domingo, 22 de marzo de 2020

El secreto del Coronel de Montaña Campón. Capítulos 18 y 19




UN

Martín duda de que tanto el señor cura como el maestro quieran acompañarle, pero sale a la calle con el mandado, y a ver si de corrido encuentra un bar donde tomar un desayuno digno y por fin, a solas. Topa, junto la iglesia y la fuente, con el único bar del pueblo. El propietario, hombre pequeño donde los haya, levanta el cierre en el mismo momento en el que Martín dobla la esquina. El paisano le mira como si de un gigante se tratara y le interroga a modo de saludo:
            –¿Qué se le ofrece, compañero?
            –Pues la necesidad fisiológica de un café con porras.
            –Churros no hacemos, pero le puedo servir tostadas a la catalana, hechas aquí, en la provincia de Cuenca.
            –¡Viva la globalización! –no puede reprimir Martín.
            –¡Y viva el jamón serrano! –contesta el tabernero dando luces por doquier.
          Martín mastica la tostada despacio, degustando la exquisitez del curado que le ha proporcionado el patrón. Éste, tras ingerir un aguardiente, retoma la entrevista:
            –¿Es usted de por aquí?
            –No, qué va, soy de Madrid, metro cuatro caminos.
            –¿Y qué le trae por el pueblo? ¿Negocios...? ¿No irá a montar otro bar?
            –Descuide, hombre. Acompaño a… No creo que usted la conozca, tal vez de oídas, traigo a la viuda del coronel Bonilla. Se ha empeñado en pasar unos días aquí, y no hemos podido negarnos.
            El interlocutor se sirve otro aguardiente. Martín declina la oferta.
            –Sepa usted que no suelo meterme en cuestiones que no son de mi incumbencia, pero esa familia que nombra, los Bonilla, no son bien recibidos en este pueblo. Cuando vivía el coronel se cometieron ciertos atropellos, entiéndame, con los mejores auspicios del  régimen.  Fue a raíz de la desaparición de un hermano del difunto, según cuentan de mano de los derrotados, cuando el coronel permitió que se tomaran represalias contra sus vecinos. Sin embargo, las malas lenguas aseguran que el mismo coronel se encargó de ajusticiar a su hermano, por una cuestión tan doméstica como los celos, ¡vaya usted a saber!
            Martín no da crédito a las palabras de su confidente. El coronel, ¿un opresor? ¿un fratricida? Y en ese caso... ¿cuál era el papel de doña María Elena? Y él, ¿había estado las últimas veinticuatro horas a las órdenes de un psicópata? Toma el vaso ajeno de aguardiente y se lo bebe de un trago. Paga y sale a toda prisa, ante la mirada atónita del hostelero, que se guarda ladinamente las vueltas.
            Conviene en cumplir al dedillo las exigencias de la vieja por temor a hostilidades. Acude a la iglesia y pide al señor cura que le acompañe. Éste accede no de muy buena gana, pero el maestro se niega en rotundo, escudándose en que es día no lectivo. En vista de su fracaso, Martín pseudosecuestra al único habitante del colegio, el conserje, bajo amenaza firme de opositar a su número de plaza, que presume que ocupa de forma interina. La arriesgada argucia resulta eficaz y el susodicho se somete a sus órdenes, a sus pies, y a lo que haga falta. Penetra en el despacho jactancioso, escoltado de cerca por sus dos nuevos adeptos. La vieja dormita sobre una mesa.
            –Doña María Elena, disculpe la tardanza, he aquí a los individuos que requirió –anuncia, como si de dos paquetes se tratara–. El señor maestro no estaba disponible, pero he traído al conserje, que se ha ofrecido con la amabilidad y diligencia que caracteriza a nuestros queridos empleados públicos.
            La mujer se incorpora para recibirlos y despide a Martín. Los asuntos allí tratados no son de su interés.  Estando el señor cura y un escribiente, no precisa de su compañía, es más, le resulta un incordio. Con estas palabras lo pone en su conocimiento. Martín abandona la estancia afectado y se arrastra hasta el bar, no en vano se acerca la hora del almuerzo.

           

DOS

La mañana se pasa volando, la tarde promete la misma premura. Paula no encuentra actividad útil o inútil en la que dispersar su mente. Gonzalo volvía y lo hacía con fuerza. Martín, en cambio, empequeñece por momentos. Casi no escucha sus protestas desde el rincón dónde lo ha desterrado tras su conversación a tres y media. Entona un "nomeolvidesPaula" casi imperceptible. Y Paula olvida. Y mientras olvida desempolva fotos pretéritas: Gonzalo y ella en París, Gonzalo y ella en Cancún, Gonzalo y ella en Laponia. "¡Qué vida más bella aquélla!" –suspira, y mira en derredor a su persona. Ahora sólo dispone de un catre con dosel y decenas de facturas por abonar. Rebusca en la mesita de noche para rescatar las fotos más recientes con su marido, y hacer una comparativa objetiva. Martín y ella en las ferias del polígono, Martín y ella en el bocapizza, Martín y ella en el fotomatón de la esquina. De repente, experimenta odio por el polígono, por el bocapizza, por el fotomatón, y por el mismo Martín, que la ha abocado sin más a esta forma de vida cutre y sin sentido. En plena melopea de rencor, pierde la consciencia y abraza a Morfeo. Con las primeras tinieblas la despierta su madre, con su recién adquirida vocación de gallo kiriko. El tiempo justo para acicalarse, el tiempo justo para acudir a la cita. Rita cacarea lista para salir, el taxi viene de camino: la suerte está más que decidida.

           

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