UN
Martín se vuelve al escuchar abrirse la
puerta. El conserje, extenuado, y con un montón de folios bajo el brazo le
impele a regresar a la casa: "Prácticamente hemos terminado, señor. Doña
María Elena ha pedido confesión…"
Martín abandona el taburete con serias dificultades, y con serias
dificultades se encamina a casa de la vieja. Tras dos intentos fallidos de
penetrar en hogares ajenos, en los cuales le reciben con sendos escobazos, da
con el adecuado justo a tiempo de despedir al señor cura:
–¡Vaya
cogorza luce! –espeta el clérigo tapándose la nariz para defenderse del olor a
bebida de alta graduación y baja calidad.
–¡Y
usted que me la bendiga! –contesta el laico cerrándole la puerta sin más
explicaciones.
Doña
María Elena reposa despatarrada sobre un orejón. La vitalidad de la mañana se
ha esfumado de su rostro y de sus extremidades. Martín se aproxima prudente y
le toma la mano con afecto:
–¿Puedo
ayudarla en alguna cosa? ¿Encargo cena? ¿Prefiere una cervecita?
La
vieja emite un ronquido por pura contestación. Martín la arropa con la sábana
amarillenta del ejército: “Seguro que ambos conocieron tiempos mejores...” –se
dice, y sale a fumar un pitillo al patio. Varios limoneros atestiguan su
repentina melancolía. Al fondo, el sol puja por quedarse, y la luna, y alguna
que otra estrella madrugadora, le apremian a seguir su camino. Martín piensa en
su esposa. Sabe que las cosas no están como deberían. En las últimas cuarenta
horas, Paula le ha pillado en un burdel, con Mariola indiscreta al aparato, y
le ha sorprendido rodeado de señoritas en bolas, léase Tana y compañía. En el platillo de la balanza a su favor pesa
el haber recuperado a la vieja, pero por más que visiona la balanza, de un lado
doña María Elena roncando, y del otro, Mariola, Tana y la compañía, la balanza
se precipita de todas todas hacia el lado de las pelanduscas. Poco a poco la noche
se materializa en oscuridad, y Martín empieza a verlo todo muy negro.
DOS
Paula baja del taxi muy alterada. Le
tiemblan cada una de las terminaciones nerviosas de su cuerpo. Su madre la ha
abofeteado con la excusa de calmarla, pero solo ha conseguido colorearle las
mejillas con unas ridículas rojeces con forma inequívoca de dedos. Al entrar en el restaurante se observa en un
espejo: la imagen, fantástica, pese a las huellas dactilares de su progenitora;
el interior, un desastre verdadero. Gonzalo irrumpe en la escena para
recibirlos: “No se preocupe, son mis invitados” –despacha al maître. Rita se
deshace en besos en el aire, y el padre le aprieta la mano con visible
antipatía. Paula recibe azorada los dos besos que acarician sus mejillas aún
doloridas:
–Estás
preciosa, como siempre. Pero, ¿qué te has hecho en la cara?
–Se
ha golpeado torpemente al salir del taxi –se apresura a replicar la mamá.
Gonzalo,
más servicial que nunca, las despoja de los echarpes. Regresa con los tickets
del guardarropa y les conduce hacia la mesa. “Una de las mejores del local,
junto a una ventana con vistas a la avenida” –corrobora Paula para sus
adentros, conocedora de los gustos sibaritas de su ex. A punto de ocupar el
asiento, vibra el móvil de Rita. Lee con avidez el mensaje entrante y refiere
en tono de disculpa:
–Me
ha surgido un imprevisto y no puedo acompañaros en esta velada tan
maravillosa...
Paula
le dirige una mirada homicida preguntándose y preguntándole “¿Un imprevisto?
¿En Madrid? ¿Estás de coña?” Pero Rita
no se da por aludida, propina besos acá y acullá, incluso amaga con besar al
maître, y abandona el local con rapidez. Su padre, un tanto avergonzado, se
despide de su hija: “Voy a sacar a tu madre de un aprieto” –susurra, y sacude
una colleja a Gonzalo: “Gonzalín, ándate con pies de plomo que ya no te paso ni
una...” –intimida. “Vaya sin cuidado, suegro, vaya sin...” Gonzalo no se atreve
a terminar la frase, la cara de desaprobación del susodicho le incita a callar
la boca.
Instantes
después y a solas frente a frente, Paula es incapaz de articular palabra.
Gonzalo parlotea tratando de hacerse con el control, pero ella lo escucha
lejos, lejos, como si le hablase desde el interior de la botella de vino
espumoso que les han servido para empezar.
El camarero les presenta la carta y Paula la estudia de pe a pa.
Pertrechada tras decenas de platos exquisitos se presume segura. Quiere huir de
allí, marcharse, abandonar esta pantomima del pasado. Pero Gonzalo insiste en
recomendarle entrantes para abrir el apetito:
–¿Qué
te parece la ensalada de foie con algas marinas y cardillos monteños?
–interpela asomando la cara por encima del menú.
–Demasiado
verde... –contesta ella con apatía.
–¿Y
el carpaccio de jabalí regado con aceite puro de olivilla cacereña?
–Demasiado
crudo…
–¿Y
el revuelto de bacalao de estanque con setas de río?
–Demasiado
dulce… Mira, Gonzalo –reacciona–. Esta reunión no tiene sentido alguno. Tú y
yo, solos, cenando, después de tanto tiempo, después de tanto sufrimiento,
¿pero qué sinrazón es ésta? –dice, poniéndose en pie y alzando la voz.
De repente, la cena de los presentes se
convierte en cena con espectáculo. El maître dispone encarecer cuatro euros por
cabeza. Gonzalo intenta tranquilizarla, pero Paula está fuera de sí:
–¿Que
me tranquilice? ¿Que me tranquilice? ¡Y una mierda! Me dejaste tirada en el altar y te largaste
¡con mi mejor amiga!
El
público exclama: ¡aaaala!
Gonzalo
intenta explicar lo inexplicable. Algún oyente grita: ¡fuera! Y Gonzalo se
sienta abochornado. Paula se compadece de él y ocupa su silla, dando por
finalizado el folletín. Los comensales retornan a sus filetes, fríos en su
mayor parte. Paula recapacita y resuelve:
–Gonzalo,
yo no deseo tener nada contigo. Hubo una vez que sí que te quería, que lo
hubiera dado todo por ti. De hecho, lo hice: renuncié a todo tras tu abandono
miserable. Estos días atrás, desde que mi madre me habló de tu regreso,
reconozco que he estado confundida, pero al verte, al rozarte, he caído en la
cuenta de que lo nuestro se acabó, quizá cuando te marchaste con Úrsula, segura
estoy de que mucho antes.
–¿Tanto
me odias que no puedes compartir una cena conmigo? –suplica Gonzalo.
–El
caso es que ni siquiera te odio. Simplemente, tengo un candidato muchísimo
mejor para cenar todos los días.
Y
dicho esto se dirige a la salida dispuesta a marcharse, entre los aplausos de
los más allegados a su mesa, que no habían desconectado del todo la parabólica.
El guardarropa le tiende su chal. Ella se desmaya antes de alcanzar la calle.
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