¡VISTA AL FRENTE!
Paula se recupera en urgencias, tras el
desmayo sufrido la mantienen en observación. Gonzalo permanece a su lado, no
han conseguido contactar con Rita. Apenas intercambian palabra, el vacío entre
ellos es impracticable. Un doctor pasa la visita y le estrecha afectuosamente
la mano:
–¡Enhorabuena, hombre! Van ustedes a
convertirse en papás. El desmayo es producto del caos hormonal de las primeras
semanas, pero descuide, Paula ¿se llama Paula?, le daré algo flojito para que
el malestar desaparezca. Dentro de nueve meses tendrá un malestar con nombre y
apellidos, un malestar persistente en su casa al menos hasta los treinta, si
no, que se lo digan a mis hijos, que no hay manera de que se independicen. Se
han aferrado al cuarto juvenil y ya rozan los cuarenta, imaginen, ¡qué
espíritu! ¡qué país! ¡qué vida ésta!
Al quedarse solos, Gonzalo felicita a
Paula con un beso espontáneo en la frente. Ella está encantada, quiere
telefonear a Martín, contarle lo del embarazo, y lo de los próximos treinta
años de malestar que les ha vaticinado el facultativo. Solicita a Gonzalo que le
alcance el móvil y él sale de la habitación para que disfrute la privacidad de
un acontecimiento que, se figura mágico, al tiempo que inalcanzable. Visita la
máquina del café para ahogar su melancolía en leche en polvo con sacarina
líquida. Una joven monísima, con un busto monísimo, la emprende a patadas con
el aparato, exigiendo a golpes la devolución del cambio.
–Siempre igual... –asegura. ¡Esta máquina
no es más que un fraude!
Gonzalo titubea antes de insertar su
calderilla. Se dirige a la energúmena cañón:
–¿Seguro que no funciona?
–¡Nunca funciona! Ya te digo yo que es un
timo.
–Hay bar en la planta baja ¿no? ¿Me
acompañas a comprar café?
La chica acepta la convidada. Viene a
menudo, comenta, en su negocio siempre hay clientes con percances. Una brecha,
un ojo morado, un coma etílico… Ella siempre los traslada al hospital: lo
considera gajes de su profesión. ¡Ah, esa… profesión! Por cierto, ¿cómo te
llamas, preciosa? Yo, Mariola. Hola, Mariola, eres muy guapa. Mi nombre es
Gonzalo, y desde hoy, no tengo en cuenta las profesiones. ¿Te apetece cenar
conmigo?
Gonzalo
regresa a la habitación de Paula. Mariola y él han optado por cenar en el
apartamento. Es super tarde y su frigorífico está semivacío, pero comprarán
unas pizzas en cualquier local que les caiga de paso. Mariola es sexy, es
divertida, sabe escuchar y cobra quinientos la noche. Gonzalo se sorprende
contento. Mañana, con toda probabilidad, no tendrá tiempo para arrepentirse.
Paula duerme plácidamente en su cama reclinable. Le entristece no poder despedirse,
pero se alegra de corazón por ella y su consorte. Al salir, echa un último
vistazo de control, el teléfono parpadea presa de una llamada, puede que sea
Rita, y Gonzalo no se resiste a contestar:
–Sí,
dígame –susurra por respeto a la durmiente.
–¿Paula?
–la voz masculina denota extrañeza.
–Sí.
Bueno no, en estos momentos no puede ponerse. Está dormida.
–Dormida,
claro... ¿y tú quién coño eres? –la voz masculina denota un mosqueo de narices.
–Gonzalo,
Gonzalo Garrigues al aparato.
–¿El
que se tiraba a una tal Úrsula mientras seguía comprometido con Paula? –la voz
masculina denota incredulidad.
–El
mismo. Entiéndame, no me siento orgulloso de todos y cada uno de mis actos...
Martín
suspendió cualquier comunicación con Paula desde ese preciso instante.
¡ROMPAN FILAS!
Todavía
hace frío en la capital, marzo es un mes indeciso. Martín ha pedido
autorización para llegar tarde al trabajo, tiene un evento importante al que
asistir. Sabe que apenas podrá acercarse, los buitres revolotearán cerca para
proteger su hacienda. Pesa sobre él una
orden de alejamiento injusta, una orden que ha incumplido en numerosas
ocasiones, pero que hoy, en el funeral de doña María Elena, no tendrá más
remedio que acatar. Se pertrecha en una bajada del camposanto, tras los
arbustos secos de un parterre, desde allí podrá presentar sus respetos a la
difunta sin que nadie se percate. Durante los meses que ha durado su
confinamiento en una institución psiquiátrica, él ha constituido su única
compañía. Tras aclarar el suceso del cadáver, Martín quedó exonerado de cargos,
pero la familia no fue tan benevolente con él. Encerró a la vieja y expulsó al
matrimonio a la calle. Martín no había vuelto a ver a Paula. La noche de su
conversación telefónica con Gonzalo, tomó la determinación de separarse de
ella. No quiso saber de explicaciones, no imaginaba disculpa posible. Él se
ausenta de Madrid y Paula se acuesta con su ex. Gonzalo se lo había dejado
clarito: "Ella no puede ponerse, está dormida". Solo y en la calle,
halló refugio en doña María Elena. La visitaba domingo sí, domingo también, y
pasaban la tarde al sol, observando los peces del estanque, rumiando las
pérdidas y las ausencias. El coronel, tras la exhumación de su hermano, no
volvió a manifestarse. Todos quedaron convencidos de que él lo había asesinado,
que no podía descansar en paz con un crimen tan atroz a sus espaldas. Pero doña
María Elena le confesó, en una de sus visitas domingueras, que había sido ella
la que se había cargado a su cuñado. "Tuvimos una aventura, Martín, un
error terrorífico. Mi esposo, el coronel, me dedicaba escasas atenciones,
siempre ausente, haciendo la guerra, aunque fuera consigo mismo. Sucumbí a los
juegos seductores de su hermano y mantuvimos una relación complaciente y
discreta. Pero él pretendía más, quería que me separase. ¡Separarme yo! ¡En mi
época! ¡Qué desfachatez! Entonces se volvió loco. Me amenazó con contarlo todo,
con revelarle al coronel nuestra aventura, con darle detalles de nuestras
'prácticas de alcoba'. Como no atendía sus razones, quiso asesinarme. Me citó
en aquel apartado del bosque, yo acudí con el pánico instalado en las rodillas.
Cuando me apuntó con la escopeta pensé que se trataba de una broma macabra.
Pronto comprendí la gravedad de su plan. Le supliqué que desistiera de sus
intenciones, que me permitiera vivir, que pensara en sus sobrinos. Pero él no
estaba dispuesto a dejar que marchara.
Hundió el arma sobre mi pecho, y yo aproveché un instante de descuido
para zafarme de él. El coronel me había enseñado a defenderme, ya sabe, cuando
jóvenes. En el forcejeo por la supervivencia mis dedos apretaron el percutor.
Cayó fulminado junto a mí. Era temporada de caza, a nadie le salió de ojo un
tiro. Lo enterré con gran esfuerzo, Martín, en la bolsa y en la zanja destinadas
a contener mi propio cadáver y la época de nieves consumó la ocultación. Pronto
surgieron en el pueblo los rumores de que habían sido los republicanos, y mi
marido perdió el norte. No asimiló jamás la desaparición de su hermano. Tomó
represalias contra sus vecinos, permitió que el yugo de la represión oprimiera
sus gargantas. Cuando el dedo acusador se volvió hacia la hipótesis del
fratricidio, nos trasladamos a Madrid. Cuantas veces, Martín, cuantas veces,
estuve a punto de contarle lo que sucedió en realidad. Pero la angustia de mi
corazón impedía la confesión de mis labios. Cuando cayó enfermo me figuré que
se daba por vencido. En fin, la experiencia vivida nos enseña que nunca dejó de
buscar. ¿No lo cree usted así?" Él enjugaba su desesperanza y le tomaba la
mano con respeto pues, a pesar de todo, no veía a la vieja como una homicida.
Doña María Elena le evocó siempre al café con galletas, y así quiso mantenerla
en su memoria.
El
ceremonial, con escasos asistentes, ha terminado. Martín está dispuesto a irse,
pero una mujer voluminosa le interrumpe la salida:
–Paula...
Estás... embarazadísima.
–Pues
casi de nueve meses, Martín –dijo ella, más atractiva que nunca.
–Me
alegro muchísimo por vosotros –mintió–. ¿Te has enterado de lo de la vieja?
–Claro...
He acudido por ella, y sobretodo, para verte a ti. Supuse que vendrías, y nunca
permitiste que te explicara...
–Puedes
hablar con mis abogados –interrumpe, a la defensiva. Sé que el acuerdo es una
mierda, pero acabo de encontrar trabajo, repongo botes de gel en una gran
superficie, el sueldo es infame, habito una caravana, ¿qué más puedo ofrecerte?
–No
he venido por dinero, Martín, de hecho, he recuperado mi antiguo empleo y mi
antiguo salario –alega ella alegremente.
–¡Qué
fortuna! –ironiza. Tu antiguo novio, tu antiguo empleo, tu antiguo salario... Y
dime, chica con estrella ¿para qué quieres ver a tu antiguo marido?
Ella
le propina una bofetada por respuesta. Martín la recibe sin inmutarse.
–¡Pues
para que te enteres de una vez de que nunca estuve con Gonzalo! ¡Ni aquella
noche, ni ninguna otra noche, ni estaré jamás! –resopla por el esfuerzo–.
Cuando Gonzalo contestó tu llamada yo permanecía grogui en una cama de
urgencias. Minutos antes había intentado sin éxito ponerme en contacto contigo.
Tuve un encuentro con él a tus espaldas, lo admito, pero ¡no sucedió nada! ¡Lo
juro! Martín, yo te quiero, siempre te he querido, y no puedo soportar la idea
de que nuestra hija crezca sin su padre...
–¿Nuestra
hija? ¿La que está dentro del bombo? –señala el barrigón ovalado.
–La
misma… Es tuya… Es nuestra hija, Martín.
–¿Y
lo del niño Javier que estudiará para abogado?
–Haberte
esmerado más, las quejas al gobierno.
–La
podemos llamar Elena, en memoria de… ya sabes –hace señas con la cabeza.
–Elena
es precioso, pero mi madre insiste en ponerle Rita, y a mí me molaría llamarla
Silvina, como mi abuela.
–¿La
de la querencia al vitriolo?
–La
misma, una adelantada a su tiempo. ¿No te parece?
Martín
arruga el ceño en señal de protesta. Ella sonríe y abandonan el cementerio
cogidos del brazo:
–Y
por cierto... ¿Tú no tienes nada que declarar sobre una tal Mariola? ¿Cómo era
aquella otra? ¿Tana?
Martín
esquiva el estoque:
–¿Te
he dicho ya que tengo trabajo? Sí, de reponedor, es complicado, no creas –recita
como de corrido: los botes grandes al fondo, y los pequeños al frente. Los
geles femeninos por precio, los masculinos por colores. El gel de lavanda, un
clásico, no soporta al otro clásico, el de los limones del Caribe. Las promociones del dos por uno trastornan a
los clientes, y si con el gel regalas el desodorante… Es un no parar. Siempre
hay algún espabilado que retira el precinto y los olisquea, y he llegado a
pillar a varios estudiantes esponja en mano. Lo mejor de todo son los
desayunos, tenemos autoservicio, y mi turno, que acaba a las doce del mediodía.
Paula
disfruta de sus ocurrencias y le agarra aún más fuerte. Están a punto de subir
al coche, una berlina de la empresa de ella, en pos de la caravana, cuando un
par de hombres, chaqueta al hombro y corbata al cuello interceptan su partida:
–¿El
señor Martín Sarmiento Peñote?
–Según
quién lo pregunte… ¿Quién lo pregunta?
–Notarios
reunidos del Oeste –le tienden una tarjeta. Lamentamos interrumpirle, señor
Sarmiento, pero debe acompañarnos.
Paula
dice: “Ve, cariño, luego almorzaremos juntos”, pero Martín no cede a soltarse
de su brazo: “Tengo miedo de perderos otra vez…” cuchichea, para desesperación
de los empleados de la notaría. Paula le despacha con un beso en los labios,
como aquél que le regaló cuando él era un cobrador de seguros y ella una
clienta explosiva. Martín consiente entonces y se pone a disposición de los dos
desconocidos.
Serpentean por las calles de la ciudad
hasta llegar a las oficinas. Entra con determinación en el despacho que le
indican. En torno a una mesa kilométrica, presidida por un caballero orondo que
supone que es el notario, se encuentran los cinco hijos de la difunta, el señor
cura del pueblo y el conserje al que extorsionó para que se aviniese a razones.
“¿Éste qué hace aquí?” –protesta al verlo el hijo mayor de doña María Elena.
“Ha sido llamado a esta reunión por voluntad de su madre, señor Bonilla”
–replica el notario con acento repipi. “En vista de que estamos todos los
convocados, voy a proceder a abrir el testamento de la difunta…” Dicho esto, un
secretario con librea se hace visible en la sala, y le acerca una carpeta a
rebosar de manuscritos. Se los muestra al señor cura y al conserje, que están
de acuerdo en reconocerlos como aportados por ellos.
–Pues
bien, –reanuda el notario–. Aunque doña María Elena, al parecer, había otorgado
testamento hace muchos años, estos señores han presentado un testamento
posterior y ológrafo, visado por el juez de primera instancia, que yo, notario
colegiado de Madrid, doy por válido, pues cumple los requisitos de tiempo y
forma necesarios para superponerse a cualquier documento testamentario
anterior.
Un
murmullo de protesta entre la prole hace callar al notario. Exige silencio y
retoma la lectura del manuscrito con total solemnidad.
“Yo
María Elena de Garmendia y Soler, viuda del coronel Leopoldo Bonilla Bonilla,
en pleno uso de mis facultades mentales y físicas, tal y como disponen por
unanimidad los tres forenses a cuyos exámenes me he sometido por deseo expreso
de mis hijos, por la simple circunstancia de querer poner en manos del mayor el
usufructo de un automóvil marca volvo por falta de uso, y con número de
bastidor YV1VW708022F857362, dispongo que, la totalidad de mis bienes aquí
inventariados, pasen a manos de los habitantes de mi pueblo, como muestra de la
voluntad de la familia Bonilla–Garmendia de resarcirlos, en la medida de lo
posible, de cualesquier injusticia que hayamos podido inferir en el pasado. No
es éste un tiempo para lamentaciones, es tiempo de reparación y perdón. Sólo
así podremos mirar al futuro con energía y esperanza.
En otro orden de cosas, quiero aclarar
mediante estas pocas letras, que mi esposo, el coronel Bonilla, jamás atentó
contra la vida de su hermano. Es más, falleció sin conocer ni su paradero ni su
triste final. Al verdadero responsable, me lo llevo conmigo a la tumba, con la
certeza de que la persona a la que he confiado la verdad de lo ocurrido, sabrá
guardarla para siempre, pues recae sobre sus hombros el secreto de confesión.
A Martín Sarmiento Peñote, que ha cuidado
de mí como un hijo carnal, según sus propias palabras, le corresponde en
herencia la casa donde convivimos junto a su esposa, y todos los enseres que
contiene, para que algún día puedan compartirla con esa criatura que tanto
desean, y que seguro alumbrarán a este mundo, de eso no me cabe duda.
Y en cuanto a mis hijos, no les dejo más
herencia que el volvo arriba indicado. Espero que sepan compartirlo, y no se
maten por él.
Es voluntad que firmo, en presencia de don
Leandro Román Cifuentes, el párroco del pueblo, y don Alberto García Correosa,
conserje interino del Centro de Educación Infantil. En la provincia de Cuenca, a cinco de agosto
del año corriente.”
El notario carraspea al concluir la
lectura. Acompañaban al manuscrito en cuestión, los informes de los forenses y
el inventario de bienes. Los hijos se escupen acusaciones entre sí. Martín no
da crédito a lo sucedido. El notario ofrece a los presentes la mano, aclara
interrogantes sobre la legítima y abandona la sala. El cura y el conserje se
despiden de Martín y le dan la enhorabuena. Los hijos aseguran a voces que “¡Se
verán las caras en los tribunales!” Martín hace oídos sordos a las palabras
intimidatorias, les dedica una sonrisa y sale a la calle.
Madrid se agita de actividad. Con las
manos en los bolsillos y encogido el corazón, se encamina hacia la boca de
metro más próxima: Paula le aguarda para comer. Al bajar las escaleras, un
desconocido le tiende un periódico gratuito. Varios ancianos en perfecto estado
de revista aparecen en la fotografía de portada. A pie de foto esta reseña:
“Conflicto
diplomático en el peñón. Decenas de militares retirados han tomado la frontera
en nombre del ejército español, y han exigido la rendición de los guiris y la
devolución inmediata del territorio usurpado. La reina se ha puesto en contacto
con las autoridades de la roca para estudiar el alcance del problema (…)”
Martín se debate entre la risa y el
llanto. Sin poder resistirse, embarca en el suburbano riendo a moco tendido y llorando
a carcajadas.
Montaña
Campón
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