor para cenar todos los días.
            Y dicho esto se dirige a la salida dispuesta a marcharse, entre los aplausos de los más allegados a su mesa, que no habían desconectado del todo la parabólica. El guardarropa le tiende su chal. Ella se desmaya antes de alcanzar la calle.


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