jueves, 26 de marzo de 2020

El secreto del Coronel, de Montaña Campón. Capítulos finales



¡VISTA AL FRENTE!

Paula se recupera en urgencias, tras el desmayo sufrido la mantienen en observación. Gonzalo permanece a su lado, no han conseguido contactar con Rita. Apenas intercambian palabra, el vacío entre ellos es impracticable. Un doctor pasa la visita y le estrecha afectuosamente la mano:
–¡Enhorabuena, hombre! Van ustedes a convertirse en papás. El desmayo es producto del caos hormonal de las primeras semanas, pero descuide, Paula ¿se llama Paula?, le daré algo flojito para que el malestar desaparezca. Dentro de nueve meses tendrá un malestar con nombre y apellidos, un malestar persistente en su casa al menos hasta los treinta, si no, que se lo digan a mis hijos, que no hay manera de que se independicen. Se han aferrado al cuarto juvenil y ya rozan los cuarenta, imaginen, ¡qué espíritu! ¡qué país! ¡qué vida ésta!
Al quedarse solos, Gonzalo felicita a Paula con un beso espontáneo en la frente. Ella está encantada, quiere telefonear a Martín, contarle lo del embarazo, y lo de los próximos treinta años de malestar que les ha vaticinado el facultativo. Solicita a Gonzalo que le alcance el móvil y él sale de la habitación para que disfrute la privacidad de un acontecimiento que, se figura mágico, al tiempo que inalcanzable. Visita la máquina del café para ahogar su melancolía en leche en polvo con sacarina líquida. Una joven monísima, con un busto monísimo, la emprende a patadas con el aparato, exigiendo a golpes la devolución del cambio.
–Siempre igual... –asegura. ¡Esta máquina no es más que un fraude!
Gonzalo titubea antes de insertar su calderilla. Se dirige a la energúmena cañón:
–¿Seguro que no funciona?
–¡Nunca funciona! Ya te digo yo que es un timo.
–Hay bar en la planta baja ¿no? ¿Me acompañas a comprar café?
La chica acepta la convidada. Viene a menudo, comenta, en su negocio siempre hay clientes con percances. Una brecha, un ojo morado, un coma etílico… Ella siempre los traslada al hospital: lo considera gajes de su profesión. ¡Ah, esa… profesión! Por cierto, ¿cómo te llamas, preciosa? Yo, Mariola. Hola, Mariola, eres muy guapa. Mi nombre es Gonzalo, y desde hoy, no tengo en cuenta las profesiones. ¿Te apetece cenar conmigo?
            Gonzalo regresa a la habitación de Paula. Mariola y él han optado por cenar en el apartamento. Es super tarde y su frigorífico está semivacío, pero comprarán unas pizzas en cualquier local que les caiga de paso. Mariola es sexy, es divertida, sabe escuchar y cobra quinientos la noche. Gonzalo se sorprende contento. Mañana, con toda probabilidad, no tendrá tiempo para arrepentirse. Paula duerme plácidamente en su cama reclinable. Le entristece no poder despedirse, pero se alegra de corazón por ella y su consorte. Al salir, echa un último vistazo de control, el teléfono parpadea presa de una llamada, puede que sea Rita, y Gonzalo no se resiste a contestar:
            –Sí, dígame –susurra por respeto a la durmiente.
            –¿Paula? –la voz masculina denota extrañeza.
            –Sí. Bueno no, en estos momentos no puede ponerse. Está dormida.
            –Dormida, claro... ¿y tú quién coño eres? –la voz masculina denota un mosqueo de narices.
            –Gonzalo, Gonzalo Garrigues al aparato.
            –¿El que se tiraba a una tal Úrsula mientras seguía comprometido con Paula? –la voz masculina denota incredulidad. 
            –El mismo. Entiéndame, no me siento orgulloso de todos y cada uno de mis actos...
            Martín suspendió cualquier comunicación con Paula desde ese preciso instante.




¡ROMPAN FILAS!

            Todavía hace frío en la capital, marzo es un mes indeciso. Martín ha pedido autorización para llegar tarde al trabajo, tiene un evento importante al que asistir. Sabe que apenas podrá acercarse, los buitres revolotearán cerca para proteger su hacienda.  Pesa sobre él una orden de alejamiento injusta, una orden que ha incumplido en numerosas ocasiones, pero que hoy, en el funeral de doña María Elena, no tendrá más remedio que acatar. Se pertrecha en una bajada del camposanto, tras los arbustos secos de un parterre, desde allí podrá presentar sus respetos a la difunta sin que nadie se percate. Durante los meses que ha durado su confinamiento en una institución psiquiátrica, él ha constituido su única compañía. Tras aclarar el suceso del cadáver, Martín quedó exonerado de cargos, pero la familia no fue tan benevolente con él. Encerró a la vieja y expulsó al matrimonio a la calle. Martín no había vuelto a ver a Paula. La noche de su conversación telefónica con Gonzalo, tomó la determinación de separarse de ella. No quiso saber de explicaciones, no imaginaba disculpa posible. Él se ausenta de Madrid y Paula se acuesta con su ex. Gonzalo se lo había dejado clarito: "Ella no puede ponerse, está dormida". Solo y en la calle, halló refugio en doña María Elena. La visitaba domingo sí, domingo también, y pasaban la tarde al sol, observando los peces del estanque, rumiando las pérdidas y las ausencias. El coronel, tras la exhumación de su hermano, no volvió a manifestarse. Todos quedaron convencidos de que él lo había asesinado, que no podía descansar en paz con un crimen tan atroz a sus espaldas. Pero doña María Elena le confesó, en una de sus visitas domingueras, que había sido ella la que se había cargado a su cuñado. "Tuvimos una aventura, Martín, un error terrorífico. Mi esposo, el coronel, me dedicaba escasas atenciones, siempre ausente, haciendo la guerra, aunque fuera consigo mismo. Sucumbí a los juegos seductores de su hermano y mantuvimos una relación complaciente y discreta. Pero él pretendía más, quería que me separase. ¡Separarme yo! ¡En mi época! ¡Qué desfachatez! Entonces se volvió loco. Me amenazó con contarlo todo, con revelarle al coronel nuestra aventura, con darle detalles de nuestras 'prácticas de alcoba'. Como no atendía sus razones, quiso asesinarme. Me citó en aquel apartado del bosque, yo acudí con el pánico instalado en las rodillas. Cuando me apuntó con la escopeta pensé que se trataba de una broma macabra. Pronto comprendí la gravedad de su plan. Le supliqué que desistiera de sus intenciones, que me permitiera vivir, que pensara en sus sobrinos. Pero él no estaba dispuesto a dejar que marchara.  Hundió el arma sobre mi pecho, y yo aproveché un instante de descuido para zafarme de él. El coronel me había enseñado a defenderme, ya sabe, cuando jóvenes. En el forcejeo por la supervivencia mis dedos apretaron el percutor. Cayó fulminado junto a mí. Era temporada de caza, a nadie le salió de ojo un tiro. Lo enterré con gran esfuerzo, Martín, en la bolsa y en la zanja destinadas a contener mi propio cadáver y la época de nieves consumó la ocultación. Pronto surgieron en el pueblo los rumores de que habían sido los republicanos, y mi marido perdió el norte. No asimiló jamás la desaparición de su hermano. Tomó represalias contra sus vecinos, permitió que el yugo de la represión oprimiera sus gargantas. Cuando el dedo acusador se volvió hacia la hipótesis del fratricidio, nos trasladamos a Madrid. Cuantas veces, Martín, cuantas veces, estuve a punto de contarle lo que sucedió en realidad. Pero la angustia de mi corazón impedía la confesión de mis labios. Cuando cayó enfermo me figuré que se daba por vencido. En fin, la experiencia vivida nos enseña que nunca dejó de buscar. ¿No lo cree usted así?" Él enjugaba su desesperanza y le tomaba la mano con respeto pues, a pesar de todo, no veía a la vieja como una homicida. Doña María Elena le evocó siempre al café con galletas, y así quiso mantenerla en su memoria.
            El ceremonial, con escasos asistentes, ha terminado. Martín está dispuesto a irse, pero una mujer voluminosa le interrumpe la salida:
            –Paula... Estás... embarazadísima.
            –Pues casi de nueve meses, Martín –dijo ella, más atractiva que nunca.
            –Me alegro muchísimo por vosotros –mintió–. ¿Te has enterado de lo de la vieja?
            –Claro... He acudido por ella, y sobretodo, para verte a ti. Supuse que vendrías, y nunca permitiste que te explicara...
            –Puedes hablar con mis abogados –interrumpe, a la defensiva. Sé que el acuerdo es una mierda, pero acabo de encontrar trabajo, repongo botes de gel en una gran superficie, el sueldo es infame, habito una caravana, ¿qué más puedo ofrecerte?
            –No he venido por dinero, Martín, de hecho, he recuperado mi antiguo empleo y mi antiguo salario –alega ella alegremente.
            –¡Qué fortuna! –ironiza. Tu antiguo novio, tu antiguo empleo, tu antiguo salario... Y dime, chica con estrella ¿para qué quieres ver a tu antiguo marido?
            Ella le propina una bofetada por respuesta. Martín la recibe sin inmutarse.
            –¡Pues para que te enteres de una vez de que nunca estuve con Gonzalo! ¡Ni aquella noche, ni ninguna otra noche, ni estaré jamás! –resopla por el esfuerzo–. Cuando Gonzalo contestó tu llamada yo permanecía grogui en una cama de urgencias. Minutos antes había intentado sin éxito ponerme en contacto contigo. Tuve un encuentro con él a tus espaldas, lo admito, pero ¡no sucedió nada! ¡Lo juro! Martín, yo te quiero, siempre te he querido, y no puedo soportar la idea de que nuestra hija crezca sin su padre...
            –¿Nuestra hija? ¿La que está dentro del bombo? –señala el barrigón ovalado.
            –La misma… Es tuya… Es nuestra hija, Martín.
            –¿Y lo del niño Javier que estudiará para abogado?
            –Haberte esmerado más, las quejas al gobierno.
            –La podemos llamar Elena, en memoria de… ya sabes –hace señas con la cabeza.
            –Elena es precioso, pero mi madre insiste en ponerle Rita, y a mí me molaría llamarla Silvina, como mi abuela.
            –¿La de la querencia al vitriolo?
            –La misma, una adelantada a su tiempo. ¿No te parece?
            Martín arruga el ceño en señal de protesta. Ella sonríe y abandonan el cementerio cogidos del brazo:
            –Y por cierto... ¿Tú no tienes nada que declarar sobre una tal Mariola? ¿Cómo era aquella otra? ¿Tana?
            Martín esquiva el estoque:
            –¿Te he dicho ya que tengo trabajo? Sí, de reponedor, es complicado, no creas –recita como de corrido: los botes grandes al fondo, y los pequeños al frente. Los geles femeninos por precio, los masculinos por colores. El gel de lavanda, un clásico, no soporta al otro clásico, el de los limones del Caribe.  Las promociones del dos por uno trastornan a los clientes, y si con el gel regalas el desodorante… Es un no parar. Siempre hay algún espabilado que retira el precinto y los olisquea, y he llegado a pillar a varios estudiantes esponja en mano. Lo mejor de todo son los desayunos, tenemos autoservicio, y mi turno, que acaba a las doce del mediodía.
            Paula disfruta de sus ocurrencias y le agarra aún más fuerte. Están a punto de subir al coche, una berlina de la empresa de ella, en pos de la caravana, cuando un par de hombres, chaqueta al hombro y corbata al cuello interceptan su partida:
            –¿El señor Martín Sarmiento Peñote?
            –Según quién lo pregunte… ¿Quién lo pregunta?
            –Notarios reunidos del Oeste –le tienden una tarjeta. Lamentamos interrumpirle, señor Sarmiento, pero debe acompañarnos.
            Paula dice: “Ve, cariño, luego almorzaremos juntos”, pero Martín no cede a soltarse de su brazo: “Tengo miedo de perderos otra vez…” cuchichea, para desesperación de los empleados de la notaría. Paula le despacha con un beso en los labios, como aquél que le regaló cuando él era un cobrador de seguros y ella una clienta explosiva. Martín consiente entonces y se pone a disposición de los dos desconocidos.
           
Serpentean por las calles de la ciudad hasta llegar a las oficinas. Entra con determinación en el despacho que le indican. En torno a una mesa kilométrica, presidida por un caballero orondo que supone que es el notario, se encuentran los cinco hijos de la difunta, el señor cura del pueblo y el conserje al que extorsionó para que se aviniese a razones. “¿Éste qué hace aquí?” –protesta al verlo el hijo mayor de doña María Elena. “Ha sido llamado a esta reunión por voluntad de su madre, señor Bonilla” –replica el notario con acento repipi. “En vista de que estamos todos los convocados, voy a proceder a abrir el testamento de la difunta…” Dicho esto, un secretario con librea se hace visible en la sala, y le acerca una carpeta a rebosar de manuscritos. Se los muestra al señor cura y al conserje, que están de acuerdo en reconocerlos como aportados por ellos.
            –Pues bien, –reanuda el notario–. Aunque doña María Elena, al parecer, había otorgado testamento hace muchos años, estos señores han presentado un testamento posterior y ológrafo, visado por el juez de primera instancia, que yo, notario colegiado de Madrid, doy por válido, pues cumple los requisitos de tiempo y forma necesarios para superponerse a cualquier documento testamentario anterior.
            Un murmullo de protesta entre la prole hace callar al notario. Exige silencio y retoma la lectura del manuscrito con total solemnidad.
            “Yo María Elena de Garmendia y Soler, viuda del coronel Leopoldo Bonilla Bonilla, en pleno uso de mis facultades mentales y físicas, tal y como disponen por unanimidad los tres forenses a cuyos exámenes me he sometido por deseo expreso de mis hijos, por la simple circunstancia de querer poner en manos del mayor el usufructo de un automóvil marca volvo por falta de uso, y con número de bastidor YV1VW708022F857362, dispongo que, la totalidad de mis bienes aquí inventariados, pasen a manos de los habitantes de mi pueblo, como muestra de la voluntad de la familia Bonilla–Garmendia de resarcirlos, en la medida de lo posible, de cualesquier injusticia que hayamos podido inferir en el pasado. No es éste un tiempo para lamentaciones, es tiempo de reparación y perdón. Sólo así podremos mirar al futuro con energía y esperanza.
En otro orden de cosas, quiero aclarar mediante estas pocas letras, que mi esposo, el coronel Bonilla, jamás atentó contra la vida de su hermano. Es más, falleció sin conocer ni su paradero ni su triste final. Al verdadero responsable, me lo llevo conmigo a la tumba, con la certeza de que la persona a la que he confiado la verdad de lo ocurrido, sabrá guardarla para siempre, pues recae sobre sus hombros el secreto de confesión.
A Martín Sarmiento Peñote, que ha cuidado de mí como un hijo carnal, según sus propias palabras, le corresponde en herencia la casa donde convivimos junto a su esposa, y todos los enseres que contiene, para que algún día puedan compartirla con esa criatura que tanto desean, y que seguro alumbrarán a este mundo, de eso no me cabe duda.
Y en cuanto a mis hijos, no les dejo más herencia que el volvo arriba indicado. Espero que sepan compartirlo, y no se maten por él.
Es voluntad que firmo, en presencia de don Leandro Román Cifuentes, el párroco del pueblo, y don Alberto García Correosa, conserje interino del Centro de Educación Infantil.  En la provincia de Cuenca, a cinco de agosto del año corriente.”
El notario carraspea al concluir la lectura. Acompañaban al manuscrito en cuestión, los informes de los forenses y el inventario de bienes. Los hijos se escupen acusaciones entre sí. Martín no da crédito a lo sucedido. El notario ofrece a los presentes la mano, aclara interrogantes sobre la legítima y abandona la sala. El cura y el conserje se despiden de Martín y le dan la enhorabuena. Los hijos aseguran a voces que “¡Se verán las caras en los tribunales!” Martín hace oídos sordos a las palabras intimidatorias, les dedica una sonrisa y sale a la calle.

Madrid se agita de actividad. Con las manos en los bolsillos y encogido el corazón, se encamina hacia la boca de metro más próxima: Paula le aguarda para comer. Al bajar las escaleras, un desconocido le tiende un periódico gratuito. Varios ancianos en perfecto estado de revista aparecen en la fotografía de portada. A pie de foto esta reseña:
“Conflicto diplomático en el peñón. Decenas de militares retirados han tomado la frontera en nombre del ejército español, y han exigido la rendición de los guiris y la devolución inmediata del territorio usurpado. La reina se ha puesto en contacto con las autoridades de la roca para estudiar el alcance del problema (…)”
Martín se debate entre la risa y el llanto. Sin poder resistirse, embarca en el suburbano riendo a moco tendido y llorando a carcajadas.
                                                                                             


Montaña Campón

No hay comentarios:

Publicar un comentario