UN
Martín duda de que tanto el señor cura
como el maestro quieran acompañarle, pero sale a la calle con el mandado, y a
ver si de corrido encuentra un bar donde tomar un desayuno digno y por fin, a
solas. Topa, junto la iglesia y la fuente, con el único bar del pueblo. El
propietario, hombre pequeño donde los haya, levanta el cierre en el mismo
momento en el que Martín dobla la esquina. El paisano le mira como si de un
gigante se tratara y le interroga a modo de saludo:
–¿Qué
se le ofrece, compañero?
–Pues
la necesidad fisiológica de un café con porras.
–Churros
no hacemos, pero le puedo servir tostadas a la catalana, hechas aquí, en la
provincia de Cuenca.
–¡Viva
la globalización! –no puede reprimir Martín.
–¡Y
viva el jamón serrano! –contesta el tabernero dando luces por doquier.
Martín
mastica la tostada despacio, degustando la exquisitez del curado que le ha
proporcionado el patrón. Éste, tras ingerir un aguardiente, retoma la
entrevista:
–¿Es
usted de por aquí?
–No,
qué va, soy de Madrid, metro cuatro caminos.
–¿Y
qué le trae por el pueblo? ¿Negocios...? ¿No irá a montar otro bar?
–Descuide,
hombre. Acompaño a… No creo que usted la conozca, tal vez de oídas, traigo a la
viuda del coronel Bonilla. Se ha empeñado en pasar unos días aquí, y no hemos
podido negarnos.
El
interlocutor se sirve otro aguardiente. Martín declina la oferta.
–Sepa
usted que no suelo meterme en cuestiones que no son de mi incumbencia, pero esa
familia que nombra, los Bonilla, no son bien recibidos en este pueblo. Cuando
vivía el coronel se cometieron ciertos atropellos, entiéndame, con los mejores
auspicios del régimen. Fue a raíz de la desaparición de un hermano
del difunto, según cuentan de mano de los derrotados, cuando el coronel
permitió que se tomaran represalias contra sus vecinos. Sin embargo, las malas
lenguas aseguran que el mismo coronel se encargó de ajusticiar a su hermano,
por una cuestión tan doméstica como los celos, ¡vaya usted a saber!
Martín
no da crédito a las palabras de su confidente. El coronel, ¿un opresor? ¿un
fratricida? Y en ese caso... ¿cuál era el papel de doña María Elena? Y él,
¿había estado las últimas veinticuatro horas a las órdenes de un psicópata?
Toma el vaso ajeno de aguardiente y se lo bebe de un trago. Paga y sale a toda
prisa, ante la mirada atónita del hostelero, que se guarda ladinamente las
vueltas.
Conviene
en cumplir al dedillo las exigencias de la vieja por temor a hostilidades.
Acude a la iglesia y pide al señor cura que le acompañe. Éste accede no de muy
buena gana, pero el maestro se niega en rotundo, escudándose en que es día no
lectivo. En vista de su fracaso, Martín pseudosecuestra al único habitante del
colegio, el conserje, bajo amenaza firme de opositar a su número de plaza, que
presume que ocupa de forma interina. La arriesgada argucia resulta eficaz y el
susodicho se somete a sus órdenes, a sus pies, y a lo que haga falta. Penetra
en el despacho jactancioso, escoltado de cerca por sus dos nuevos adeptos. La
vieja dormita sobre una mesa.
–Doña
María Elena, disculpe la tardanza, he aquí a los individuos que requirió
–anuncia, como si de dos paquetes se tratara–. El señor maestro no estaba
disponible, pero he traído al conserje, que se ha ofrecido con la amabilidad y
diligencia que caracteriza a nuestros queridos empleados públicos.
La
mujer se incorpora para recibirlos y despide a Martín. Los asuntos allí
tratados no son de su interés. Estando
el señor cura y un escribiente, no precisa de su compañía, es más, le resulta
un incordio. Con estas palabras lo pone en su conocimiento. Martín abandona la
estancia afectado y se arrastra hasta el bar, no en vano se acerca la hora del
almuerzo.
DOS
La mañana se pasa volando, la tarde
promete la misma premura. Paula no encuentra actividad útil o inútil en la que
dispersar su mente. Gonzalo volvía y lo hacía con fuerza. Martín, en cambio,
empequeñece por momentos. Casi no escucha sus protestas desde el rincón dónde
lo ha desterrado tras su conversación a tres y media. Entona un
"nomeolvidesPaula" casi imperceptible. Y Paula olvida. Y mientras
olvida desempolva fotos pretéritas: Gonzalo y ella en París, Gonzalo y ella en
Cancún, Gonzalo y ella en Laponia. "¡Qué vida más bella aquélla!"
–suspira, y mira en derredor a su persona. Ahora sólo dispone de un catre con
dosel y decenas de facturas por abonar. Rebusca en la mesita de noche para
rescatar las fotos más recientes con su marido, y hacer una comparativa
objetiva. Martín y ella en las ferias del polígono, Martín y ella en el
bocapizza, Martín y ella en el fotomatón de la esquina. De repente, experimenta
odio por el polígono, por el bocapizza, por el fotomatón, y por el mismo Martín,
que la ha abocado sin más a esta forma de vida cutre y sin sentido. En plena
melopea de rencor, pierde la consciencia y abraza a Morfeo. Con las primeras
tinieblas la despierta su madre, con su recién adquirida vocación de gallo
kiriko. El tiempo justo para acicalarse, el tiempo justo para acudir a la cita.
Rita cacarea lista para salir, el taxi viene de camino: la suerte está más que
decidida.
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