sábado, 21 de marzo de 2020

El secreto del Coronel de Montaña Campón. Capítulos 15, 16 y 17




¡PASO SIN COMPÁS!

Paula, en cambio, tiene una pesadilla horrible. Su abuela regresa del más allá de la mano de Martín: “No he encontrado a doña María Elena, pero traigo a esta señora que se ha ofrecido a ayudarnos desinteresadamente.” La abuela demanda un anisado nada más entrar por la puerta. “¿Cómo se llaman mis retoños?” –inquiere, tratando de inocularse el papel en vena. “Martín, ¿cómo crees que vamos a colarle otra vieja a sus propios hijos?”. Él contesta desde el fondo del mueble bar: “No sé Paula, como se presentan tan de tarde en tarde…” “¡Pero si doña María Elena le saca dos cabezas en estatura, aparte de la chepa que luce la que te cuento! ¿Qué vamos a hacer con la chepa, qué vamos a hacer?” –lloriquea con histeria, zarandeando a la aludida, y echando a perder la copita de anís. La abuela se muestra contrariada por tal dispendio, y exige presurosa que le rellenen el vaso. “¡Y encima está su afición al alpiste…!” La abuela apura el trago. Martín le sirve otra copita, y se sirve una para él. Ambos se abrazan y entonan “Marcial tú eres el más grande...” Paula comienza a sentirse mareada, necesita tomar aire. Sale a la escalera, y la sorprenden varios hombres que, agarrándola de las vestiduras interrogan: “¿Dónde está nuestra madre? ¿Dónde la tenéis? ¿Dónde? ¿DÓNDE?.” Se incorpora sudorosa y angustiada. Se deja caer de nuevo sobre la almohada viscoelástica y se hunde físicamente en sus lamentaciones: “¿Dónde diablos andaría Martín?”. El teléfono suena para disipar sus dudas.





UN

Martín se entrega de lleno a sus anfitriones: bebe, fuma, baila, pierde varias partidas y cientos de euros, y besa a una chica. No es un beso apasionado, es siguiendo las reglas de un juego, pero se siente tan mal por ese pequeño descuido que se retira a serenarse en un cuarto oscuro. Él adora a Paula, y la echa muchísimo de menos. Su relación es casi idílica, no necesita liarse con nadie. Con las ideas claras en su cabeza busca el interruptor para arrojar luz sobre sus ojos. Dos camas gemelas le impelen a tumbarse un rato. La juerga bulle desde el otro lado del tabique. Un teléfono reposa olvidado en la mesita de noche. Duda si utilizarlo, duda si funcionará, duda incluso de la hora, pero, mientras duda marca, y al instante descuelga Paula. Su voz parece surgir de las profundidades.
            –Diga…
            –Hola, cariño, soy Martín.
            –¡Martín! ¿Qué horas son éstas? –Paula se deshace de su prisión de espuma viscosa. No sabe si atacar o escuchar. Al final, ataca: Espero que por lo menos tengas buenas noticias… ¿Estás con la vieja?
            –Sí, sí, Paula, la tengo controlada.
            –¡Bendito sea el santísimo! ¿Y las pilinguis?
            –Supongo que de vuelta al local de carretera de Valencia. Todo tiene una explicación. Paula, escucha, yo te quiero.
            –Martín, no habrás hecho algo de lo que te tengas que lamentar...
            –No cariño, lo prometo. No hay otra mujer en el mundo para mí, te lo aseguro–. Dicho esto invaden el cubículo dos parroquianas ligeras de ropa y con ganas de montar escándalo.
            –Martín, dijiste que te llamabas así ¿no? Verás, ésta es nuestra habitación y venimos a ponernos cómodas. ¿Sales o prefieres quedarte? ¿Con quién hablas? Dile a quién sea que se anime a venir, y que traiga toda la bebida que pueda… ¡Y hielo! Siempre escasea el hielo en las fiestas –se abalanzan sobre el teléfono– ¿Eres su esposa?  Está bueno el chaval, un poco fondón, pero nos gusta ¿verdad Tana? Tana dice que sí. Besitos guapa. Martín, tu chica no nos responde.
            Martín recupera el aparato, Paula ha cortado la comunicación. Lo deposita cuidadosamente en su sitio y pone en práctica un repliegue precipitado: las féminas libertinas han optado por desnudarse sin más.
Agradece el sosiego nocturno que le ofrece el exterior. Escoltado por los lobos, se sienta en una piedra a contemplar el vacío bajo sus pies. La luna confecciona el curso del río con un hilo de plata, distingue los barrancos, revela la serenidad de la piedra. Martín inspira hondo. Los fluidos de su cuerpo, desbordados por la ingestión de cubatas, pujan por salir. Perentorio, busca la intimidad tras de un árbol. Ensimismado con las dimensiones de su chorro vital, no se da cuenta de que alguien se le aproxima, hasta que asoma la cabeza por encima de su hombro:
            –¡Capullo! –Martín se gira de golpe y salpica al extraño.
            –¡Ay, mierda! Lo siento mi coronel, no sabía que estuviera... –se disculpa, intentando adecentarle el pantalón.
            –¡Deje, deje! A ver... Por abandonar la imaginaria... Por beber en horas de servicio... Por mear a un coronel del ejército... ¡Se me acaban las sanciones, soldado!  Esto es de paredón, o de arresto vitalicio y hereditario ¿qué prefiere, Sarmiento?
Martín duda, está a punto de gritar ¡paredón, por favor! para librarse de la vieja y el consorte, pero un sutil aroma a chocolate con churros le hace decidirse por el arresto vitalicio y hereditario, total, aún no tenía heredero en ciernes. Sin esperar respuesta, el coronel inspecciona el terreno junto al precipicio. A Martín le dan ganas de darle un ligero empujón, y con esas ganas se posiciona a su lado. Ambos mantienen la vista al frente, y las manos a la espalda.
            –Martín... –se balancea la vieja, puntera, talón, talón, puntera–. Hoy es un día grande para el ejército español. Mis tropas ya están en marcha, en breve, ese pedazo de tierra, arrebatada años ha por los británicos, volverá a ser nuestro, ¡téngalo por seguro! –con la emoción y el vaivén, casi se despeña. Martín consigue estabilizarlo:
            –Vaya con cuidado, mi coronel, vaya con cuidado...
            –Pero, mi estimado capullo, hoy también es un día grande para mi persona. Gracias a usted, he recordado viejos tiempos, me he codeado con viejos amigos, hemos cantado, bebido, maquinado, brindado por los que ya no están... Inolvidable, soldado, inolvidable.
Martín le pasa un pañuelo y el coronel se suena estrepitosamente. El cañón les devuelve el eco y los lobos aúllan para hacerse notar.
            –¡Oh! ¡Qué cachorritos tan tiernos! Mire, mire, Martín–. Los lobos olisquean las manchas de los pantalones.
            El soldado suspira. Doña María Elena ha vuelto a recuperar su envoltorio. Amanece sobre ellos y la vieja señala un pueblo encajonado en el desfiladero:
            –¿Ve allí? ¡Ése es mi pueblo! Espabile, hijo, ¡vayámonos de aquí!
            Martín quiere despedirse, quiere coger sus pertenencias, quiere chocolate con churros, pero la vieja le tira del brazo y le pellizca, para impelerle a caminar barranco abajo. Como el sendero es dificultoso, la anciana precisa que la traslade en volandas. Justo cuando dan con la carretera, uno de los asistentes, el más madrugador en marcharse, les ofrece su vehículo para acercarlos a la urbe. Los ancianos, que horas antes habían compartido mesa, propósitos y mantel, parecen no conocerse.
            –Mi padre padece una enfermedad degenerativa y tiene pocos momentos de lucidez –explica el conductor–. Sin embargo, cuando asiste a estas reuniones de excombatientes, algo en su cerebro hace clic y se parece bastante al hombre inquebrantable que un día fue, al hombre que todos queremos recordar. Por esa razón no faltamos ningún año ¿verdad padre?
            El hombre mantiene la mirada distraída en el paisaje agreste. El conductor regresa a la carretera, con la satisfacción del deber cumplido. Doña María Elena está animada, con cada curva descubre un rincón dónde, según expresa, hizo sus pinitos como labriega, cabrera o adolescente atolondrada. El campo absoluto deja paso a dos calles y media de casas, una plaza, una fuente, y la consabida iglesia, el pueblo y los pobladores. No sabe Martín si es por ser temprano, o por su llegada repentina, en cada ventana, un aldeano que observa, y en todos los casos, un aldeano que echa abajo la persiana. Doña María Elena no se inmuta. Una vez identificada su vivienda, penetra en ella con seguridad y prestancia. Martín despide al chófer y sigue a la vieja. La casa tiene techos infinitos, las paredes de piedra y el suelo de barro cocido. Los muebles están cubiertos por sábanas amarillentas en las que puede leerse “Ejército Español”. La anciana destapa sus enseres, sopla el polvo y abre las ventanas. Acomodada en un despacho, insta a Martín a atender sus instrucciones:
            –Hijo, llégate hasta la parroquia y avisa al cura. Y tráete al señor maestro, he de conversar con ambos.


DOS

A Paula no le viene en gana levantarse. Piensa que si no posa los pies en el suelo, el día pasará por encima de ella, y mañana despertará junto a Martín. "Todo es un mal sueño" –se miente. "Sólo preciso cerrar los ojos y escucharé a doña María Elena llamar desde su cuarto para que le ayude a vestirse. Martín retozará unos minutos más entre las sábanas, y luego se unirá a nosotras en la cocina, a la llamada del hambre, para iniciar una jornada pacífica de trabajo y convivencia…" Su madre penetra como un huracán en el dormitorio y echa por tierra sus elucubraciones:          
            –Paula, hija, ¡espabila! ¡Hemos quedado para cenar!
            –Que sí, madre, que sí… que son las ocho de la mañana...
            –¿Estás depilada?
Rita descorre las cortinas.
–¡Qué espanto! ¿Tú te has visto las ojeras? ¡Son de color índigo!
Paula se planta frente al espejo: horrorosa, como una aparición, y de las de serie b. Su madre la empuja hasta la ducha. Con el pelo chorreando, la cosa empeora. Rita decide entonces que le vendría mejor un baño de burbujas, y deja a su hija en remojo durante un par de horas. Con la piel renovada y algo revuelta, Paula baja a desayunar. Su padre la recibe con un humor excelente:
–¡Hola, pequeña! ¿Has descansado?
Paula responde con una nausea, y sale disparada hacia el aseo. Cuando regresa, su padre le sirve un poleo–menta.
–Creo que estoy nerviosa ¿sabes? Tengo la sensación horrible de que viajo encaramada en la rueda de un autobús.
–¿Tú estás segura de que quieres ver al Gonzalito ese? Mira que ya nos la jugó una vez…
Paula asiente removiendo la infusión. La menta dice sí, el poleo dice no.
–¿Y mamá?
–Enganchada al portátil. Hija mía, creo que deberías saberlo: tu madre me los pone virtuales…
–¡Papá! ¿Cómo puedes soportarlo? –Paula se recuesta en su hombro.
–Nada, hija. Mientras no pase de ahí… Ahora charla con un tal simon360, hace un mes con un tal maduritodespechado6, que resultó ser una yonqui a la que acabamos apadrinando: la terapia funciona, lleva sin probarla ¡dos semanas! Es lo que quería explicarte ayer, Paula, cada matrimonio tiene su propia maquinaria interior. Los humanos no somos relojes suizos, y los matrimonios que consentimos tienen adelantos y atrasos, a veces la pila falla, otras la cuerda se sale. Podemos cambiar de modelo, renovar la esfera, pero, permíteme que te diga, hija querida, que yo me quedo con el de siempre.
–¿Y si te cambia ella? –aventura Paula, un poco pez en cuestión de relojes.
–¡Anda ya! ¡Si tu padre es un clásico con prestaciones de última generación!
 Ambos celebran la broma, y Rita entra en la cocina con el portátil bajo el sobaco. Les mira sin interés, introduce el ordenador en el bolso y anuncia que sube a asearse. Raudo, el padre rescata el portátil, lo enciende y relee los últimos correos. Apaga enseguida y lo coloca escrupulosamente en idéntica posición. Luego besa a su hija en la coronilla y murmura:
–Vaya, la noche promete ser movidita…


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