sábado, 14 de marzo de 2020

#YoMeQuedoEnCasa El secreto del coronel



Vamos a entretenernos mientras #yomequedoencasa y vosotros también. Voy a colgar capítulos diarios de mi novela corta El secreto del Coronel que fue segundo premio de Novela Corta Giralda de Sevilla. 




El secreto del coronel, novela de Montaña Campón




UN

–¡Capullo!                                                
–Ya está otra vez la vieja, ¿llamamos a la familia?
–Conoces las normas, Martín, a la familia se le molesta lo imprescindible. Además, no creo que acudieran por un simple ataque… Eso sí, en cuanto la palme, los buitres concurrirán en bandada. Anda, colócate el orinal en la cabeza y corre a dar novedades.
            Martín se sienta resignado en el borde de la cama. Tantea el suelo, trata de encontrar las zapatillas, aquí frío, aquí también, vaya, consigue dar con una de ellas, pero no coincide con el pie que intenta calzarse. Se la pone igualmente, no es la primera vez que camina con las zapatillas cambiadas.  La tránsfuga debe estar bajo la cama. Haciendo equilibrios sobre el pie cubierto se dispone a efectuar una batida bajo el somier y, al agacharse, visiona los tobillos de su señora esposa, que se acaba de bajar descalza al suelo.
–Está bien, ya voy yo, que vaya circo estás montando… –protesta, mientas se cubre con la bata de baratillo, y se planta el orinal en la cabeza.
–Y… ¿qué quieres? El piso está como un iceberg, y yo soy propenso a los catarros.
–Jamás te he visto resfriado –discrepa ella, saliendo de la habitación con paso firme, sensual bajo la bata, ridícula bajo el orinal.
–¡Vaya pinta tienes, Paula! –ríe Martín, y deja caer la zapatilla disciplinada mientras se arropa hasta las orejas. Cierra los ojos tratando de dormitar los escasos minutos que presume que ella tardará en atender las pretensiones del vejestorio.

Al principio les pareció una idea fabulosa. Recién casados y en plena crisis, se hicieron cargo de la vieja a cambio del salario mínimo y un techo bajo el que subsistir. A las pocas semanas cayeron en la cuenta de que el chollo no era tal chollo. La individua padecía un rosario de trastornos y achaques que, aunque catalogados como propios de la edad (la que te cuento pasaba los noventa según sus papeles), no dejaban de ser un calvario para sus cuidadores. El que más rabia causaba a Martín era una especie de bipolaridad recurrente que tan pronto la hacía mostrarse como una anciana encantadora, de esas que recuerdan al café con galletas, como tomaba prestada la personalidad y el uniforme de su difunto esposo, y se comportaba como un coronel retirado del ejército, que los despertaba a golpe de retreta y les hacía pasar la jornada dando barrigazos en el jardín. En estas situaciones, cada día más frecuentes, la vieja se dirigía a ellos como “capullos”. Los dos le seguían la broma, se cubrían la cabeza con lo que fuera menester, y se cuadraban las veces que hiciera falta. Paula aguantaba mejor el jueguecito. A Martín, eso de repetir mili a los cuarenta, se le hacía más que cuesta arriba.
–¡Me dan ganas de soltarle un sopapo a la generala ésta…! –confesaba mientras limpiaba las botas del difunto.
–Paciencia, cariño, que cuanto más dure la vieja, mejor para nosotros.
–¿Sabes, Paula? La vida es muy injusta. Nosotros la atendemos como si fuéramos sus hijos carnales... –ella saca la lengua en señal de burla–. Vale, la cuidamos lo mejor que sabemos, y cuando se vaya al otro barrio nos quedaremos en la calle. En cambio, sus hijos, portan por aquí una vez al año, si acaso, porque hay un par que ni eso, nos tienen casi prohibido llamarles, a no ser que deje de respirar por más de media hora, y vendrán a por los cuartos, ¡ya lo creo que vendrán!, cuando todo haya terminado. Así cualquiera.
–No, cualquiera no, sus hijos, los que figuran en el libro de familia. Tú también tuviste madre.
–Sí, y cuando murió repartimos, y a mí me tocó un cenicero.
–Por eso existen ricos y pobres. Haber nacido rico, que guapo eres a rabiar.
La cara le cambia con el cumplido:
–Lo dices para que me conforme. Sabes manejarme, puñetera. Ven aquí, ven, que te voy a hacer madre amantísima.

            Cuando Paula regresa Martín entreabre los ojos. Se le escapa otra risita.
–El coronel solicita que te persones en su cuarto a las seis de la mañana –ahora la que ríe es ella.
–¡No jodas! ¿Para qué diablos quiere verme tan temprano?
–No te alteres, cariño: doña María Elena dice que puedes presentarte a las nueve, nueve y media. Eso sí, preparado para salir de viaje.
–¡Sí hombre! Y ¿adónde voy a ir yo con ese carcamal?
–Parece que quiere pasar unos días en el pueblo –explica ella y apaga la luz.
–¿Al pueblo? ¿A qué pueblo? –Martín vuelve a encender la bombilla, y se sienta de brazos cruzados en la cama.
–Pues al suyo, al de provincias.
–Yo no voy a ningún sitio si no vas tú, listilla de la vida.
–Te recuerdo que este finde vienen mis padres. Imposible salir de Madrid. ¿O prefieres quedarte tú?
–Vaaale, la acompañaré sin rechistar. Discúlpame con los suegros, amor.
            Paula se gira y da la espalda a su marido. La palabra capullo se le escapa al exhalar. Martín por fortuna no la oye, ya ronca. Siempre ha tenido mucha facilidad para evadirse. Ella, sin embargo, no puede conciliar el sueño. La luz rosada de las farolas se cuela entre las rendijas de las persianas. Un perro ladra insistente, se pregunta por qué no lo hacen callar. La vieja estará bien con Martín, se tranquiliza. Un gruñido del durmiente la reafirma en sus dudas. Sabedora de sus limitaciones y consecuente con las mismas, se levanta para beber un sorbito de anís. “Una copita de tarde en tarde no hace daño, hija” –aseguraba su abuela, antes de chocar, beoda perdida, con el mercedes del señor cura. “¡Un correctivo! ¡Esta señora merece un correctivo ejemplarizante!” –exigía en su sermón el interfecto. Como nadie le prestaba cuenta porque en el pueblo todos le profesaban cierta ojeriza, llevó su caso a oídos del obispo, que tomó cartas en el asunto y precintó la parroquia, privando de servicios religiosos a una comunidad que suponía impía y pecadora. Tras semejante decisión, los vecinos hicieron piña con la abuela, y la emprendieron a palos con el señor cura, que huyó despavorido monte arriba, y regresó con las mismas monte abajo, perseguido por una manada de lobos que dieron buena cuenta de él, de su casulla, y de su mala leche. Enterado El Vaticano de lo sucedido, elevó al difunto a los altares, y desterró a la abuela a la capital. Al recordar las vicisitudes de su antecesora, se arrepiente de lo del anís y se prepara un bocadillo de chorizo. Últimamente tengo más hambre... –se dice antes de caer rendida en la cama.



DOS

            Martín despierta apresurado. Las diez menos cinco, la vieja estará que trina. Paula todavía dormita con el bocadillo en la mano. Sabedor de que no le dará tiempo a desayunar, trata de hurtarlo con sigilo, las uñas de su mujer se clavan en el pan y los ojos en sus ojos:
–Como lo toques… ¡te muerdo! –a menudo mostraba ese genio fascinante al despertar.
–Es que voy con mucha prisa, y además hubiera jurado que dormías profundamente.
–Pues ya ves que no. ¡Cualquiera duerme con tanto caradura suelto! Tú, a tu tostada y a tu aceite, que sabes que esto el médico te lo tiene ¡más que retirado!
–Pero si estoy hecho un donjuán…
–Sí, un donjuán con sobrepeso, colesterol y la tensión por las nubes.
–Y la autoestima por los suelos, el hambre es lo que tiene, te rebaja las defensas.
            La mujer cae en la engañifa. Se incorpora para darle un abrazo rebosante de comprensión y de lástima, y él aprovecha, le arrebata el bocata, y sale corriendo de la habitación perseguido de cerca por una zapatilla que casi le alcanza el cogote, al tiempo que se despide de la estafada con un “¡Esta noche te llamo!” que remata desde el recibidor con un “¡Mil gracias por el embutido!” y ya desde la calle con un “¡Anda que me olvido de la vieja!”. Penetra en la casa visiblemente fatigado por la carrera, y recibe un zapatillazo certero en el hombro que le hace soltar el ansiado botín. El gato, ese gato al que jamás vio hacer esfuerzo alguno, pone su zarpa sobre el bocadillo de la discordia. Martín no está dispuesto a claudicar y el gato tampoco. Paula se siente incapaz de contemplar la escena y se vuelve a la cama. Desde allí sigue la pelea. Por los maullidos conoce que gana el gato y se regocija en su fuero interno. Lo certifica un Martín que regresa para pegarse unos apósitos en la cara, y de esta guisa se dirige al salón principal. La vieja aguarda impaciente, con el abrigo puesto y el bolso en el regazo.
–¿Qué le ha pasado? –se levanta espantada.
–¡Un encontronazo con un bicho del demonio! –señala al minino que se emplea en acicalarse tras el almuerzo.
–¡El gato! ¡Válgame Dios! ¿Cómo se le ocurre? Ya es usted mayorcito, Martín, para andarse con niñerías. Le tengo dicho que lo respete, que lo respete, que es gato viejo, y tiene malos principios con los desconocidos.
–¡Pero si llevamos casi dos años en la casa, señora! –se excusa Martín, sintiéndose como un párvulo. Ella le agarra de la oreja y prosigue su regañina:
–Ande, no sea rencoroso y pídale perdón al animal, que mire que ojitos le pone, mire que ojitos… Quiere hacer las paces.
            Martín mira al gato y el gato parece fruncir la mirada. Colgado de la oreja y a regañadientes se acerca y le acaricia el lomo, que se eriza desde la cabeza hasta el rabo, restallando en un bufido que le hace retroceder, y se lleva por delante a la abuela, que casi se cae, de no ser por la entrada providencial de Paula, que se apresura a poner todo en orden:
–No sé yo si es buena idea permitiros ir a los dos solos de viaje –afirma, mientras equilibra en el espacio a doña María Elena. El gato acorrala a Martín junto a la puerta. Paula lo echa a puntapiés con disimulo.
–¡Todo va a salir bien! –corean los excursionistas con la mirada obtusa.
            Paula está completamente segura de que va a ser un desastre. Con esa desazón les ayuda a subir al coche, y con esa desazón ayuda a bajar a sus progenitores del taxi que los acarrea desde el aeropuerto:
–¿A dónde van la vieja y el autómata de tu marido? –le espeta su madre en cuanto pone un pie en el asfalto.
–Poco menos que a la guerra, mamá, poco menos que a la guerra…


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